Opinión

Crisis económica: la izquierda ante el ‘realismo capitalista’

"Mientras el ultraliberalismo reaccionario y negacionista del cambio climático avanza a pasos agigantados en todo el mundo, la izquierda, desnortada, se muestra en una resignada posición amilanada", opina Eros Labara.

Pancarta en un balcón. ANTONIO MARÍN SEGOVIA / Licencia CC BY-NC-ND 2.0

A finales del pasado mes de agosto, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), Jerome Powell advertía de que el banco central estadounidense seguiría eventualmente subiendo los tipos de interés porque la inflación «sigue siendo demasiado alta». Más allá de los efectos sobre la economía interna del país norteamericano, este aumento del valor del dólar supone un encarecimiento de las transacciones realizadas en esa moneda, lo cual se traduce también en una presión añadida sobre las importaciones y deudas externas de numerosos países del mundo cuyas economías dependen de su precio.

Como consecuencia directa, muchos de estos países encuentran ya graves problemas para poder controlar la inflación sobre los productos básicos, pero también sobre su capacidad para saldar los pagos de las deudas contraídas con sus acreedores de organismos mundiales antes de que se cumplan los plazos acordados. El efecto de una nueva subida de tipos supondrá que millones de personas del mundo se vean gravemente afectadas en tanto que se verá restringido su acceso a lo más básico, es decir, a comida y agua por el simple hecho de no poder permitirse pagar sus elevados precios. Las consecuencias sociales pueden ser catastróficas, desde una profunda inseguridad alimentaria a una mayor tensión geopolítica en las regiones afectadas. No sería de extrañar que vayamos a ser testigos de una serie de revueltas y más golpes de Estado, una concentración mayor de poder en mafias y grupos fundamentalistas, así como un aumento de la inseguridad social y su consecuente crisis de refugiados con mayores flujos de migrantes hacia otros países, entre ellos Estados Unidos y Europa.

De nuevo, como ya pasó con Sri Lanka en 2022, los países que sufren el yugo de la deuda externa, principalmente en África y Latinoamérica, se verán obligados a reestructurarla antes de que se cumplan los plazos mediante políticas de recortes sobre la economía social, esto es, con privatizaciones de servicios públicos, pero también con grandes concesiones de soberanía a inversores y fondos que deben estar ya frotándose las manos ante el jugoso festín que siempre produce la explotación de los ricos recursos naturales de estos continentes. Previsiblemente, las protestas de las poblaciones afectadas volverán a ser reprimidas bajo la bota militar de algún dictadorzuelo satélite de guardia o por algún político de los llamados outsider que pueda ser impuesto de manera velada por los mercados con el fin de preservar los flujos de riqueza asimétricos, los que parten del Sur global y acaban en el Norte global desde tiempos inmemoriales.

Como viene siendo habitual, si la Fed sube los tipos, Europa va detrás. Nadie duda de que la actual presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, hará lo propio y subirá los tipos para intentar aplacar la inflación que empobrece a las familias más vulnerables de la Unión Europea. Se cree a pies juntillas que con este empecinamiento sobre los tipos al final los precios cederán con bajadas que estabilicen la economía. Puede que esta política económica esté en algún manual de instrucciones de los más prestigiosos economistas-gurús o en la tabla de los mandamientos de la ortodoxia económica neoliberal que nos está llevando de crisis en crisis pero que, sin embargo, sigue dictando impertérrita las políticas de buena parte de la economía mundial, sin oposición y sin apenas ya resistencia desde finales del lejano, pero paradójicamente cada vez más cercano, siglo pasado. Se supone, dicen los expertos, que subiendo los tipos acaba por bajar la inflación, pero al no ser la economía una ciencia -por mucho que se empeñen-, ni una Inteligencia Artificial, ni tampoco un frío proceso mecanicista, el medio para mejorar la macroeconomía se está convirtiendo en un peligroso fin en sí mismo, con el riesgo de haber forzado demasiado la máquina y que, por el camino de su salvación, la economía mundial acabe seriamente dañada.

De manera paralela, los gobiernos de muchos países se ven en la obligación histórica de dar respuesta a la grave crisis climática mediante restricciones y regulaciones medioambientales que amenazan –todavía de manera indolente- con poner coto a un capital basado en los combustibles fósiles que se resiste a llegar a su cénit extractivista a pesar de los consabidos límites biofísicos de la tierra. Además, desde la pasada crisis y con recesiones en el horizonte, las empresas y el capital inversor empiezan a tener serios problemas para seguir multiplicando sus dividendos en una frenética y constante necesidad sistémica de crecimiento y revalorización del capital, el cual corre el riesgo de acumularse sin producir la riqueza esperada por sus detentores. Sin capital que genere más capital y, en entornos económicos saturados y cargados de incertidumbre, es decir, en crisis sistémica, se está optando por aumentar la apuesta sobre la rapiña con el fin de tratar así de que el capital se abalance sobre todo aquello que quede por arramblar antes de que sea ya demasiado tarde y la fiesta de unos pocos llamada capitalismo acabe por sucumbir ante sus mortales contradicciones.

