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Haití, el país por hacer

Tomado por la miseria, sin infraestructuras y con un 80% de paro, esta tierra no logra alzarse de sus ruinas

Reportaje publicado en el número de febrero de La Marea, a la venta aquí 

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PUERTO PRÍNCIPE // Con 25 años, Ralph ha vivido dos golpes de Estado, huracanes devastadores, un terremoto de proporciones bíblicas del que se han cumplido cuatro años en enero y revueltas civiles con compatriotas matándose en las calles que tuvieron lugar durante la toma de control por Estados Unidos. Mientras estudia telecomunicaciones se gana 400 dólares mensuales (unos 295 euros) como chofer de un extranjero al que en más de una ocasión ha pedido permiso para llevar un arma, porque en determinadas zonas de una capital arropada por bidonvilles –las favelas haitianas-, ser blanco o llevar a un blanco es poco recomendable. Con un 80% de paro oficial y un salario mínimo de 5 dólares al día, Ralph es un privilegiado.

Los retos que afronta con sus 10 millones de compatriotas en el país más pobre de América hacen parecer anécdota los 36 segundos que asolaron su capital el 12 de enero de 2010, dejando millón y medio de desplazados, 350.000 heridos y entre 200.000 y 300.000 cadáveres. “La extrema pobreza también consiste en no poder contar bien los muertos”, escribe Manuel Rivas en Haití, una apuesta por la esperanza, editado por la AECID, la Agencia Española de Cooperación para el Desarrollo.

Tomado por los desperdicios, sin infraestructuras, Sanidad o Educación aceptables, con un alto nivel de corrupción y una inestabilidad épica, el 80% subsiste bajo el umbral de la pobreza -el 50% bajo el de pobreza extrema-, mientras entre el uno y el cinco por ciento de los privilegiados vive un mundo paralelo en mansiones protegidas por hombres armados y llevando un arma propia bajo la solapa.

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La mentalidad de los haitianos

Un pesimismo entre resignado y estoico aflora en cuanto se habla de futuro con la mayoría de nacionales y extranjeros afincados en el país. Uno que hunde sus raíces en la clave del estancamiento de la antigua perla del Caribe, ejemplarizado en las 170.000 personas que aún malviven en refugios temporales.

En palabras de Ralph, “el mayor problema de este país es la mentalidad de los haitianos”. Porque a la miseria física se une la intelectual y el rechazo promovido por las élites a sus orígenes africanos y al vuduismo, baluarte antropológico y espiritual cuya práctica casi universal se realizaba hasta hace poco clandestinamente y solapada con creencias aceptadas. “El vudú ha jugado un papel muy importante contra el genocidio cultural”, sostiene el intelectual Eddy Lubin, cuya mujer es sacerdotisa. Fue clave en la resistencia ante el colonialismo y lo será en la reconstrucción, explica. “Abre la conciencia, la ensancha y permite una conexión con las energías cósmicas y telúricas”.

Lubin, que hace de guía, critica el paupérrimo 1% del presupuesto destinado a cultura durante una visita al palacio de Sans Souci, decadente pretensión versallesca entre selva tropical. El vertiginoso trayecto que lo separa de la imponente Citadelle La Ferriere, la mayor fortificación del continente, patrimonio de la UNESCO cuyas bolas de cañón algunos guías venden al turista, es escenario minutos después de un accidente durante una visita del cantante y actual presidente, Michel Martelly. Después de que el jefe de Estado sea agasajado por músicos locales que reciben los habituales sobres con dinero que reparte un armario de guardaespaldas, un vehículo de la comitiva descarrila en una carretera en la que, como en el resto del país, no hay ningún límite de velocidad. Alguien ordena luego que los heridos sean trasladados a Puerto Príncipe sobre el cuero claro del helicóptero oficial pilotado por dos dominicanos, pues no hay haitianos que sepan hacerlo.

