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Armas autónomas y derecho humanitario
"El Derecho Internacional aflora como una auténtica necesidad social para mitigar o eliminar los efectos más perversos de las nuevas tecnologías", analiza la profesora Reyes Jiménez-Segovia.
En los últimos tiempos es recurrente oír y leer noticias sobre las armas autónomas, robots asesinos, o Killers Robots, como se les denomina en algunos foros internacionales. Los debates sobre estos artefactos giran en torno a su capacidad destructiva, su deshumanización, o a que vulneran las normas básicas de Derecho Internacional reguladoras de la guerra, esto es, al Derecho Internacional Humanitario (DIH). Sin perjuicio de la razonabilidad del planteamiento de estas inquietudes, debemos recordar que el desarrollo científico y tecnológico ha desafiado con ferocidad creciente a las relaciones bélicas entre los Estados desde los inicios del siglo pasado en que Europa inauguró la Guerra Total.
Los retos y desafíos que las nuevas tecnologías plantean a la sociedad internacional constituyen ya una constante histórica atemporal, pues la práctica totalidad de los progresos alcanzados han tenido y tienen su aplicación (a menudo su origen mismo) en el campo militar, y se vuelcan fielmente sobre la arena bélica como auténticas armas de guerra que dañan a las personas y destruyen bienes e instalaciones, o sirven de apoyo y soporte a otras actividades de los ejércitos, como la vigilancia, el reconocimiento, el rescate, las comunicaciones o las operaciones de inteligencia.
Los Sistemas de Armas Autónomos (AWS, por sus siglas en inglés) pueden definirse en sentido amplio como aquellas máquinas robotizadas que participan activamente en la guerra, ejecutando con autonomía y sin intervención de un ser humano (o con una intervención mínima e irrelevante) funciones consideradas críticas (como la búsqueda de objetivos, su selección y el ejercicio de la fuerza física contra ellos).
En sus primeras versiones se estrenaron en la Segunda Guerra Mundial, donde se puso de manifiesto la tentación y la tiranía de la tecnología, que ofrece a los Estados la oportunidad de llevar al límite a las normas jurídicas, incluso a doblegarlas, cuando pueden distinguir una ventaja militar alegando su necesidad militar, para efectuar todas las gamas de bombardeos, desde los entonces genuinos de precisión sobre objetivos militares, los mixtos, combinados con objetivos civiles, hasta los primeros misiles balísticos, que, recién salidos del horno, se inauguraron en este conflicto.
Desde esos tiempos, la investigación, desarrollo y despliegue de sistemas autónomos con toda clase de aplicaciones civiles y militares ha elevado hacia la verticalidad, con cadencia firme y constante, la línea gráfica que representa los impactos de sus producciones sobre todos los ámbitos societarios y en todos sus niveles, provocando un alejamiento progresivo y significativo de los seres humanos en la implicación con las tareas que les encomendamos.
Interrogantes éticos y derecho humanitario
Parece que si la función que confiamos a un robot autónomo es la limpieza selectiva de nuestro hogar, una operación quirúrgica, el entretenimiento o la formación en idiomas de nuestra prole, o la conducción de un vehículo para personas con necesidades especiales, aun conociendo los riesgos que su uso conlleva, generalmente no nos planteamos interrogantes éticos. Pero ¿ocurriría igual si la función atribuida a una máquina autónoma fuera seleccionar los objetivos contra los que emplear la fuerza en una guerra y decidir hacer uso de ella? Es aquí cuando, en el ámbito internacional de los conflictos armados, el Derecho Internacional aflora como una auténtica necesidad social para abordar desde el plano jurídico las modificaciones derivadas de las transformaciones que se producen en su base societaria y mitigar o eliminar los efectos más perversos de las nuevas tecnologías para la humanidad, derivados de nuestros propios desarrollo y progreso (sic societas, sicut ius).
