Internacional

El espejismo islandés en el quinto aniversario de la ‘Revolución de las cazuelas’

En enero de 2009, las protestas ciudadanas hicieron caer al Gobierno de Islandia. Pero el saneamiento de la deuda privada de los bancos y el intento fallido de elaborar una constitución ciudadana han devuelto al poder a los partidos tradicionales

ÈRIC LLUENT // REYKJAVÍK // Hugleikur Dagsson, autor de cómic satírico nacido en Reykjavík, explica que los votantes islandeses tienen memoria de pez. Sólo así se explica que la población de la nación haya vuelto a catapultar a los dos partidos tradicionalistas, de centroderecha, al poder. El Partido de la Independencia (PI) y el Partido Progresista (PP) gobernaron Islandia en coalición desde 1995 hasta 2007, un año antes del colapso del sistema financiero. Los movimientos sociales y de protesta los acusan de la falta de control sobre los bancos que transformó un país históricamente pobre en uno de los paraísos internacionales para la especulación financiera. Pero una campaña electoral, la del mes de abril de este año, basada en la promesa de una rebaja general de impuestos y el abaratamiento de las cuotas hipotecarias, ha convencido al 52% del electorado.

El año del colapso

El 6 de octubre de 2008, los tres principales bancos islandeses fueron nacionalizados. Tras unos primeros días en estado de shock, la población del país salió a la calle para mostrar su desacuerdo con el Gobierno, entonces liderado por el primer ministro Geir H. Haarde (PI). El 11 de octubre de 2008 se celebró la primera protesta convocada por el movimiento ciudadano Voces del Pueblo. La caída de los bancos -con consecuencias internacionales, ya que algunas entidades islandesas habían abierto oficinas en Gran Bretaña y Holanda- y la falta de recursos públicos para hacer frente a todas las pérdidas hicieron temer a la población que las repercusiones económicas de la crisis las acabarían pagando las familias.

Con la llegada de 2009, las protestas se reavivaron con el objetivo de hacer caer el gobierno. Ya a mediados de enero, varios grupos de personas se organizaron en la plaza del Parlamento para hacer turnos de protesta -el frío era intenso- ayudándose de utensilios de cocina para hacer ruido. Fue la llamada “revolución de las cacerolas”. El 22 de enero, la revolución se intensifica cuando 2.000 personas rodean el edificio del parlamento y lanzan fuegos artificiales, piedras y todo tipo de objetos, hasta que la policía carga por primera vez en la historia de Islandia (independiente desde de 1944) haciendo uso de gas pimienta.

Pero el Gobierno ya se encuentra en una callejón sin salida, casi literalmente, dadas las escasas dimensiones del parlamento, la poca tradición represiva del país y los miles de personas que se concentran cada día para esperar la salida de los miembros del ejecutivo. Finalmente, el 26 de enero, el Gobierno presenta su dimisión, se forma uno provisional y se convocan elecciones al Parlamento. La primera victoria de la población islandesa sobre su clase política se presenta como una brizna de esperanza para el resto de movimientos sociales europeos, que ven en la revolución de las cacerolas un ejemplo a seguir.

Fruto de los resultados electorales del 25 de abril de 2009, la Alianza Socialdemócrata y el Movimiento de Izquierda-Verdes formaron coalición para gobernar Islandia durante el período más complejo de la historia reciente de país. Sus principales promesas eran impulsar fuertes reformas económicas, una constitución redactada por el pueblo e iniciar las negociaciones con la Unión Europea para adoptar el euro. Sin embargo, la coalición de centro ha decepcionado profundamente a su electorado, lo que explica, en parte, el retorno al gobierno del PI y el PP de la primavera pasada.

La deuda y la Constitución

Uno de los grandes errores que cometió el gobierno surgido de las urnas en 2009 fue sucumbir a las presiones internacionales -lideradas por el FMI- y aceptar la propuesta de acuerdo para sanear la deuda de los bancos privados islandeses (entonces ya nacionalizados) con las inversoras extranjeras de Gran Bretaña y Holanda. Es lo que se conoce como el caso Icesave, nombre comercial de la entidad financiera que había generado la deuda fuera de la isla. El centroizquierda mostró su apoyo a crear una tasa especial a través de la cual cada familia islandesa debía pagar 48.000 euros en quince años.

La ciudadanía se volvió a movilizar, el 2 de enero de 2010, para detener la propuesta encendiendo hogueras y lanzando bengalas en señal de emergencia. Ese mismo día, las personas concentradas presentaron al presidente de Islandia, Ólafur Ragnar Grímsson, 56.089 firmas (equivalentes a más del 23 % del censo electoral) en contra del rescate de los bancos con dinero público. Tres días más tarde, Grímsson se negó a firmar la ley aprobada por el Parlamento en uso por primera vez en la historia de este veto presidencial y forzando así la convocatoria de un referéndum, que se celebró el 6 de marzo de 2010 y en el que el 98% de votantes mostraron su oposición rotunda a la propuesta. Grímsson volvió a rechazar un segundo acuerdo y fue llevado a referéndum el 9 de abril. De nuevo, un 58,9% de de votantes se negaron a pagar la deuda en las condiciones impuestas desde el exterior.