La mitad de la población es analfabeta, la formación profesional casi inexistente y el 84% de los licenciados vive en la diáspora. “Aprenden de memoria, no les han enseñado a pensar. A los propios profesores les falta base”, dice Patricia Giraldo, cooperante de Acoger y Compartir, ONG volcada en promover la educación. Aunque Martelly ha escolarizado a un millón de niños, muchos maestros, como el 90% de la población, ni siquiera hablan francés pese a que es directriz en la enseñanza y cooficial junto con el créole (criollo, un francés africanizado). Su preocupación no es la educación sino cubrir sus necesidades básicas. Y es que en Haití “cada uno defiende su vida, no hay sentido de comunidad, de nación. El Estado no resuelve, por eso son individualistas”, concluye una galerista extranjera que lleva en el país 36 años.

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Los hilos del narcotráfico

Es difícil contratar técnicos, explica un empresario español afincado en la norteña Cap Haitien, cerca de donde el 5 de enero de 1492 el genovés Cristobal Colón inauguró para la vieja Europa el Nuevo Mundo. El Cap, en cuyo penumbroso marché de fer –el mercado local de férrica estructura- huele a revuelto de especias, baratijas y pollos despiezados semiocultos por enjambres, es tránsito de la droga venezolana y colombiana que entra desde las playas de Jacmel, en el sur, a hacer escala en la mítica isla de la tortuga, cobijo de nuevos contrabandistas sin parche en el ojo. Destinada a Norteamérica, sus hilos se manejan en gran parte desde el parlamento, lo que dificulta su control. En la vecina Caracol, un nuevo polígono pretende convertirse en el mayor centro industrial del Caribe, aunque las críticas arrecian por los precarios salarios.

“El 70% de la población se dedica a la agricultura”, afirma un agrónomo de la Organización para la Rehabilitación del Medioambiente (ORE). “No podemos competir con grandes productores como Estados Unidos. Sólo se aplica una tasa del 3% al arroz importado, no se protege la producción local”, critica. La ORE regala frutales a los locales para facilitar la subsistencia y luchar contra la desertificación del 98.5% de un país en que el carbón vegetal es primera fuente de combustible. La red de agua corriente llega al 35% de la población y se complementa con la de bolsitas de plástico que riegan el suelo. En Puerto Príncipe, antiguos canales acumulan toneladas de residuos y los mercados son lodazales que arremolinan tenderetes, niños jugando y ricos desperdicios para cerdos, cabras y famélicos perros vagabundos de rabo entre las piernas, iconos del abandono. Esta epidemia del plástico tal vez mejore tras la reciente prohibición de su fabricación, importación y comercialización y con incipientes iniciativas de reciclaje.

“Se transmite lo negativo, pero hay un potencial histórico, cultural y de gente”, señala Carmen Rodríguez, coordinadora local de la AECID. Rodríguez desgrana las dificultades con instituciones ya débiles antes del temblor. “Salvo dos, todos los ministerios desaparecieron físicamente. Muchos de los muertos eran funcionarios, maestros, los que estaban trabajando”. Su proyecto clave es la mejora de la red de agua. Un ingeniero español que lo asesora explica que las canalizaciones son tan superficiales que se rompen al paso de un camión, desperdiciando y contaminando miles de litros y contribuyendo a la propagación del cólera originado por los vertidos de un destacamento nepalí de cascos azules. Ya ha afectado a más de 600.000 personas, matado a 8.500 y se ha extendido a los países colindantes. Pero los planes de mejora, critica el asesor, se diseñan en despachos occidentales sin evaluaciones previas que hubieran constatado que ciertas piezas no existen en Haití, o que no hay personal cualificado para instalarlas.

Gracias a las 4.000 ONGs que llegaron tras el terremoto y a que más de un quinto del PIB procede de la diáspora en EEUU, Canadá, Francia o República Dominicana, el haitiano se ha acostumbrado a vivir de otros. Así, muchos entienden que tienen el derecho de pedir porque son pobres y el extranjero el deber de dar porque, indubitablemente, es rico. Aunque el que trabaja se deja la piel malvendiendo cachivaches o mangos exquisitos -junto con el café, principales productos-, muchos ven la vida pasar en los márgenes de las carreteras. No es raro que se giren para pedir al “blanco” –como saludan niños ojipláticos y divertidos al occidental ocasional- unas gourdes, la moneda local.

