Opinión

‘Sálvame’… a cualquier precio

La televisión no es más “lo que la gente quiere ver”; esa frase odiosa que pretende justificar lo peor y que, además, ahora es falsa porque la televisión se ha transformado en lo que la gente no quiere ver que se le está viniendo encima (...)

La televisión no es más “lo que la gente quiere ver”; esa frase odiosa que pretende justificar lo peor y que, además, ahora es falsa porque la televisión se ha transformado en lo que la gente no quiere ver que se le está viniendo encima.

“La que está cayendo” está cayendo por televisión. Era verdad que la revolución no sería televisada, tal y como bien predijo Gil Scott-Heron, quien desconocía que la contrarrevolución sí saldría en pantalla y nos prepararía para el porvenir. Los Rolling Stones cantaron que era solo rock’n’roll pero les gustaba; Paul Auster escribió en sus estupendas memorias que “el dinero nunca es solo dinero”; y desde aquí ahora yo me atrevo a advertirles que la televisión no es solo televisión, que el entretenimiento catódico hace mucho que dejó de ser inocente y que lo que ven no es lo que hay, sino lo que va a haber en breve.

“Anunciado en TV” ha dejado de ser una pegatina triste adherida a una baratija de saldo para convertirse en la naturaleza misma de eso que los empresarios multimedia llaman entretenimiento.

Sálvame, por ejemplo, es entretenimiento. Sin más pretensiones, aseguran quienes sostienen que hace feliz a mucha gente en sus casas todas las tardes en Telecinco, que les ayuda a olvidar la cruda realidad que se ven incapaces de digerir a la hora de la siesta. Pero no; no es cierto que sea un artilugio televisivo de entretenimiento inofensivo, ni siquiera es un perverso mecanismo al servicio de maniobras de distracción de lo importante. No. Sálvame es mucho más peligroso: es un artefacto explosivo de barbarie neocapitalista brutal. Es un vídeo de instrucciones bomba que nos autodestruirá pasados 240 minutos cada tarde.

Porque Sálvame nos enseña lo que nos espera: que para mantener el puesto de trabajo cada día es necesario entregarlo todo a la causa, desdibujar los límites entre lo personal y lo profesional, no reservarnos nada ni aspirar a diferenciar entre lo que somos y lo que trabajamos. Esa es la lección, y el que no aprenda ya sabe dónde va: a la puta calle, donde todo es silencio.

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