Opinión

Lo posible y lo probable

El sol apuraba sus últimos momentos sobre el horizonte de un paisaje tropical inespecífico cuando, extrañado y confuso, el camarero volvió a la barra y le confió a su compañera que el cliente había descubierto el engaño. «Simple casualidad», dijo ella, atareada en la preparación de nuevos combinados para una clientela sedienta de emociones.

Sin embargo, el rechazo de un segundo combinado excluyó con claridad la posibilidad del acierto casual. El extraño personaje, de presencia vigorosa, inglés impoluto y seguridad manifiesta, había insistido, mientras le devolvía la copa del dry-martini: «shaken not stirred»[1].

Cómo iba a saber el ingenuo camarero que, años más tarde, unos investigadores se iban a molestar en decidir con un sofisticado diseño experimental, si las propiedades organolépticas del dry-martini «agitado» eran diferentes del  «removido» y apreciables por paladares quizás menos exquisitos que los de aquel enigmático personaje. Personaje que no era más que un agente secreto al servicio de su Graciosa Majestad la Reina de Inglaterra e icono de películas y novelas de acción.

El reto, que le podría haber costado muy caro a nuestro temerario camarero, pues ignoraba lo peligroso del sujeto, había sido repetido de forma explícita en otro tiempo y lugar, con otros materiales y por diferentes protagonistas. Distinto, sí, pero la esencia de la experiencia había sido la misma: poner a prueba la capacidad de un paladar experimentado para la discriminación de sutiles diferencias de sabor y comprobar con una experiencia objetiva y repetible si efectivamente así era.

Pues una tarde brumosa, en la Estación Experimental Agrícola de Rothamsted, situada en la campiña inglesa de Harpeden, Ronald Aylmer Fisher, investigador encargado de los análisis estadísticos de los registros de la estación,  se dispuso a la pausa regular del five o’clock tea[2] que iba a compartir con su nueva secretaria. Hombre activo y bien dispuesto, abrió la puerta del despacho y cruzando la antesala se dirigió a la mesita donde ya estaba preparada una jarrita de agua hirviendo. Puso las hojas de té acostumbradas, hizo una pausa, empezó a servir el líquido en las tazas y se dio la vuelta para mirar a su secretaria Muriel Bristol. Una abrupta exclamación de ella estuvo a punto de provocar que Ronald derramara el líquido por el suelo. El la miró con gesto inquisitivo no carente de disgusto y un cierto aire de reproche: «Milk before the tea, never after[3]«, dijo ella contundente. La sorpresa dejó paso al desconcierto y éste a una errática incredulidad de un «no es posible, no es posible que pueda apreciar la diferencia entre poner primero el té y después la leche o viceversa». Pero caso de que así fuera, ¿cómo se podría comprobar? Semejantes pensamientos terminaron concretándose, no mucho tiempo después, en una obra sobre el diseño de experimentos que supuso un hito para el desarrollo de la estadística cuantitativa y cuya influencia todavía perdura. El segundo capítulo del mismo empieza así: «A lady declares that by tasting a cup of tea made with milk she can discriminate whether the milk or the tea infusion was first added to the cup[4]«.

Terminado el té, durante el cual la conversación había derivado sobre lo desagradable del tiempo de aquel día, que en gran medida era el mismo del día pasado y muy probablemente semejante al siguiente, Ronald volvió a su despacho para terminar de corregir un borrador de la polémica que llevaba desde hacía tiempo con Richard Jeffreys, un tozudo profesor de Oxford dedicado al estudio de las ondas asociadas a los movimientos sísmicos. Lo que estaba en juego eran dos formas distintas, muy distintas, de enfrentarse a un mismo tipo de problema. Ronald consideraba que no había sitio en los cálculos de lo probable, si no era dentro de las medidas de ocurrencia. Esto que pensaba así, de forma tan poética (y otros dirían que rayando en la cursilería), se traducía en el verbo seco y directo del artículo científico en «probabilidad» y «análisis de frecuencias».

Su contrincante decía que al margen de la frecuencia hay otra forma de calcular la ocurrencia de lo posible y era a través de estimas previas basadas en la experiencia. Los ejemplos aducibles podían ser múltiples, pero todos se mantenían en una nebulosa imprecisa que  Jeffreys trataba de cuantificar.

Si un pastor de mi comarca me dice que mañana lloverá, puedo lanzarme al campo a pecho descubierto, pero en lloviendo, nadie podrá culparle por no haberle hecho caso. Este ejemplo tan sencillo puede llegar a generalizarse a casos más complejos como veremos más adelante. Y la nebulosa de las estimaciones se esfuma cuando empiezo a poner un nombre riguroso a lo que hago y a cada estimación la llamo «prior» y el valor concreto que pongo lo obtengo de un teorema que descubrió un clérigo inglés allá por los tiempos de Darwin, un señor llamado Bayes. Y lo paradójico del asunto, como lo son muchas cosas en la vida —y la ciencia no escapa de ello—, es que cuando Fisher se elevó con su victoria circunstancial sobre el enfoque de Jeffreys, ya estaba en desarrollo el germen de este nuevo punto de vista en estadística. De forma que  años más tarde, polémica olvidada, el método de Jeffreys y otros colegas suyos iba a ser utilizado en un problema para el que la metodología de ocurrencias de Fisher no servía.