El altruismo tampoco se estila. Aunque de forma más matizada a medida que nos alejamos del epicentro de la miseria que es Puerto Príncipe, nadie da nada por nada. “No es que quieran aprovecharse, es que creen que tienes dinero”, aclara Agustín, un brillante y afable joven de Cap que perdió a su madre y debe su educación a Aldeas Infantiles. Con 18 años ha recibido una beca para estudiar en EEUU. “Cuando termine quiero volver”, asegura. Desde una vivienda digna al margen de un canal inmundo, su padre y hermanas no ocultan su orgullo.

Pese a esta innegable labor, la crítica a las ONGs es constante: gastan mucho en vivienda para los cooperantes, vehículos, seguridad, chóferes y sueldos occidentales. El Gobierno sólo controla uno de cada 100 dólares de cooperación y la descoordinación multiplica recursos en regiones y abandona otras. “De cara a su país de origen, gastan todo su presupuesto y además vuelven como héroes”, señala un diplomático extranjero. La inflación se ha disparado con el afincamiento de cooperantes y los 14.000 efectivos de la MINUSTAH, la misión de pacificación de la ONU (por sus siglas en francés) que forma a la policía de este país sin ejército desde que en 2004 el segundo golpe de Estado en una década derrocara a Jean-Bertrand Aristide.

Todo es caro. Una habitación de hotel ideal para localizar una película sobre el narcotráfico no baja de 40 dólares y en los contados locales en los que uno se atrevería a comer, el precio es superior al de España.

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Perder la perspectiva

Con el tamaño de Galicia y escasas opciones de ocio, la endogamia de las élites -ricos, políticos, cooperantes y trabajadores de la ONU- y su facilidad para perder la perspectiva son clamorosas. “Hago cosas que como clase media no haría en España”, dice una funcionaria de la Unión Europea. En la misma torre del acomodado barrio de Pétion-Ville están la mejor y casi única peluquería y el mejor y casi único gimnasio, uno de cuyos monitores entrena al primer ministro. No es raro cenar cerca de miembros del Gobierno. Todo se sabe, incluidos los últimos líos de faldas de las altas esferas. Giraldo relata cómo algún ministro le coge el teléfono por ser blanca. “Un extranjero con un puñado de dólares, en un año ha abierto un hotel”, opina Fabienne Blanc, médico haitiana formada en Cuba.

La visita a “la república de las ONGs” desborda, quizás por “esa mirada de gente en lucha por la supervivencia”, según Giraldo. En unos diez días las calles parecen menos sucias y empieza a no sorprender cada tenderete bajo el hormigón pendiente de unos hilos de acero que soportaron el temblor a medias, ni cada rostro entre ingenuo, sorprendido, o irritado que sin embargo suele devolver un saludo amable. Y no es necesario haber puesto el pie en el aeropuerto en proceso de Puerto Príncipe, que simbólicamente saluda con la base logística de la MINUSTAH.

El embarque del JFK neoyorquino para un vuelo de American Airlines en el que el 99% del pasaje es negro y en la que el overbooking es norma nos sitúa. Cuando los empleados se comentan cómo mañana quedarán otros 20 fuera a los que nadie avisará y cuando se observa que ese mañana se repite un “señores pasajeros, es posible que se hayan vendido algunos billetes de más”, se constata que el haitiano está acostumbrado a que le traten a baquetazos.

Le tratan así estos empleados ante los que mostrará su indignación con gritos, aunque no pondrá una queja porque su ira sube y baja como un yoyó. “Están acostumbrados a aguantar, pero el día que se enfadan, que no te pille cerca”, dice Rodríguez. Le tratan así los elementos y la historia, que arrebató de África a sus ancestros para castigar después la osadía de proclamar la primera república negra en 1804, desairando un orden económico basado en la esclavitud. También la comunidad internacional, desde las estranguladoras sanciones de Francia o EEUU tras su emancipación que impidieron un desarrollo similar al de Dominicana, que observa a sus negros vecinos con superioridad y repulsa pese a que medio millón se dejan allí la piel en labores que el dominicano rechaza. Y le tratan así los dictadores como François Duvalier, Papá Doc, con sus Tonton Macoutes -los mercenarios que imponían su orden sin piedad-, o los sucesivos golpes de Estado, atentados y magnicidios.

