Opinión
Consumo de muerte
"¿Qué vemos nosotros? ¿Un palestino, un terrorista, un ser humano? ¿Cuándo dejó de importarnos –si es que esto ha pasado alguna vez– que sea un ser humano?", reflexiona Ana Carrasco-Conde.
Tras la fotografía de un bombardeo, podemos ver contenidos promocionados como el anuncio de alguna plataforma de series, de un pan de molde, un vídeo de gatitos y un meme. Se deslizan hacia abajo o hacia arriba en el formato vertical de nuestras pantallas con un solo movimiento de nuestros dedos. Desde hace unos años, así accedemos a contenido de entretenimiento e informativos. Es importante el clickbait, el reposteo, el número de visitas, las interacciones. El mismo principio se encuentra en un tipo de imágenes y vídeos: las del dolor de los demás.
Estas instantáneas de la realidad, tan distintas, han sido homogeneizadas al ser convertidas en imágenes para el consumo: todas seguidas, todas dentro de un mismo marco, todas visualizadas en realidad del mismo modo, todas con las mismas alternativas de interacción: me gusta, reacciono, reposteo, respondo. Y todo el mundo opina. Y así, consumimos también el dolor, el sufrimiento, la muerte. Haciendo scroll. Todo está, aunque sea radicalmente diferente, nivelado en el discurso cuando solo lo separa el deslizamiento de un dedo en una pantalla.
Tanto Jean Baudrillard como Susan Sontag comentaron el impacto de presenciar la guerra a través de la televisión. Ellos hablan de insensibilización de una población que, transformada en espectadora, presencia todo como una película. Ahora nos toca a nosotros pensar qué sucede con las redes sociales porque es sustancialmente diferente. Ahora, tras dar al like a un meme, al bajar en el scroll también podemos interactuar con la noticia que aparece seguidamente y consideramos que tenemos derecho a opinar sobre el dolor de los demás.
Las reflexiones de estos filósofos se sitúan en un tiempo distinto al nuestro (hace solo veinte años) porque si antes las imágenes aparecían en los periódicos o en los noticiarios, ahora lo hacen en espacios digitales diseñados para el entretenimiento. Así vemos un post en redes sociales, exclamamos “qué horror”, lo compartimos o “reaccionamos” y pasamos sin más al siguiente mensaje. Deberíamos, al menos, ser conscientes de este tratamiento del horror. ¿Se imaginan las imágenes consumidas en scroll de los cadáveres encontrados en los campos de concentración tras su liberación? ¿Pueden imaginarse para su consumo, susceptibles de ser valoradas con un emoticono, las imágenes de brazos mutilados por el vietcong? ¿Pueden imaginar a personas respondiendo y reaccionando a estas noticias? Si la respuesta es que sí, ¿nos damos cuenta del nivel de obscenidad que hemos alcanzado al tratar del mismo modo un vídeo de gatos bailando en Tik Tok y otro con personas gritando de dolor?
Se cuestiona lo que se ve y se oye, se lanzan proclamas, juicios, sentencias, se insulta, se genera polémica entre cizañeros, negacionistas, dogmáticos de la opinión propia, hooligans de sus ideologías. Ante una imagen de horror alguien responde: “Esto es mentira” y otras “se lo tenía merecido”. A veces incluso se insulta y se cultiva no sólo otro tipo de violencia, sino la más obscena insensibilidad. Se repostea, se comparte, se “reacciona”.
A veces nos entristecemos, no damos crédito, no puede ser posible, nos preguntamos por qué nadie hace nada o cómo hemos llegado a esto. Otras nos enfadamos. Qué asco todo. E impotentes y a veces frustrados, cerramos la aplicación y pensamos que esto no es la realidad, que el funcionamiento de la redes sociales no es el del mundo real. Y sin embargo, ¿no lo es? ¿Cómo recibimos las imágenes y los testimonios del sufrimiento ajeno? ¿Sabemos escucharlo? ¿Cómo respondemos ante ellos? Escribo este texto mientras imágenes y vídeos de la franja de Gaza inundan las pantallas, mientras todo el mundo opina y donde parece que no hay persona que no tenga algo que decir y se siente legitimado para ello. Seré polémica. No, no todo el mundo está legitimado.