De igual manera, el encarecimiento aún mayor del euro previsiblemente ocasionará un empobrecimiento mayor de ciertas capas de la población y a una reducción del consumo. Mayores costes empresariales debido al encarecimiento del crédito y a una reducción de los ingresos se saldarán con despidos con el objetivo de que algunas empresas no pierdan su punch bursátil. Otras, en cambio, se verán abocadas a poner fin a sus actividades tras encontrar restringido su acceso al crédito barato. De esta manera, gente humilde y trabajadora se puede encontrar, de repente, sin trabajo, con deudas e hipotecas sin poder pagar. Y volverán los desahucios y los profundos dramas sociales que desgarran a las familias y sus comunidades. Es lo que hay, volveremos a escuchar. Y volveremos a las andadas, a la frustración de los deseos y aspiraciones no materializados con una nueva crisis que redoblará su apuesta de hiperindividualización y problemas mentales, aquello que produce en masa los entornos socioeconómicos desiguales y ultracompetitivos.

Y volveremos a buscar culpables. Siempre tiene que haber culpables para poder redirigir la indignación y el odio que lleva tiempo cogiendo forma para cuando llegue el momento esperado de la inexorable lumbre. Así sucede con algunos políticos que, bajo grandes auspicios de intereses económicos, preparan desde hace años el terreno de la lucrosa aporofobia con el fin de que nadie dude cuando toque la hora de buscar los enemigos y culpables de nuestra adversa situación. A repetir en alto y memorizar: la culpa de unos precios desorbitados y unos salarios que no permiten la vida digna no está en el sistema desigual, no nos equivoquemos, sino en aquellos que más lo sufren, en los más pobres, en aquellos expulsados a los márgenes de un sistema inmisericorde con los perdedores. No se entendería de otra manera la aparición de los Javier Milei y Donald Trump de turno sin la necesidad de buscar explicaciones que sean entendibles y a la vez nos dote de objetos tangible sobre los que volcar la rabia –véase comunidad LGTB, inmigrantes, pobres, políticos, zurdos, etc.-.

Lo cierto es que un culpable siempre calma la indignación. Es de suponer que cuando los ciudadanos hemos perdido cualquier capacidad de intervención sobre un capitalismo global que extrae rentas a placer y cuya descentralización e ininteligibles redes nos imposibilitan tomar acciones, optamos por la vía de redirigir el odio y la indignación hacia otras lindes más asibles, con el fin de tratar de dotarlo de alguna justificación que, en definitiva, nos facilite la comprensión de un mundo que se rige bajo dinámicas de un sistema que ya no logramos realmente comprender. Así pues, en esta constante y confusa divagación vital a través de un mundo difuso de inseguridad generalizada que cambia demasiado rápido, ya no sabemos con certezas contra qué ni contra quién podemos dirigir nuestra indignación. ¿Quién es el enemigo en este entuerto?

Ciertamente, volveremos a desviarnos colectivamente a la hora de apuntar a los culpables de nuestra fatídica suerte. Así es que algunos volverán a culpar a los políticos bien por su tibieza, bien por su colaboracionismo con avaros banqueros y poco escrupulosos empresarios, y otros irán a por el que se sitúa un peldaño más abajo, no vaya a ser que encima me quite lo poco que me han dejado, pensarán. Pero, como ya se vio en 2008, sucederá que al final nos diremos y acordaremos tácitamente que la culpa de toda esta crisis mundial, en realidad, es de los excesos del vecino inmoral que, como la cigarra de la fábula no supo aprender a ahorrar en tiempos de bonanza y se metió en un piso con hipoteca variable y, encima, incluso se tomaba el lujo de irse de vacaciones los veranos, algo por supuesto situado por encima de sus posibilidades reales.

Volverán -¿se fueron?- los libros de autoayuda para que aprendamos de una vez por todas a ser resilientes en este posfordismo que nos obliga a estar siempre alerta, a ser un prepper de la vida, siempre listos para afrontar la catástrofe, ya sea natural o laboral. Porque la culpa, como siempre, recaerá sobre lo tangible, sobre lo que podemos comprender y nos sea más sencillo asimilar, es decir, sobre el individuo caído en desgracia, en aquel que no llega o en el que se endeudó para poder acceder al lujo de lo que antes de la decrepitud de nuestros derechos se concebía como básico, aunque a decir verdad, ya prácticamente no exista alternativa al crédito bancario y a pagar sus violentos intereses para poder disfrutar de un techo donde dormir.

