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Guillem Clua: “El teatro público no tiene que ser cobarde”

Entrevista al dramaturgo barcelonés, uno de los más prestigiosos y mejor valorados de la escena actual española.

MADRID// Guillem Clua (Barcelona, 1973) es uno de los dramaturgos más prestigiosos y mejor valorados de la escena contemporánea española. A pesar de que comenzó a escribir teatro en 2001, tras vincularse con la Sala Beckett de Barcelona, no comenzó a despegar en España hasta que La piel en llamas viajó a Estados Unidos, donde fue aclamada por la crítica casi de forma unánime. Actualmente está inmerso en los ensayos de Smiley, un texto suyo que también dirige, y que se estrenará próximamente en Madrid, tras haber protagonizado una soberbia temporada en Barcelona el pasado año.

Además, el teatro Conde Duque de Madrid acaba de estrenar Invasión, una obra pensada y escrita para la Joven Compañía y dirigida por José Luis Arellano, que permanecerá en cartel hasta el 8 de febrero. A través de tres historias entrelazadas, Clua trata de ofrecer una visión sobre la guerra centrada en la mirada de los jóvenes.

Cuando se habla del teatro contemporáneo, parece que siempre se hace en oposición al comercial, como si el contemporáneo no pudiera ser masivo, y al clásico, como si hablara sobre cuestiones pasadas de moda o que ya han dejado de ser interesantes.

No creo que deba haber oposición, creo que todos tenemos que tener nuestro lugar. Primero que el teatro contemporáneo puede ser perfectamente comercial. De hecho, tenemos autores que están estrenando con asiduidad en los teatros comerciales, más en Barcelona que en Madrid, y no sólo en los públicos sino también en privados de gran solvencia.

Donde sí creo que hay una contraposición es entre el teatro clásico y el contemporáneo por una mera cuestión de temporalidad. Lo que sí es verdad es que un texto que se escribió hace dos o tres siglos se hizo para hablar de cuestiones de la época en la que vivía su autor. Ya estoy muy cansado de escuchar frases como «este texto es plenamente vigente y, por tanto, lo adaptamos y nos hablará de cosas de hoy en día». No. Si estamos poniendo en escena una obra de hace tres siglos, tenemos que ser conscientes de que, a pesar de que haya adaptaciones o se haya hecho una lectura más acorde con nuestra época, sigue siendo una obra de hace tres siglos y nunca puede hablar del mismo modo de nuestra sociedad que un texto contemporáneo.

¿Por el lenguaje?

No, a nivel de concepto. El lenguaje… Es perfectamente legítimo que se exhiba una obra en verso del Siglo de Oro. Pero que no me vendan la moto de que es lo mismo que hacer un texto contemporáneo. Eso no quiere decir que no se tenga que hacer. El problema es que hay un vicio en el mundo cultural, por parte del espectador y por parte de muchos productores, que no permite que se valore el texto contemporáneo. El clásico tiene más valor intrínsecamente porque lleva ahí mucho tiempo, pero eso no quiere decir que haya que poner siempre en escena estas obras u otras que vienen de fuera porque vienen avaladas por una trayectoria internacional o por una cultura que no tiene nada que ver con la nuestra. Es decir, que soy un firme defensor del teatro contemporáneo español y de lo que tiene que aportar hoy en día a nuestra sociedad.

Hace ya tiempo, desde antes de la crisis, que se viene denunciando que se apuesta únicamente por autores extranjeros, por clásicos o por musicales, porque es lo que asegura una buena taquilla.

A ver, los productores son cobardes por definición. Y es lógico, porque se están jugando su dinero. Pero el teatro público no tiene que ser cobarde; es quien tiene, ahora más que nunca, la responsabilidad de poner en escena obras que no tienen que ser comerciales porque lo que programan repercute de otra manera, no sólo económicamente, en la sociedad. Tienen una responsabilidad cultural para con el autor contemporáneo, para que pueda estrenar sus textos y lleguen a la sociedad. Y también tienen la responsabilidad de que todo este teatro se pueda hacer en condiciones, no de manera precaria, y no desaparezca.