Si a estos intentos de la Alianza Socialdemócrata y el Movimiento de Izquierda-Verdes de aceptar las presiones internacionales para pagar la deuda, le sumamos el hecho de que el nuevo líder del Partido Progresista (desde 2009), Sigmundur David Gunnlaugsson, fue la voz más contundente en contra de estas propuestas y que una sentencia del tribunal internacional EFTA dio la razón, el pasado mes de enero, a los ciudadanos que se negaron a pagar la deuda en las condiciones que se les imponía, descubrimos una de las claves del porqué del regreso al poder, este 2013, de los partidos que gobernaban antes de la crisis. Desde el mes de mayo, Gunnlaugsson es el nuevo primer ministro de Islandia.

Pero la gran decepción de los movimientos sociales, que explica la pérdida de catorce diputados de la coalición de centro en los últimos comicios, no fue la posición del Gobierno en el caso Icesave, sino el proceso constitucional impulsado por el Parlamento desde el año 2010. En este proceso, 25 ciudadanos elegidos en las urnas formaron un Consejo Constitucional que, finalmente, el 27 de julio de 2011 aprobó por unanimidad una propuesta de constitución. El borrador constitucional se presentó seguidamente al Parlamento, que debía votar. Pero, después de recibir críticas por parte de un informe publicado a inicios de este año por la Comisión de Venecia (institución asesora en procesos constituyentes que depende del Consejo de Europa), basándose en los peligros de una democracia participativa y en la inconveniencia de dar cuotas de poder altas a la población en el proceso legislativo, el borrador constitucional nunca ha llegado a ser aprobado.

A finales de marzo, el profesor de Economía de la Universidad de Islandia y miembro del Consejo Constitucional, Thorvaldur Gylfason, ya publicó un artículo en Internet donde afirmaba sin rodeos que el Parlamento había «matado la Constitución» escrita por el pueblo. De hecho, se tenía que votar durante la última sesión del Parlamento antes de las elecciones, pero un misterioso error de forma en la presentación de la propuesta hizo que esta ni siquiera fuera votada por los diputados y las diputadas de la cámara, durante una sesión muy tensa que acabó a las dos de la madrugada. Gylfason ha confesado que, desde el inicio del proceso, recibió informaciones internas que ya apuntaban a un movimiento en la sombra -incluyendo miembros de todos los partidos, tanto de derechas como de izquierdas- que haría todo lo necesario para evitar la aprobación del nuevo texto constitucional.

Un futuro incierto

En este contexto de decepción generalizada entre la población de izquierdas llegaron las elecciones del 27 de abril, y el Partido Progresista y el Partido de la Independencia obtuvieron diecinueve representantes cada uno, lo que les otorgaba una mayoría de 38 escaños en un parlamento que tiene 63. La masa de votantes parece haber olvidado la responsabilidad de estas formaciones en la creación de la burbuja financiera (el antiguo primer ministro Haarde llegó a ser culpado por negligencia y mala gestión por un tribunal especial, sin consecuencias económicas ni pena de prisión) y la promesa de una rebaja de impuestos y de las cuotas hipotecarias, a pesar de ser inviable, ha convencido a una población que, a pesar de su cultura democrática, debe entenderse como una sociedad neoliberal y eminentemente consumista.

A pesar de las victorias ciudadanas, el futuro de Islandia no es nada esperanzador. Si bien ha habido una recuperación económica, esta se ha basado en la devaluación inicial de la moneda y en medidas de control extraordinarias para evitar una fuga de capitales. Medidas que el nuevo gobierno se ha comprometido a reducir y que conllevarán que las grandes fortunas del país busquen otros mercados de inversión más atractivos. De hecho, en los últimos meses se han alzado voces que alertan de que Islandia, en términos económicos, es una «bomba de relojería». Así lo define Cyrus Sanati, periodista freelance especializado en economía internacional, que avisa del peligro de un nuevo colapso económico y de las repercusiones que ello podría generar en el resto del continente, ya que empobrecería aún más las clases populares de toda Europa.

De momento, el nuevo Gobierno lo niega todo. Se ha puesto manos a la obra y lo primero que ha hecho ha sido bajar impuestos. Concretamente, ha eliminado la tasa al sector pesquero, que se encuentra en manos de las familias más ricas del país y que históricamente han formado el lobby de poder más influyente. Además, ahora, el jefe del Gobierno, Gunnlaugsson, se pasea por Europa en busca de inversores extranjeros dando lecciones de economía. «El colapso islandés fue consecuencia de la regulación europea. Nosotros hemos aprendido la lección. Europa, no» Parece que la memoria de pez, en Islandia, no es sólo cosa de las votantes.

*Èric Lluent es autor del libro Islandia. Crónica de una decepción. Ha iniciado una campaña de microfinanciación en Verkami para poder sufragar su edición

[Artículo publicado originalmente en La Directa]

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