«El dolor de los demás»
La formulación “sobre el dolor de los demás” es una alusión al título de un ensayo de Susan Sontag, traducido al castellano como Ante el dolor de los demás (2004), pero cuyo título original es Regarding The Pain of Others (2003). Pensemos en este título un momento. Que hablemos de los demás o que lo hagamos de los otros (ing. others) es un matiz importante porque mientras que los demás pueden ser como nosotros, en la idea de “otros” está contenida la diferencia de la otredad, de modo que podríamos preguntarnos si vemos del mismo modo el dolor de quien se parece a nosotros y aquel que sufren aquellos con los que poco tenemos en común. Así dice Sontag: “No debería suponerse un ‘nosotros’ cuando el tema es la mirada del dolor de los demás”. Efectivamente, continúa Sontag, cuando un palestino ve la imagen de un niño también está implícita la identidad de aquel: ve que es palestino, del mismo modo que un israelí no ve un niño muerto, sino un niño muerto israelí. ¿Qué vemos nosotros? ¿Un palestino, un terrorista, un ser humano? ¿Cuándo dejó de importarnos –si es que esto ha pasado alguna vez– que sea un ser humano?
Volvamos al título del ensayo de Sontag: en inglés aparece “regarding”, cuyas connotaciones se pierden en la traducción y que apunta, como en francés (fr. regarder), a la mirada y a la observación, es decir, al acto de estar viendo el dolor que, en principio, nos debería helar la sangre o, al menos, despertar en nosotros cierta empatía. Podrá objetarse y con razón, que “regarding” es una fórmula introductoria al uso, equivalente a “con respecto a”, pero no ha de perderse la perspectiva de que el tema de ensayo de Sontag es la mirada. Podemos insensibilizarnos, como sostiene Sontag, o podemos incluso cerrar los ojos porque no queremos saber nada. ¿Pero podemos no escuchar sus gritos y llantos como seres vivientes?
Herder en el Ensayo sobre el origen del lenguaje (1767) se preguntaba: “¿Quién no siente ante un moribundo convulso, gimiendo de tormento, ante un moribundo que se lamenta, e incluso ante el animal que se queja cuando sufre su máquina entera, quién no siente ese ‘¡ay!’ en el corazón? ¿Quién es el bárbaro insensible?”. A diferencia de la mirada, el oído no puede cerrarse ante su sonido. Y las preguntas que me hacía al comienzo se recrudecen: ¿Nos quedamos mudos hoy en día? Si no podemos sustraernos del sonido, ¿prestamos atención a lo que estamos oyendo? ¿El grito de dolor marca nuestro corazón o se ve atenuado por el siguiente mensaje en el timeline con las nuevas voces en el último talent show musical? ¿Miramos y escuchamos dispuestos a entender por lo que está pasando alguien o por saber lo que está sucediendo? Sontag lo deja muy claro: ante ellas deberíamos sentirnos obligados a preguntarnos cuál es nuestro interés en ellas, si tenemos capacidad de asimilar –de entender, añado yo– lo que vemos, justamente porque sabemos qué estamos viendo y somos conscientes de que, aunque se presenten como imágenes, no todas pueden tratarse del mismo modo.
Sontag prosigue: “Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo […] o las que pueden aprender de ella. Los demás somos voyeurs, tengamos o no intención de serlo […] incapaces de ver”. Volvamos al timeline de nuestra red social. No buscamos las imágenes, sino que nos las encontramos. Cuanto más grotesca, más visitas, más reacciones, más comentarios. ¿Por qué estamos viendo esas imágenes? ¿Cómo hemos llegado hasta ellas y quién nos las ha ofrecido? ¿Para qué las estamos viendo? ¿Sabemos lo que estamos viendo? ¿Queremos entender lo que estamos viendo o escuchando o directamente enjuiciamos? ¿Qué hacemos con lo que hemos visto? ¿Refuerzan nuestra opinión de las cosas o las observamos suspendiendo nuestro juicio y dejándolas hablar? ¿Escuchamos las imágenes o las consumimos?
Las consumimos.
Tanta violencia, tanta crueldad, llegan a insensibilizarte.
Y vamos a más: La embajada USA en España ofrece a IES y Colegios más de 70.000€ por impartir charlas sobre las «virtudes» de la OTAN.
Dónde se deberían enseñar valores, tales como la cooperación, el diálogo para superar conflictos, el bien común, a vivir con sencillez, pretenden instruirles en la destrucción, en el odio, en la muerte.
Esto unas décadas atrás hubiera sido un gran escándalo; pero a medida que aumenta la tecnología, es innegable que convierte al ser humano en autómata, en robot, lo idiotiza hasta tal punto que ya hemos perdido la lucidez.
Ay, que me obligas a pensar, Ana, a desanquilosar mi mente.
Tus artículos son para mí como el aceite de ricino (que tomábamos en la niñez) que sabes que necesitas; pero que no son agradables de tomar.