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Ferguson y la Democracia
El autor traza paralelismos entre las protestas de EEUU y las de España: "Piden que los derechos recogidos en la Constitución de su país se hagan efectivos"
Quienes nos dedicamos a las Ciencias Sociales debemos reconocer que son contadas las ocasiones en que somos capaces de explicar buena parte de nuestros debates teóricos de forma comprensible por el resto de los mortales o sin parecer Barrio Sésamo simplificando al máximo. Hay momentos de la vida social que ilustran a la perfección algunos de estos debates, como la revuelta que está teniendo lugar, en estos días, en la localidad de Ferguson, Missouri.
La geografía y la problemática étnica nos quedan lejos. El fondo de la cuestión, no. Estamos, fundamentalmente, ante un fenómeno de protesta de la comunidad negra que pide que los derechos recogidos en la Constitución de su país se hagan efectivos. Además, los dos bandos en liza han ejercido la violencia: la policía ha actuado con brutalidad para reprimir las movilizaciones y los manifestantes han respondido de forma contundente.
Hay dos interpretaciones de los sucesos que buscan imponerse una sobre la otra para zanjar la contienda: de un lado, el relato oficial que dice entender el malestar ciudadano pero recalca la necesidad para una democracia de hacer valer sus instituciones y el imperio de la ley sobre formas de protesta que la incumplen o la desbordan. De otro lado, el relato de los manifestantes y sus simpatizantes que reivindican la necesidad de la movilización para hacer avanzar y cambiar las leyes. Y, al margen de la contienda particular de Ferguson, es en estos dos relatos cruzados donde reside la fantástica oportunidad para los politólogos de explicar las dos concepciones de democracia en liza.
El debate se establece entre una concepción de la democracia que hace hincapié en la necesidad de respetar escrupulosamente las normas colectivas y el imperio de la ley. Parece indudable que la defensa del Estado de Derecho, entendido como una forma de organización política capaz de hacer valer en un territorio las normas de obligado cumplimiento colectivo, es una condición indispensable para la democracia. Por otro lado, también parece quedar fuera de toda duda que la democracia no se caracteriza exclusivamente por la aplicación de las leyes existentes, sino por la articulación de mecanismos participativos para ciudadanos libres e iguales que puedan cambiarlas de acuerdo con sus preferencias y necesidades.
Hasta aquí una argumentación liberal, como las del clásico de la Ciencia Política Robert Dahl, que plantea precisamente esta relación tensionada entre democracia y estado de derecho, diría que la democracia que funciona es aquella capaz de canalizar por dentro del sistema y la legislación las demandas de todos los grupos. Lo que permite poner en cuestión esta argumentación, impecable desde el punto de vista de la fundamentación teórica, es que, precisamente, en todos los países de larga tradición democrática, los regímenes políticos se están enfrentando a tensiones entre derechos formales y efectivos y a su defensa por fuera de los canales formales. Es decir, que las movilizaciones del ciclo 15-M, Occupy pero también las que tienen que ver con las banlieue parisinas o los guetos raciales del norte de Londres, ponen en cuestión de forma más o menos organizada y más o menos politizada que la igualdad formal garantizada por todos los ordenamientos jurídicos basados en el constitucionalismo de posguerra mundial sea efectiva. Un paso más allá, se puede inferir que los fenómenos de desobediencia civil o, planteado de forma más polémica, de violencia espontánea tienen que ver con actores sociales que se sienten fuera de esos ordenamientos, que han quedado excluídos del contrato social. O que perciben, como en el caso del 15M, que pueden quedarse fuera en un plazo breve.
Ferguson, como muchas otras experiencias recientes de acción colectiva, sitúa el debate político en dos dimensiones ampliamente teorizadas: la ya enunciada de los derechos formales frente a los derechos efectivos y una segunda que tiene que ver con el poder constituido y el poder constituyente. Es decir, con la concepción de la democracia como imperio de la ley o como transformación de la misma. La primera concepción está relacionada con la prevalencia del estado de derecho y un margen estrechísimo de puesta en cuestión del statu quo: defender la democracia sería defender la ley. Por otro lado, la segunda concepción considera las leyes elementos a transgredir cuando los derechos fundamentales no están siendo respetados: defender la democracia significa defender los derechos de los ciudadanos.
Todas las disputas políticas que siguen este esquema plantean, automáticamente, un reto discursivo a los dos bandos: quien es capaz de convencer a la mayoría de que la democracia está de su lado será, con toda probabilidad, el vencedor de la contienda en el medio plazo. Ejemplos como el de la lucha de las Plataformas de Afectados por las Hipotecas son paradigmáticos de esto: la altísima represión policial ejercida sobre sus activistas no ha impedido que, a medio plazo, más de un 80% de los españoles apoyen la desobediencia civil en caso de desahucio según el CIS.
En tiempos de crisis, no sólo económica, las disputas ya no se dirimen en el terreno de juego de la democracia instituida, sino que desafían su propia concepción pugnando por definirla. Las democracias formales que dejan fuera de los derechos sociales a enormes bolsas de población empiezan a verse seriamente amenazadas por momentos democráticos constituyentes de nuevas formas de organización de lo colectivo.
La política está de vuelta. Es una de las grandes noticias del momento histórico que atravesamos desde Ferguson hasta la Grecia de Syriza, las movilizaciones contra el Mundial de Brasil o el próximo ciclo electoral en España.
[* Ramón Espinar Merino es politólogo y miembro de Juventud Sin Futuro]