Esta historia que contamos, empezada con un espía de ficción, vamos a terminarla con espías de verdad y potencias que mantienen complejos aparatos letales como elementos disuasorios para cualquier otra fuerza rival.

Es de común sabido que nada en esta vida es perfecto y a veces ocurren cosas consideradas poco menos que improbables.  Una mañana de abril de 1966, cerca de un pueblo español llamado Palomares, un avión cisterna americano que repostaba a un bombardero con destino a Carolina del Norte, chocó con éste y cuatro bombas nucleares cayeron en los alrededores.

Los accidentes son irrepetibles, e inadecuados para una análisis experimental. Aunque aquí, el verdadero problema era encontrar cuanto antes las bombas nucleares. Por lo menos antes de que diera con ellas algún indocumentado o simplemente «el enemigo».

Tres fueron rápidamente halladas en tierra pero, ¡ay, amigo!, la cuarta cayó en ese medio tan poco favorable para cualquier búsqueda: el mar.

Se interrogó a presuntos testigos del impacto e incluso se habló con un pescador, Francisco Simo —desde entonces conocido como ‘Paco, el de la bomba’  que había declarado haber visto dónde cayó. Pero el artefacto no aparecía y el incidente adquirió cariz de problema internacional.

Fue entonces cuando un discípulo de Bayes, John Piña Craven,  se desplazó al escenario del desastre, cuadriculó el espacio marino y asignó «priors» —estimaciones— a cada una de las cuadrículas designadas en función de la declaración del pescador, la posición de los ingenios volantes en el momento del suceso, las corrientes marinas y otras variables del entorno. Y con el resultado de esos cálculos decidía cada día qué cuadrícula debía ser visitada por un submarino desplazado al efecto. Si el resultado era negativo, la probabilidad de ocurrencia  (nuevos «priors») de la bomba en las cuadrículas restantes era recalculada de nuevo. Pocos días después la bomba era recogida por sus dueños y puesta a buen recaudo. Como forma de celebrar el éxito de la empresa, John, poco aficionado al té o a la ginebra, eligió un single malt[5] de cosecha limitada que le había sido recomendado por otro bayesiano.

Para que esta historia no quede coja, y no se piense que todo en ciencia es diseño experimental o estimaciones a priori de probabilidades, sino que también las observaciones robustas y repetibles forman parte del fundamento del conocimiento científico, terminamos con esa otra experiencia de dos matemáticos canadienses que tabularon las propiedades organolépticas de 106 whiskies escoceses y los sometieron a un análisis estadístico, agrupándolos por semejanza, de donde salieron unos pocos conjuntos más o menos homogéneos. Para ello utilizaron  60 adjetivos que definían los distintos matices del color, sabor, olor y postgusto de cada una de las marcas, y un cierto tiempo para poder metabolizar los efectos de las ingestas.

Pues entre el mundo de lo posible al que nos enfrentamos cada día y el mundo de lo probable (frecuente) que podemos tabular en ciencia, sólo median buenas observaciones repetidas, a poder ser por múltiples observadores, para que podamos hacer predicciones anticipando resultados que pueden estár por venir. Al fin y al cabo esta misma base comparte el pensamiento racional y el conocimiento científico.


[1] Agitado, no batido

[2] Té de las cinco

[3] La leche antes que el té, nunca después.

[4] Una señora afirma que probando una taza de té con leche puede discriminar si la leche o la infusión ha sido puestas primero en la taza.

[5] Whisky de malta sin mezclas

 


Nota del autor. Los elementos de esta historia son reales, aunque algunos detalles sean ficticios. Dado que algún lector puede sentir la curiosidad de consultar las fuentes originales, aquí van:

En 1999, Trevithick y colaboradores publicaron un trabajo en el British Medical Journal (BMJ) que provocó no poca polémica —sobre todo por la futilidad del experimento—, sobre la diferencia entre el dry-martini removido y el agitado:

C C Trevithick, M M Chartrand, J Wahlman, F Rahman, M Hirst, and J R Trevithick Shaken, not stirred: bioanalytical study of the antioxidant activities of martinis
BMJ 1999; 319: 1600-1602

El segundo capítulo del libro de R.A. Fisher (1935) The design of experiments. Oliver and Boyd, Edinburg, comienza así: «A lady declares that by tasting a cup of tea made with milk she can discriminate whether the milk or the tea infusion was first added to the cup».

Un estudio detallado de la polémica entre Fisher y Jeffries ha sido realizado por D. Howie (2004) Interpreting Probability. Controversies and development in the early twentieth century. Cambridge University Press.

El protagonista de la búsqueda bayesiana que condujo al encuentro de la bomba nuclear caída en Palomares lo cuenta  en el capítulo duodécimo de su libro: John Piña Craven (2000) The silent war: the cold war battle beneath the sea.  Simon and Schuster.

Y ya para terminar, el artículo sobre los wiskies se debe a: F J Lapointe y P. Legendre (1994). A classification of pure malt Scotch whiskies. Applied Statistics 43: 237 – 257.

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