Desde su independencia hace dos siglos, Haití ha tenido 50 jefes de Estado de los que sólo cuatro han concluido mandato. “Ha sido el país de la violencia política”, señalaba Mariano Fernández, jefe hasta hace un año de la MINUSTAH. “Hoy no se conocen crímenes políticos y tienen instituciones” aunque, dicho sea de paso, reciban recurrentes críticas de servilismo. Han caído los secuestros y ya tiene la cuarta tasa de homicidios más baja de Caribe y Centroamérica. Las críticas a la MINUSTAH son crecientes, especialmente por su rechazo a asumir la generación del cólera para evitar eventuales indemnizaciones. Con una demanda de por medio interpuesta por las víctimas, Hernández no opina, aunque sí respecto a otros asuntos causados por las tropas. “Los abusos con menores no pueden ser protegidos por inmunidad de ninguna especie”.

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Pintura y danza

Ajeno, Haití bulle. Las conversaciones son viscerales y plantean su carácter amistoso u hostil. Las furgonetas colectivas en las que caben diez pero entran veinte estimulan esa comunión diaria que obliga a cabecear sobre hombros ajenos aunque alguno incluso pueda comer de su cacerola. Sin baños domiciliarios, no hay complejos en descansar de un anciano school-bus estadounidense tuneado con vírgenes, cristos y personajes folclóricos, para bajarse bragas o pantalones y aliviarse comunalmente en el arcén. Desnudos, voluptuosas mujeres y perfilados varones se bañan en acequias, riachuelos o cunetas. “En el sexo son libres”, aclara un embajador que sabe de lo que habla. Cuando llueve hay más violaciones “porque no pueden jugar al fútbol” -que causa furor-, dice asegurando citar datos de Naciones Unidas.

Esa africana exuberancia se refleja en lo religioso, artístico o en celebraciones colectivas como entierros o partidos de fútbol. La hermosa forja policromada de Croix des Bouquets se cincela sobre metal reciclado de bidones viejos. También colorista, su pintura trasciende el naif popularizado en los 40 hacia una más académica que abarca un mercado diario de 200.000 dólares, según el galerista Georges Nader. “El temblor destruyó la mitad del sector artístico. La preocupación es salvar lo que queda haciendo un museo nacional”. Pero la pintura haitiana, salvo brillantes excepciones como la del asesinado Stevenson Magloire, no es política. Tampoco la danza. “La política es una mierda”, recalca Jean-René Delsoin, el más renombrado coreógrafo haitiano. “No empecé a bailar un día, la danza nació conmigo”, afirma al invitar a conocer el proceso de creación de un montaje que acaba de pasear por Estados Unidos. “Para la gira elegí cosas de Haití, pero si hago algo aquí quiero que vean todo tipo de danza”.

Pese a su potencial, hablar de turismo occidental en Haití es como hablar de agua en Marte: se cree que existe, pero no se acaba de encontrar. El no cooperante o miembro de la ONU que se plante en Puerto Príncipe habrá contactado con uno de los escasos operadores, visitará a alguien, o querrá emular a Indiana Jones. La ministra de turismo, Stéphanie Villedrouin, trata de cambiarlo potenciando primero el del exilio para dar entrada después al occidental con la mejora de infraestructuras. NH acaba de abrir hotel y Barceló, Meliá, o Marriot lo harán antes de que Martelly opte a la reelección. Pero el valiente recibe su recompensa.

