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Shakespeare, Julio César, ellos

El dramaturgo inglés fue capaz de analizar al ser humano y extraer de él su esencia.

MADRID// “Para mí, la grandeza de esta obra reside en que Shakespeare no resuelve la duda de si estuvo justificada o no la muerte de César, de si fue un acto de justicia o un vil asesinato. Es un trabajo que deja a cada espectador para que lo resuelva individualmente con sus propios principios e ideas”. Con estas palabras, el director del montaje, Paco Azorín, trata de explicar por qué aún hoy Julio César, que estará en el Teatro Bellas Artes hasta el 2 de marzo, sigue siendo una obra imprescindible.

Es posible que William Shakespeare sea el mejor dramaturgo que nos haya dado, hasta el momento, el teatro universal. Fundamentalmente, porque fue capaz de analizar al ser humano y extraer de él su esencia. Porque supo identificar y plasmar en sus obras que el amor, la vanidad, el resentimiento o el afán de poder suelen tener mayor capacidad de influencia  para cambiar el curso de una vida, de un pueblo o del mundo.

También, fruto de esta habilidad, siempre supo qué ingredientes debían tener sus textos para satisfacer las necesidades emocionales del público inglés de finales del XVI y principios del XVII. Lo conocía y sabía que estaba sediento de sangre y hambriento de amor, de erotismo y de pasión. Y fue muy consciente de que querían ver cómo hasta el más poderoso o el más noble podían caer, ya fuera por un acto de justicia o como consecuencia del triunfo de la traición.

Porque evita dar lecciones de moral e invita al espectador a que piense por sí mismo, pero también porque Julio César es Shakespeare, es por lo que esta obra es tan grande. Con un mérito añadido que le corresponde a Paco Azorín: el montaje. Cuando una sala es pequeña o el público rodea el escenario, se genera casi espontáneamente una sensación de cercanía con lo que sucede en él. El Bellas Artes no tiene estas características por lo que, para compensarlo, el director usa el patio de butacas como parte del decorado y a los espectadores como figurantes. Con esta decisión, los obliga a ser activos y transforma la obra en un espectáculo vivo que uno puede llegar a tocar solamente con extender el brazo.

Actores o famosos

“Nunca había visto a un famoso tan de cerca. Ha sido genial”. Escuchar este comentario a la salida de una función resulta desolador, pero también profundamente injusto para los actores. Para los que no encajan en la definición de “famoso” y para aquellos a los que limitan a esta condición (como si de una virtud se tratara), porque todos se abren en canal, se sacan las tripas y se las regalan al público en forma de arte cada representación. Es cierto que Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta y Tristán Ulloa son el principal reclamo del cartel. Pero no lo son, o no deberían serlo, porque salen en la tele o porque su conciencia social (la de siempre) se corresponda, en muchos casos, con un sentir popular y, en muchos otros, con la postura ideológica que está más de moda en determinados ambientes.

El trabajo de estos tres actores conmueve, estremece. Gas es, no hace de, el emperador; muestra que se sabe omnipotente hasta con su forma de pestañear. Ulloa es un hombre que, casi por obligación, termina por aceptar que el fin justifique los medios. Su cuerpo, su mirada y su voz se alían con el texto para hablar de dolor, de esperanza y de derrota. Peris-Mencheta es la encarnación del amor, la lealtad y la ira que se rebela contra la traición. Los tres ofrecen su alma de tal modo que resulta ofensivo que haya quienes se limiten a ver en ellos simples caras conocidas y no tres intérpretes soberbios, tanto por su grado de verdad como por su generosidad en el escenario.

Pero esta oda a la fama también resulta ofensiva para el impecable trabajo que realiza el resto del elenco, y que permanece en el escenario durante casi toda la función, a veces con texto y a veces sin él. Aunque no sea tan visible, la escucha en el actor es tan importante como la palabra. Si es insuficiente o no existe, cuando le toca hablar no dice nada más que un texto carente de matices, lo que repercute en el conjunto de la obra e incluso puede llegar a vaciarla de significado y de emoción. En Julio César sucede todo lo contrario y es esta calidad interpretativa del reparto gracias a la que la obra se sostiene con tanta calidad de principio a fin.

Hablemos de dos de ellos, José Luis Alcobendas (Casio) y Agus Ruiz (Casca), debido sobre todo al peso que sus personajes tienen en la obra. Alcobendas interpreta un papel típicamente shakespeariano, aquel cuya tarea consiste en conspirar sibilinamente en las sombras. Sin su trabajo no podría entenderse este montaje, al igual que sin Casio no tendría sentido Julio César. Por otro lado, si bien es cierto que el personaje de Agus Ruiz es menos determinante en la obra, no sucede lo mismo con su actuación. La forma en que plasma su temor hacia lo desconocido, cómo con su cuerpo puede mostrar sometimiento, al presentarse ante su nuevo líder, y altanería, cuando se siente vencedor; las lágrimas contenidas cuando advierte que se le escapa un triunfo que daba por seguro. Todos ellos son varios de los ingredientes que contribuyen a que este montaje pueda ponerse como ejemplo de lo que significa el teatro. Una lástima que ninguno de estos actores sea famoso, ¿no?

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