Bueno, pero parece que la crisis ha generado una efervescencia en el circuito de teatro alternativo.

Es cierto, lo que nos demuestra que hay mucha gente con talento y con mucho que decir, pero están trabajando en condiciones precarias, de no cobrar nada. Y es imposible que esto continúe de una manera natural. Gran parte de las obras que se están estrenando, las más interesantes para mí, están en este circuito. Pero esto es anormal. Todas estas obras tendrían que estar en otros circuitos, en teatros públicos y salas con condiciones. Y espero que lleguemos a ese punto. Es decir, que está muy bien todo lo que se está generando pero no se puede quedar ahí, no podemos estar siempre en esa precariedad que cada vez más las instituciones están aceptando como algo perenne que no va cambiar.

Si nos fijamos en la cartelera, la tendencia es que las obras estén, como mucho, un mes en una sala o que se representen dos o tres días por semana. ¿Esto es sano, ayuda a que se muevan más las obras, o es perjudicial?

Las obras tienen que tener su recorrido, permitir el boca a oreja, tienen que asentarse. El peor momento para ir a ver una obra es el día del estreno porque es cuando está más verde, los actores aún no son esos personajes. Hay muchos factores que hacen que el montaje aún no esté maduro. Hasta la segunda o tercera semana la cosa no empieza a macerar. Y si no das esa posibilidad de trayectoria y también de frecuencia… Es decir, hacer una obra una vez a la semana es pésimo para la función.

Esto está pasando mucho por lo que te decía, porque la crisis hace que la gente se tenga que sacar las castañas del fuego y quiera estrenar, incluso en estas condiciones. Y está muy bien, no vamos a quedarnos todos en casa de brazos cruzados. Pero no todo tiene que ser eso, de ahí que los teatros públicos tengan que tomar las riendas y dar cabida a todas esas producciones y a todas esas ganas de hacer cosas. Si siguen apostando por hacer teatro que interesa a un sector de la audiencia bastante antiguo, están dando la espalda al verdadero público del teatro, que es al que hay que cuidar porque irá al teatro más adelante.

¿Cuál es el verdadero público?

Bueno, el verdadero tampoco. Me refiero a un público más joven, al que se va al Centro Dramático Nacional a ver un clásico y no le interesa, pero se va a La Casa de la Portera a ver una obra contemporánea y paga lo que sea por ello. Ese es el público que irá al teatro el día de mañana. Y ese público, igual que está educado para saber que puede ir a ver una obra contemporánea, también sabe que puede ir a ver un clásico. No quiero hacer la dicotomía de una cosa o la otra porque insisto en que tiene que haber de todo. Y precisamente por eso, el teatro público tiene que apostar por todo, incluyendo las energías vivas que hay ahora y que se están expresando en las salas más pequeñas.

Por este público más joven del que habla, ¿es por lo que la Joven Compañía es una buena iniciativa?

Sí. Esta compañía llena ese vacío que lleva existiendo durante mucho tiempo en el adolescente, al que deja de interesarle no sólo el teatro, sino el mundo de la cultura en general. El hecho de que el colegio no lo lleve únicamente a ver textos que están en el programa de la ESO -que para ellos no supone nada más que otra clase de Literatura castellana- sino que también vayan a ver otras obras que apelan a otras emociones, a otros estímulos intelectuales y ven que disfrutan con ello, es lo que les hace darse cuenta de que el teatro está bien. Y, a lo mejor, una noche quedan con sus colegas y se van a ver otra obra que también les habla directamente y, cuando se conviertan en adultos, pueden seguir disfrutando de otras propuestas más complejas.

La Joven Compañía acaba de nacer, aún no está asentada, y aun así no dudó en aceptar su propuesta. ¿Por qué?