Además de pintura haitiana, el Pantheon National de Puerto Príncipe aloja el ancla de la Santa María, buque insignia de Colón. Decenas de limpias y privadas playas hasta donde dejan de ser ambas permiten degustar un rico plato de lambí -molusco ahora amenazado-, o compartir vóley con los de siempre: ricos, cascos azules y cooperantes. Las coloniales cuadrículas urbanas de Jacmel o Les Cayes hacen olvidar la aridez porteña con hermosas fachadas de vivos colores entre las que niños y jóvenes improvisan apasionados partidos de fútbol. Isles-Vache es un edén isleño en el que el tiempo se detuvo. Desde Les Cayes hay cuarenta y cinco minutos por mar que cubren algunas embarcaciones privadas. “Necesitamos un barco para transportar a la gente cuando se ponen enfermos”, demanda Jean Sauny Pierre, que compagina su hospedaje de adorables bungalows con la gestión de donaciones para escolarizar niños. El ramillete de cuevas o las idílicas cascadas de Bassin-Blue o Saut-Mathurine compensan con creces la aventura que supone llegar en este país que empieza a conocer el asfalto.

Desde hace dos veranos Puerto Príncipe revive el Carnaval de Flores, la gran fiesta nacional olvidada desde tiempos de Duvalier, lo que también ha generado suspicacias entre los que ven en Martelly paralelismos autoritarios. Durante tres días, populares grupos musicales rinden pleitesía a un presidente que desde su tribuna compadrea con ilustres como Sean Penn –que dirige una ONG de cooperación en el país- y, fiel a su alter ego “Sweet Mickey”, menea las caderas. La mezcla entre admiración idólatra y envidia es patente en los que claman por camisetas y balones que Martelly y su hijo arrojan a la multitud, mientras los porrazos que reconducen el entusiasmo se aceptan con la naturalidad con que aceptan los huracanes. Acceder a una tribuna de instituciones o empresas solo es posible por invitación o una generosa cantidad de dinero, pero el carnaval hay que sobrevivirlo a pie de calle. Y es que dado el éxtasis desenfrenado por la kompa –el demencial ritmo local-, no deja de sorprender que en su primera reedición sólo quedaran, oficialmente, dos muertos.

Un antes y un después

Pese a su negligencia contra el narcotráfico, Martelly ha diseñado un plan contra la corrupción que va modulando dadas las resistencias en su propio gabinete. “El presidente y el primer ministro tienen voluntad, pero en su equipo abundan los parásitos”, cree el diputado opositor Bertrand Sinal. La demolición en 2012 de las ruinas del Palacio Nacional, sede presidencial destruida por el terremoto, se planteó como un simbólico antes y después. “No se puede juzgar este país con ojos occidentales”, insiste el ibicenco Enrique Marí, responsable de Comunicación de Martelly hasta el pasado verano.

Este debate pasional, trágico e instintivo lo conoce bien María López, quien vivió el terremoto trabajando para la MINUSTAH. Arrojándose desde el segundo piso del hotel sede de la misión, escapó de morir como decenas de compañeros segundos más tarde. Los cadáveres se llegaron a contar por metros de fosa ocupados, relata. Con miles pudriéndose bajo los escombros, sin luz, agua, ni alimentos, la gente atravesaba concertinas para asaltar la base del aeropuerto hasta que Estados Unidos volvió para instaurar el orden a su forma. “Ahora ya puedo hablar de ello”, admite. Tras un periodo en España, López ha regresado como cooperante de  la Organización Internacional para las Migraciones y se encarga junto con Ana Juarez de atender a las menores abusadas en los campamentos. “Algunas se prostituyen para conseguir un galón de agua”, dice Juarez.

Su labor es una gota en el océano que estas gentes de titanio agradecen con sonrisas. Quizás por eso no se puede volver de Haití sin dejarse un trozo de corazón en sus calles rotas. Porque pese a lo abrumador del abismo, efectivamente en algunas manos, en algunos ojos, se percibe la esperanza que otorga la supervivencia. Además, como López, sólo el que ha estado allí sabe que, después de todo, vivir en Haití no es para tanto. Así lo presagia la galerista. “Hasta la próxima. Siempre se vuelve”.

 

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Comentarios
  1. Un artículo muy interesante, la información es muy diversa y exhaustiva, me ha fascinado sobre todo la imagen que muestra de las ONGs, nunca lo habría imaginado. Una lástima que esté tan mal escrito, los editores brillan por su ausencia…

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