Según las normas rectoras de este ordenamiento, la misión equilibradora de delimitar el uso de la fuerza considerado aceptable, tanto desde un punto de vista subjetivo y objetivo (quién la ejerce y contra qué), sustantivo (qué fuerza), como adjetivo y circunstancial (cómo, cuánto, dónde… se ejerce), corresponde exclusivamente a los Estados. Los Estados son, pues, los sujetos primarios del Derecho Internacional, quienes ostentan el poder legislativo y a quienes corresponde, soberana y libremente, negociar y aceptar compromisos, mediante el establecimiento de las reglas de su juego bélico, a cuyo cumplimiento todos se obligan con su consentimiento, y de cuya vulneración todos responden internacionalmente, según normas a tal efecto predefinidas. En consecuencia, y no menos importante, una regla del juego será más efectiva en el plano internacional, mientras mayor sea su ámbito de aplicación, o, dicho de otro modo, a mayor similitud de intereses entre los Estados, y mayor convivencia armónica de los de cada uno de aquéllos, mayores posibilidades de alcanzar amplios y consensuados acuerdos con fuerza normativa universal.
Esta confluencia pacífica de voluntades e intereses entre los Estados, este consensus ad idem, se logró desde el nacimiento mismo del DIH en las últimas décadas del siglo XIX. El mínimo común denominador de intereses estatales que conforma el núcleo duro del DIH vigente se vertebra a través de una serie de normas y principios generales y amplios, que provienen de la costumbre (aunque muchas se recogen también en tratados internacionales) y que han sido aceptadas por la comunidad internacional de Estados en su conjunto como obligatorias e imperativas para todos. Parten, en síntesis, de que las partes en un conflicto armado no tienen un derecho ilimitado a elegir sus medios y métodos de guerra, y proclaman, como derivadas de este axioma, que todos ellos deben conducirse en los combates distinguiendo en todo momento entre objetivos militares y civiles, con la consecuente prohibición de dañar a estos últimos.
Se establece, además, la obligatoriedad de mantener un cuidado constante en cada ataque armado, minimizando las pérdidas civiles y valorando la proporcionalidad de la ventaja militar pretendida, en relación con los daños previsibles que se causarían a la población civil. Estas prácticas generales y uniformes son de aplicación imperativa y universal, y responden a la exigencia de equilibrar las sucias necesidades de la guerra, con los dictados de la conciencia pública, en comunión con un principio común a todos los Estados de humanidad ( Preámbulo del Protocolo II y el artículo 1.2 del Protocolo Adicional I (1977), adicionales a los Convenios de Ginebra de 1949).
El difícil control armamentístico
Pero las cosas no resultan tan sencillas en el panorama interestatal, cuando se trata de acordar políticas internacionales sobre control armamentístico. En estos casos, la voluntad de cada gobierno puede verse impulsada o disuadida para emprender y concluir negociaciones destinadas a limitar sus capacidades militares y armamentísticas por un conjunto de factores diversos, tanto exógenos a la tecnología militar afectada por la eventual limitación, como endógenos a ella.
La práctica de los Estados en políticas de control de armamentos evidencia que el concurso de sus voluntades se ve favorecido cuando todos buscan salvaguardar la propia seguridad y la supervivencia estatal como entidad política y social. En efecto, las Potencias tienden a transigir y limitar su soberanía y libertad cuando autotutelan y protegen la integridad de sus ejércitos, evitan bajas o males que reputan superfluos, sufrimientos innecesarios, o cuando, en situaciones de crisis, acometen reducciones de sus gastos públicos en defensa, en pos de destinar los excedentes a mejorar el bienestar de su población sin malbaratar sufragios.
Sin embargo, la restricción de determinado tipo de armamento o tecnologías militares mediante la libre y voluntaria asunción de obligaciones internacionales puede dificultarse cuando los factores que intervienen provienen de la propia tecnología. Podrían ser ejemplo los Sistemas de Armas Autónomos, cuyo grado de perfeccionamiento actual facilita a los Estados que las desarrollan y poseen la superioridad y ventaja militar en los campos de batalla que les conduce a la victoria decisiva.