Precisamente por la oportunidad que me daban de hablarle a un público joven. A pesar de que mis obras van dirigidas al adulto joven o incluso de mediana edad, no había tenido la ocasión ni de dirigirme a los adolescentes, ni de escribir para actores casi adolescentes. Fue un reto muy chulo. Al principio asusta un poco porque nunca sabes hasta qué punto tienes que cambiar tu lenguaje o hasta qué punto tienes que ser paternalista a la hora de dirigirte a una generación más joven. Pero al final decidí que iba a escribir igual que lo hago para los adultos. Es decir, tratando temas que les puedan interesar más, pero con el mismo proceso de creación, sin darles ni más, ni menos facilidades. Es más, creo que Invasión es una obra estructuralmente compleja, hasta el punto de que puede que sea la gente más mayor la que no conecte con ella.

El hecho de que para escribir Invasión se le impusieran ciertas pautas, ¿limitó su creatividad?

No, a mí me va bien. Llevo muchísimos años haciendo guiones para televisión, con lo cual la imposición es norma de la casa, porque no puedes escribir lo que quieres, sino lo que te piden y con el estilo que te piden. Estoy muy acostumbrado. Escribir teatro es como la liberación de todo eso porque puedes hacer lo que te dé la gana. Pero en el momento en el que puedes hacer lo que te dé la gana con cuatro o cinco condiciones, en el fondo, más que una imposición es como si te mostraran el camino por el que tienes que ir. No tienes ese terror del vacío absoluto de poder ir en cualquier dirección. Cuando te dicen que tienes que meter siete personajes, que tienen que ser jóvenes o que hay un tema determinado, ya tienes algo a lo que agarrarte y a partir de ahí puedes volar donde quieras.

Normalmente, ¿cuál es la relación autor-director cuando se está preparando el montaje?

Depende. Hay veces que he dirigido mis textos, otras que me han dirigido sin que yo tenga ningún contacto con el director -porque la obra se montaba fuera- y otras en las que ha habido un contacto muy íntimo, como fue el caso de La piel en llamas y lo ha sido ahora con Invasión, donde (José Luis) Arellano y yo hemos tenido un contacto muy próximo y con mucho diálogo.

¿Y para qué le consultan?

Hombre, para todo, pero especialmente me suelen preguntar más cuestiones sobre los personajes porque, claro, nadie sabe mejor que el autor cómo son o por qué hacen o dicen algo. El director no tiene todas las respuestas; el autor, sí. Luego también, como yo estoy delante el ordenador, puedo no ser muy consciente de que el ritmo baja, de que hay información que se repite o de que hay cosas superfluas… Incluso cuando he levantado yo una obra mía me he dado cuenta de que hay cosas que se hacen cortas o largas o que no se entienden…

Cuando el director o el propio autor se da cuenta de estas cosas, es cuando proponen cambios. Y cuando puedes cambiar prácticamente hasta el último momento, es cuando la obra puede ir madurando como se merece. No creo en que un autor escriba un texto, se lo dé al director y este haga lo que quiere a ver qué sale. En el caso de que sean dos personas distintas, ambas son responsables del resultado final.

Antes ha dicho que Invasión era una obra pensada para que la entiendan los adolescentes. Si un adulto quiere ir a las sesiones de tarde, que son para todos los públicos, ¿lo va a tener complicado?

Complicado tampoco, pero es una obra muy fragmentada que va de un lado a otro muy rápido y que se inspira mucho en estructuras de videojuego o en narraciones contemporáneas que se ven más en la televisión que en el cine. Lo que pasa es que los jóvenes tienen otro nivel de atención y otra capacidad para adquirir información simultánea porque han crecido inmersos en una sobredosis informativa que ha estructurado su cerebro de manera distinta a la de nuestros padres. De ahí que pueda resultar confuso. Ha habido debates, una vez finalizada la función de tarde, en los que la gente mayor de 60 años hablaba de las dificultades de tenían, sobre todo, de entrar en los 15 primeros minutos, cuando las tres historias suceden a la vez. Ahí puede que haya gente que tenga cortocircuitos.

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