Opinión | Sociedad
Las vecinas que no sabían que eran amigas
«Hubo un tiempo en que muchas mujeres mayores en España, muy especialmente en los pueblos del sur, dejaron de tener amigas para tener vecinas, las que siempre estaban ahí, las que nunca fallaban», escribe Olivia Carballar
Una amiga me contaba hace poco que su madre cree que no tiene amigas. Sí, le cuenta historias de cuando era joven y salían al baile, de cuando no se podían juntar con otras chicas de su edad de «clase alta» ni, por supuesto, enamorarse de alguien que no fuera de los «suyos». Le cuenta historias de amigas antes de casarse con su padre. Y le muestra las viejas fotos, una y otra vez, que guarda en una caja de zapatos en un cajón de la cómoda. «Mira, esta de aquí es la Merceditas; y esta del moño, la Dolores. Y esta de aquí, un poco borrosa, soy yo», le dice mientras le pide insistentemente que las digitalice. «Que se puedan ver por el wasa, ¿vale?».
Pero no tiene fotos, me cuenta mi amiga, de su madre y sus amigas de ahora. Porque dice su madre que no tiene o, quizá, porque no sabe que sus vecinas han sido desde entonces sus amigas. La amistad en aquel pueblo andaluz en el que vivía y continúa viviendo, ahora ya con 84 años y algunos achaques, se transformó para muchas mujeres en vecindad.
Cuando su madre no tenía para pagar el recibo de la luz un mes cualquiera, avisaba a la vecina de enfrente, que la ayudaba como no lo hacía un banco, que muchas –por cierto– ni habían pisado. Cuando la vecina de al lado había tenido una bronca gorda con uno de sus hijos, iba a pedir ayuda a su madre, que hacía entonces de psicóloga. Cuando a la vecina de al lado le faltaba comida, siempre había otra vecina que llevaba una buena olla de caldo a la mesa. Y cuando entonces era normal lo que hacían algunos maridos, siempre había alguna que ya sabía que no, que normal no era, y vigilaba por si acaso. «Es que eso no son amigas, son vecinas», dice mi amiga que le cuenta su madre.
Hubo un tiempo en que muchas mujeres mayores en España, muy especialmente en los pueblos del sur, dejaron de tener amigas para tener vecinas. Era un tiempo de pobreza, donde aún no había un Estado al que llamar, donde las escuelas eran para otros, donde no te podías poner enfermo porque había que pagar al médico, donde los ayuntamientos no funcionaban, ni había guarderías, ni medios de transporte para viajar a otros lugares, ni ganas de imaginar. En aquel tiempo –que, a diferencia de este otro, parecía que podía progresar–, las vecinas fueron las mejores amigas, las que siempre estaban ahí, las que nunca fallaban.
Pasara lo que pasara, jamás hacían preguntas, como Las dos amigas de Toni Morrison, el relato en el que una asentía sin más cuando la otra le decía que había acabado en esa casa de acogida, como ella, porque su madre se pasaba la noche bailando. Como si todo estuviera claro, como si no hubiera nada que explicar o entender, como si no fuera una ocurrencia que hubiera acabado tutelada por el Estado porque su madre bailaba. Lo que propone Morrison es otra cosa que no viene a cuento en este relato –y que desgrana maravillosamente bien Zadie Smith en el epílogo de la obra recientemente editada por Lumen–; pero nos lleva, también, por el mismo camino que emprendimos al principio: cómo la amistad puede suplir, incluso engrandecer, lo que el Estado, por unos motivos o por otros, nunca alcanza a dar.
La madre de mi amiga, con el tiempo, se ha ido quedando sin vecinas. Las noches de verano ya no son como hace 40 años. No hay prácticamente niños jugueteando por las calles, buscando lagartijas o grillos. No hay casi grillos ya. No hay sillas al fresco tampoco, porque muchas de las vecinas que tanto hicieron por la madre de mi amiga se han ido muriendo. El invierno, pese a que ahora se sobrelleva con braseros de butano e incluso aparatos de aire acondicionado, es más duro. Y el bullicio que antes había en aquellas casas de enaguas y cisco voló con los hijos e hijas. A veces, eso sí, llegan los nietos. Y eso es lo que mi amiga me cuenta que no sabe ni quiere explicarle ahora a su madre, a quien la soledad le da muchísimo miedo: que le quedan ya muy pocas amigas en la calle para seguir haciendo lo que siempre han hecho y que tanto, tanto, van a necesitar ahora: reír y hacerse compañía.
Este artículo fue publicado originalmente en papel en #LaMarea97. Puedes conseguir un ejemplar en papel en nuestro kiosco online o suscribirte aquí y seguir apoyando el periodismo independiente.
Recordando mi niñez en mi pueblo, no he olvidado la solidaridad que había entre lxs vecinxs, no quedaba otro remedio, pues había pobreza y tenían claro que «hoy por tí mañana por mí».
Hoy todxs son ricxs, dicen que una persona honesta nunca se hace rica, las puertas están cerradas, incluso algunos tienen sistemas de vigilancia, y los que jugábamos juntos de críos hoy no nos damos ni los buenos días.
¡Ignorantes! ésto no es vivir.
En aquellos años de mi niñez apenas había nada; pero la gente del campo, que trabajaba más que los esclavos, no como ahora que está todo mecanizado, reía, silbaba, iba por los caminos cantando…
Ahora están amargados y con su actitud egoísta amargan la vida de sus semejantes.