Se trata (en términos generales, pues la autonomía de los sistemas es un continuum graduable) de armas precisas, alejadas de los riesgos inherentes al combate cuerpo a cuerpo, y extremadamente rápidas. Tanto, que un ser humano-operador/controlador es innatamente incapaz de mantener un verdadero y significativo control sobre sus acciones y decisiones, al no tener una conciencia contextual y situacional completa de lo que ocurre en el área donde se halla el potencial objetivo, ni poder percibir ni reaccionar –por las velocidades en que los ataques pueden desarrollarse– los cambios que se producen. De este modo y aunque en la mayoría de los AWS que se despliegan en la actualidad sus operadores humanos disponen de medios para suspender rápidamente un ataque, o abortar un lanzamiento, su participación cognitiva en dicho ataque, es inverosímil e irreal.
Desde hace ya una década (2014), los representantes gubernamentales de los Estados que son Partes en la Convención sobre prohibiciones o restricciones del empleo de ciertas armas convencionales que puedan considerarse excesivamente nocivas o de efectos indiscriminados (la Convención en adelante, que en la actualidad cuenta con 126 Estados Partes) acuden a la sede ginebrina de las Naciones Unidas acompañados de poblados equipos de personas expertas en asuntos militares y/o tecnológicos, para reunirse en el seno de un Grupo Gubernamental de Expertos en Tecnologías Emergentes en el marco de los Sistemas de Armas Autónomos Letales (GGE on LAWS), cuyo mandato no es negociar un futuro tratado sobre esta materia.
Los Estados y su estrategia de marear la perdiz s
Desde hace una década, las delegaciones de nuestros Estados marean la perdiz formulando definiciones de lo que cada uno entiende por autonomía en un sistema de arma, o por sistema de arma autónomo. Se presentan exposiciones e informes sobre las máquinas que despliegan en sus guerras, inciden en que las suyas disponen del botón de aborto de misión, y entonan al unísono la melodía de un cántico ya repetitivo y soporífero, que reafirma su recio y más firme compromiso hacia las normas generales y abstractas del DIH anteriormente mencionadas.
Las declaraciones que los representantes de nuestros gobiernos pronuncian en sus reuniones revelan las importantes fallas estructurales de un grupo de debate intergubernamental, en el que los Estados tecnológicamente más aventajados se atrincheran en sus posiciones, desoyendo las demandas provenientes de los más vulnerables que buscan el abrigo del multilateralismo cooperativo para proveerse seguridad; de la sociedad civil, del Comité Internacional de la Cruz Roja y de gran parte de la base social transnacional, propugnando una aplicación transparente y honesta del Art. 36 del Protocolo Adicional I.
Es decir, una aplicación transparente y honesta de “su obligación, al desarrollar, adquirir, adoptar un nuevo arma o nuevos medios o métodos de guerra, de determinar si su empleo, en ciertas condiciones o en todas las circunstancias, estaría prohibido por el mismo Protocolo, o por cualquier otra norma de derecho internacional aplicable a las partes contratantes”. Por tanto, ninguna transparencia, fiscalización ni control del cumplimiento del DIH serán posibles si se ignora el exacto funcionamiento de los Sistemas de Armas Autónomos que se están desplegando en los campos de batalla, lo que deja a la sociedad transnacional en general, y a la población civil en particular, en una auténtica situación de orfandad estatal.
Lo que diez años lleva representándose en la sede de Ginebra no es más que el vivo reflejo de la desigualdad que impera en nuestra sociedad internacional. La mayoría de las grandes potencias que se sitúan a la cabeza en investigación y desarrollo de tecnologías emergentes y ocupan las posiciones hegemónicas en la estructura de poder de las relaciones internacionales (especialmente Estados Unidos, China o Rusia, inter alia), además de hallarse sumergidas en una indómita competición tecnológica y armamentística, no han prestado su consentimiento en obligarse por los tratados vigentes que regulan o limitan el despliegue de otros armamentos, como las minas antipersona, las municiones en racimo, o las armas nucleares. En sentido contrario, al calor de estos tratados se han cobijado las naciones más débiles y vulnerables, aquellas cuyos pueblos, los que padecen en sus tierras los efectos de todas las armas, más necesitan del amparo y seguridad que el multilateralismo cooperativo proporciona a la humanidad.
