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Nos dan por perdidos
Acompaña la feliz apariencia de que solo estamos pasando un mal trago, y así sobrellevamos la agonía de la que hasta ahora, reconocíamos como España. Nos cuentan que no, que no es un asesinato, que solo es un secuestro, y que muy pronto nos devolverán nuestro país tal y como se lo habían llevado. Por el contrario, el intercambio comercial se muere y, cada vez, el sitio es más pequeño; las estructuras medias ya saltaron del barco hace tiempo, y en las oficinas se han quedado a solas el patrón y tres o cuatro, cargados con el trabajo de quienes han quedado por el camino y recibiendo cada vez menos a cambio. De repente ya no hay tres clases, sino solo dos, y la ilusión de los ascensores sociales será mejor dejarla para otro momento.
Quienes consiguieron un despacho comiendo con este o marchándose de copas con el otro se han quedado en blanco, sin saber qué órdenes dar, sin la más remota idea de qué hacer y, por primera vez, sin segundos de a bordo que den la cara por ellos. Sin posibilidades de ver su autoridad legitimada por cuestiones como la valía o el esfuerzo, solo tienen una escapatoria; dejarnos sin sueños. Se acabó aquello de premiar la creatividad o el talento, y de incentivar a los trabajadores diciéndoles que realmente valen para esto. La única manera de que las estructuras no parezcan frágiles es ponernos a todos en nuestro sitio y, si antes el contraste a los sueños colectivos –hacer la revolución- eran los individuales –trabajaré mucho y llegaré lejos-, hoy se ríen también de estos los tristes estúpidos que siempre vieron, en el otro, a un adversario.
Quieren que andemos dando las gracias por trabajar gratis y en otras condiciones que vulneran las leyes y los derechos humanos. Esperan que creamos que no llegaremos a ninguna parte si no es a través de ellos. Se dan el gustazo de vernos mendigar y hacer el bufón mientras olvidan que nadie se debe a nadie en la relación contractual del empleo. Insisten en que no somos nosotros, sino sus sobremesas de café y licor, las que mueven el mundo. Claro que cuentan con que protestemos, pero no importa, porque somos masas que no entienden, animales que suplican por su vida cuando el disparo ya ha salido de la escopeta. Nos dan por perdidos, como alguien por quien no se puede hacer nada.
No nos ven como a semejantes, aunque sepan que es solo el azar lo que nos separa de sus extraños círculos, donde los unos y los otros se apuñalan y protegen al mismo tiempo; y se consuelan pensando que cualquiera de nosotros, en su lugar, sería igual de mezquino. Así, con esta buena cara al mal tiempo, los invitados a la boda esconden la vergüenza de incumplir su parte del trato. Aquí nos querían y aquí nos tienen, tocando a su puerta, titulados y recapitulados. Claro que no saben qué respuesta dar, ya que son gente muy educada, y decirnos que allí mismo se encuentra el botín sería un mal gesto. Por esto, nos quieren sin el más insignificante sueño de que contesten a nuestra llamada. Nos quieren vagando, aguantando, asistiendo al desmantelamiento; no saben cómo, porque imaginarán que de hambre también se muere, pero intentan que esperemos, encerrados en nuestras barriadas, a un mañana siempre aplazable en el que todo haya acabado.
Viven felices, con alguna caridad que jamás tendrá que ver con la empatía, y sin más certeza sobre el mañana que la que otorgan sus rituales mágicos y religiosos. Con la bolsa a buen recaudo, cuestiones como esa importan, en realidad, bastante poco. Y probablemente, cuando se reúnan, comenten la actualidad como si esta no dependiera de ellos. Alguno hasta esperará que les entendamos; curiosa actitud de quienes nunca comprenderán que nuestras vidas, como las suyas, también merecen ser lloradas.