Cultura
Allen, Besson y Polanski en Venecia (y fuera del mundo)
¿Por qué el festival ha incluido a tres hombres acusados de delitos sexuales en su programación? ¿Lo merecen sus películas? Al menos dos de ellas, no (y las películas, además, son lo de menos).
Hay un refrán norteamericano que dice que «no se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo». El problema de Woody Allen es que es viejo, muy viejo. Sólo desde esa perspectiva pueden entenderse sus declaraciones sobre el beso no consentido de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso: «Lo primero que pensé es que no se escondieron, ni la besó en un callejón oscuro. No la estaba violando, era sólo un beso y era una amiga. ¿Qué hay de malo en eso? (…) En cualquier caso, es difícil entender que una persona pueda perder su trabajo y ser penalizada de esa manera por dar un beso a alguien. (…) Si fue inapropiado o demasiado agresivo, hay que decirle claramente que no haga eso y que se disculpe. No es que haya asesinado a alguien».
Woody Allen tiene casi 88 años y probablemente no ha tenido la suficiente sensibilidad para entender que el mundo ha cambiado enormemente en la última década. Y en esos cambios hay que incluir su propia obra, que ha sido reexaminada desde la óptica feminista con resultados poco satisfactorios. Por desconcertante que pueda parecer, este revisionismo no convierte sus buenas películas en malas películas, sólo señala determinados aspectos que son bastante incómodos cuando se observan con los ojos de hoy. Nada más. Quien quiera ir más allá y rasgarse las vestiduras poniendo el grito en el cielo por la supuesta «cultura de la cancelación» que lo haga. Está en su derecho. En cualquier caso, la cancelación no parece demasiado estricta si proyectan tu última película en el Festival de Venecia, como ha sido el caso.
Penélope Cruz fue muy sagaz en su momento cuando contó una anécdota ocurrida en el rodaje de Vicky Cristina Barcelona (2008), un filme por el que, además, ella se llevó un Oscar. Cuando leyó el guion se acercó a Allen y le comentó que la mujer a la que tenía que encarnar estaba demasiado loca, que el personaje no resultaba creíble, que no existían mujeres así. Allen –¿siendo demasiado condescendiente, quizás?– le contestó: «Claro que existen mujeres así, créeme. Yo las conozco». Y seguramente tenía razón, debe de haber algunas mujeres así, ¿pero por qué tienen tanta presencia en su cine?
Probablemente, él haya sido uno de los primeros cineastas en presentar un grimoso modelo femenino que gozó de mucho predicamento en los años 2000: el de la manic pixie dream girl, «la chica loca de tus sueños». Diane Keaton y (en menor medida) Mia Farrow prepararon el terreno en décadas anteriores y Cristina Ricci la representaría, en todo su esplendor tóxico, en Todo lo demás (2003). Locas (Cate Blanchett en Blue Jasmine, por ejemplo) y tontas (como Mira Sorvino en Poderosa Afrodita) pueblan su filmografía de arriba abajo y las actrices que las han interpretado han ganado los máximos premios de la industria por esos papeles.
La industria (como muchos de nosotros entonces) no vio nada raro. Pero hemos aprendido y hoy sí podemos preguntarnos: ¿hay algo torcido en el retrato que Allen hace de las mujeres? Seguramente sí, y las declaraciones sobre Rubiales no hacen sino corroborarlo. ¿Lo convierte eso en un mal director? Desde el punto de vista artístico, no. La cinta exhibida en Venecia, de hecho, ha recibido críticas encomiásticas. Golpe de suerte, dicen, es su mejor película en 10 años. Eso sí, ha tenido que rodarla en Europa y en francés porque la acusación de abuso sexual hacia su hija adoptiva Dylan Farrow (acusación nunca probada ante los tribunales) le impide conseguir financiación en Estados Unidos.
Un director horrible (en todos los sentidos)
Otro director al que la justicia no ha podido acusar en firme es Luc Besson. El Tribunal Supremo de Francia rechazó el recurso de la actriz Sand Van Roy, que lo denunció en 2018 por violación. La web Mediapart recogió el testimonio de otras ocho mujeres que acusaban al director de El quinto elemento (1997) de comportamientos sexuales inapropiados que iban desde el acoso a la agresión sexual. Entre las mujeres que contaron sus experiencias había dos jóvenes estudiantes de la Cité du Cinéma, el faraónico complejo de estudios que Besson se hizo construir al norte de París y que cuenta también con una escuela de cine.
En el caso del director francés, la tentación de separar al autor de la obra se hace imposible porque su obra, a diferencia de la de Allen, fue siempre nefasta. Pero sus películas, todas bastante ridículas, han obtenido a menudo grandes recaudaciones, por lo que Besson es un hombre muy rico y seguramente el productor más importante de Francia. O al menos lo era antes del fracaso de Valerian y la ciudad de los mil planetas (2017), un colosal rollazo en el que dilapidó un presupuesto de 197 millones de euros.