El panorama es menos que poco halagüeño. Más que agotadas, por el momento, las posibilidades de progresos en el seno de La Convención, y entretanto las grandes Potencias no se avengan a emprender un mandato estrictamente negocial, la única alternativa es la que recién han emprendido los Estados más pequeños, con el apoyo de gran parte de la sociedad civil en el seno de la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU). Pero este itinerario tampoco está exento de obstáculos procedimentales y estructurales. La mayoría de los impedimentos provienen del mismo manantial de la voluntad estatal. Aunque se lograra que en el seno de la AGNU prosperara la reciente propuesta de su Primera Comisión (A/C.1/78/L.56), decidiéndose la inclusión en el programa provisional de su próximo periodo de sesiones del tema titulado “sistemas de armas autónomos letales”, los gobiernos son los mismos, sus representantes responden a las mismas instrucciones de sus dirigentes, con lo que, previsiblemente, los resultados no variarían.
Quizás sería conveniente reflexionar en torno a la idea de la responsabilidad colectiva universal de una sociedad transnacional que no es ajena a lo que acontece en la dimensión interestatal, pues los actores que en ella actúan, sus discursos, posiciones, votaciones y voluntad en obligarse por compromisos internacionales, emanan directamente de nuestras urnas y del mandato representativo que, directa o indirectamente, según los casos, las soberanías nacionales les hemos conferido.
Reyes Jiménez-Segovia. Representante de la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla en el GGE on LAWS. Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales, Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla.
?SI QUIERES LA GUERRA PREPÁRATE PARA LA PAZ. ? ?? ? ?
ENTIENDO QUE NO LO ENTIENDAS. TÚ , SI HAS SIDO NOMBRADO PARA ESTAR AL FRENTE DE UN MINISTERIO QUE ES EL QUE MÁS FONDOS PÚBLICOS MANEJS , NO ES POR LO QUE TÚ SABES. SINO POR LA CAPACIDAD DE QUE «L@S QUE GOBIERNAN DESDE LA SOMBRA SEAS DE L@S PERSONAJES QUE SABEN CUANDO HAY CUESTIONES QUE LE SOBREPASAN Y SABE QUE TIENE QUE HACERSE S UN LADO…. OPS!!!..PERO RESULTA QUE» LA PARTE CONTRATANTE DE LA PARTE CONTRATADA NO ES LO QUE LA HASTA AHORA PARTE ? ?? ? QUE ESPERABA SER CONTRATADA CON. EL DINERO DE LA PARTE QUE SIEMPRE DEBIÓ SER CONTRATADASINMAS YA NO ERAN LOS MISMO ? ?…..LLAMADAS….POR FAVOR ? ? «manténgase en línea »
Si pregunta por el director general pulse 1. Si pregunta por la secretaría pulse 2… Si no ? ? no es por ninguno…. ¡¡¡ballese al carajos y no moleste!!!!
[Claro que yo siempre ? pregunto POR la secretaria. O sea (2,)
¡¡qué te den!!!
Salud, toda la que necesites y recuerdos a la familia ????
No son los políticos los que dirigen el mundo, NG, ellos solo son sirvientes.
Hemos de tener muy claro que son los más grandes capitalistas, los más grandes genocidas. No se sabe si nacieron sin sentimientos o a medida que se inclinaron por la riqueza de los bienes materiales fueron perdiendo escrúpulos y sentimientos.
El Derecho internacional debería existir para que no se utilizarán las armas, para que se resolvieran los conflictos dialogando; pero esta no es flor de este mundo. Aquí en el Planeta Tierra se impone lo peor de nuestra raza sobre millones de seres que ni vemos ni oponemos resistencia. Pocos son los que ven y piensan y plantan cara. Como son pocos los encarcelan. Solo que fuéramos miles, estos capos capitalistas lo tendrían mucho más difícil.
Qué curioso que AWS también sean las siglas del magnate yanki que se publicita, entre otros, en la Fórmula 1.
Una reflexión, más recientemente, en torno a una politica internacional se puede encontrar en la Sociedad de Naciones de Blas Infante. También, una reflexión más tradicional quizá miraría al federalismo (internacional) como régimen político.
Menos reflexión y más acción, menos experimentos mentales y más compromiso, eso es lo que le hace falta a los políticos, hoy ultramediatizados, en mi opinión.