La razón por la cual el comité de selección del Festival de Venecia escogió su última película, Dogman, para participar en la sección oficial es algo totalmente incomprensible. No sólo porque, según los críticos que han podido verla, es «el mayor de los disparates jamás imaginado» (algo que cualquiera que haya visto el cine de Besson podría prever), sino porque quizás haya llegado el momento de sacar de la alfombra roja a determinados individuos (por muy ricos que sean). No se trata de cancelar, ya que sus películas se exhibirán en cines de todo el mundo y las verá quien quiera hacerlo (y está bien que así sea), pero no parece correcto, ni siquiera civilizado, que grandes instituciones del cine europeo (Cannes, Berlín, Venecia, San Sebastián) se ofrezcan como plataforma a hombres con un historial tan dudoso.
El caso de Polanski es el que plantea más dificultades para la crítica actual. Quienes reseñan periódicamente sus estrenos deben cuidar mucho sus palabras para no parecer que elogiando su obra justifican el monstruoso delito que le persigue desde 1977: drogar y violar a Samantha Gailey, entonces una niña de 13 años. El director polaco, de 90 años, sigue en activo y presenta cada cierto tiempo una nueva película. A veces ocurre que esta película es extraordinaria. Era el caso, por ejemplo, de El oficial y el espía (2019). La manera de acercarse (o de no hacerlo en absoluto) a este tipo de manifestaciones artísticas es algo que sigue en discusión dentro de la profesión.
Por ser quien eres
El Festival de Venecia, como era de esperar, tampoco ha hecho una excepción con Polanski. Allí ha presentado The Palace, una película que ahorra a los periodistas la dificultad de enfrentarse a ningún debate moral. La razón es sencilla: la película es un horror. El crítico de The Times Kevin Maher asegura que es una «atrocidad» que se ha convertido «instantáneamente en uno de los fracasos cinematográficos más clamorosos del año, posiblemente incluso de la década». Y añade, literalmente, que es tan mala que «quema los ojos». La trama transcurre en un hotel de lujo suizo en el que unos millonarios van a celebrar la llegada del año 2000. Al parecer, Polanski quería hacer una sátira social con el contraste entre estos ricos, grotescos y decadentes, que dan de comer caviar a sus perros y los trabajadores pobres del hotel. Todo con mucha caca y muchos vómitos. Es decir, como El triángulo de la tristeza (2022) pero peor. Muchísimo peor. Un verdadero petardo según lo descrito por Jo-Ann Titmarsh en el Evening Standard: «Los críticos salían de la proyección traumatizados por lo que acababan de ver».
Y la pregunta sigue ahí, sobrevolando al comité de selección: ¿por qué? ¿Por qué han escogido películas tan malas de directores tan deshonrosamente señalados? ¿Están tratando de decir algo con su decisión? ¿Habría sido diferente si la naturaleza de sus supuestos delitos fuera otra? ¿Hay manga ancha con los presuntos agresores sexuales, los abusadores, los maltratadores de mujeres? El director del certamen, Alberto Barbera, también ajeno a los tiempos, se agarra al pie de la letra judicial para justificar la inclusión de Allen, Besson y Polanski en el festival: «Luc Besson ha sido recientemente absuelto de toda acusación [aunque Sand Van Roy llevará su caso hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos]. Woody Allen estuvo bajo escrutinio legal dos veces a finales de los 90 y fue absuelto. Con ellos, no veo dónde está el problema. En el caso de Polanski, es paradójico. Han pasado 60 años [sic]. Polanski ha admitido su responsabilidad. Ha pedido perdón. Ha sido perdonado por la víctima. La víctima ha pedido que se ponga fin al asunto».
La retórica de Barbera es la habitual en estos casos: «No veo dónde está el problema». Luego exagera el tiempo que ha pasado desde la violación de Samantha Gailey [hoy Samantha Geimer] y acaba por no nombrar a la víctima. El perdón invocado por Barbera y escenificado para la revista Le Point entre la esposa de Polanski, Emmanuelle Seigner, y Geimer tampoco resuelve la cuestión. Un maltratador no deja de serlo por mucho que su pareja lo perdone. Y un violador tampoco. Le Point, además, es una revista muy escorada a la derecha (todo a la derecha que se puede estar sin caer abiertamente en la ultraderecha) y vendió el encuentro como una especie de celebración anti-woke. «¿Qué es ser una víctima?», se pregunta la publicación. «¿Cómo recibe la sociedad el testimonio de las mujeres cuando éste escapa al consenso?», abunda arteramente Le Point. «Hoy se valora el dolor de las mujeres y hay toda una industria que explota el sufrimiento», dice Geimer. «Tengo la impresión de que hay un problema con la sociedad. Quieren vernos a ti como una víctima y a mí como una esposa», considera perogrullescamente Seigner, que se lamenta del ostracismo al que Hollywood ha condenado a su marido, «como si un artista debiera ser alguien perfectamente moral, sin defectos ni escándalos». Ah, la excusa del arte, siempre por delante.
El problema, por resumirlo en pocas palabras, es que no han entendido nada. Ni Rubiales, ni Allen, ni Barbera, ni tantos otros. Nada de nada. Seguramente el hecho de vivir en una burbuja de privilegios les impida respirar el aire de la época y ver cómo discurre la historia. Es de esperar, al menos, que el jurado de Venecia sí entienda de cine, del cine de nuestra época, y reparta sus premios en consecuencia. Lo que traducido quiere decir (y nos fiamos del criterio de Pepa Blanes): Pobres criaturas, de Yorgos Lanthimos, y Priscilla, de Sofia Coppola.