Así es que volveremos a la lapidación y al ostracismo social de ese vecino que algunos mirarán con desdén desde una autoconcebida loma moral que confiere el puesto de trabajo conservado y así tratar de darle alguna salida a esa frustración interna que se sigue acumulando porque, en definitiva, no logran encontrar otra manera alternativa de darle otro sentido coherente a todo este sindiós. Nos justificaremos de nuevo pidiendo prestado del pasado los ejemplos marginales que tomaremos por generales, como el de aquel que dicen que cuentan que se fue a las islas Maldivas endeudándose con el banco y se compró un SUV última generación cobrando el salario mínimo. Dejaremos libre y sin cargos a su vez, a aquellos sin nombre y que, tras las cortinas opacas que cubren los fondos de inversión, especulan con nuestros servicios públicos –sanidad, educación…- y nuestras necesidades básicas –comida, vivienda…-. Porque la economía y el PIB, como dicta la mencionada biblia neoliberal, debe crecer sin límites a pesar del cambio climático y las necesidades productivas generales, para que unos pocos sigan acumulando riqueza y, si por un casual algo se interpone y trata de impedirlo, -ya sea una guerra, una catástrofe climática o el encarecimiento de la energía-, es al ciudadano de a pie a quién se le trasladará los costes de la nueva crisis. Repetir y memorizar.

Parece una obviedad axiomática que los problemas provienen de la estructura del sistema y que, mientras siga existiendo en estos términos, los problemas seguirán apareciendo. Y, aún así, dictaremos sentencia y exculparemos al sistema de nuevo, hasta la próxima vista –o crisis-. En este contexto y con potenciales recesiones en el corazón de la economía europea, el PSOE ya avisa a la formación Sumar de Yolanda Díaz que en esta legislatura habrá que ser -aún más- tibios, pues la composición parlamentaria «obliga a marcarse objetivos más realistas», aunque no sepamos muy bien a que realidad nos tenemos que aferrar. La de los mercados, pensaremos en un inquietante automatismo de época. Frente a un futuro económico mundial nada alentador para la clase trabajadora y sin unos objetivos de calado social transformador, nos veremos de nuevo resignados a volver a ajustarnos el viejo cinturón los mismos de siempre y a realizar un nuevo agujero en el mancillado cuero. Tocará ser, por lo tanto, más realistas y trabajar más y en peores condiciones en aras de que una élite financiera siga acumulando capital mientras destruye nuestras redes de servicios públicos, como si este fuera el sino de nuestra desdichada y desechable existencia.

En su obra referencial Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, el ensayista británico Mark Fisher reflexionaba acerca del funcionamiento abstracto y descentralizado del capitalismo y lo comparaba con esa experiencia que se suele tener con una empresa de call-center: una especie de laberinto kafkiano insertado en un mundo sin memoria y de nebulosas marañas de causas y efectos cuyo funcionamiento deficiente conduce a frustrantes e ininteligibles pasos al teléfono para, al final, acabar -salvo milagro- de llenar de rabia e impotencia a un ciudadano desesperado que solo pide volver a la normalidad. Ante la falta de un objeto culpable concreto sobre el que verter la frustración de que nadie sepa cómo darle solución a sus problemas, la rabia acaba por regurgitar un grito angustioso en el vacío a modo de válvula de escape, pero de inutilidad manifiesta y consabido fracaso. Desprovisto de objeto, decía Fisher, el enfado carece de efectos. Así pues, contra la anonimidad de un sistema impersonal y difuso de conexiones aparentemente incomprensibles, parece que no cabe otra que resignarse al realismo capitalista mientras nuestra rabia se redirige a ese otro tangible, a la inmoralidad vecinal a la vez que la depresión colectiva continua en su insoportable proceso de cronificación. Pero, ¿es lo que hay?

Mientras el ultraliberalismo reaccionario y negacionista del cambio climático avanza a pasos agigantados en todo el mundo, la izquierda, desnortada, se muestra en una resignada posición amilanada. Desde una posición conservadora y, por lo tanto, intrínsecamente proclive a perder, la izquierda se bate únicamente en una desmoralizada defensa de unos derechos que se desintegran un poco más con cada nuevo ciclo político y que culminan con una nueva acomodación resiliente de las posiciones ideológicas a los términos políticos del realismo que impone el mercado. Sin ofensiva y sin un enemigo definido, no hay victoria posible y ya solo queda dar golpes al aire y soltar algunos gritos morales cargados de histórica frustración. Paradójicamente tan dolorosos como inocuos a la vez.

La izquierda tiene ante sí el enorme reto de reformular sus posiciones en clave ofensiva para ofrecer un horizonte utópico deseable. Este horizonte bien puede significar un sujeto político que nazca del colectivo y llene de sentido común una planificación que vuelva a poner en liza la gestión de los bienes y servicios públicos. Sin lograr trascender aquello que no funciona políticamente y sin reforzar la articulación de potentes discursos de bases férreas –véase las posibilidades del ecofeminismo y la planificación ecológica- acabaremos sucumbiendo ante nuestra incapacidad para dar respuestas a los problemas nuevos, pero también a los históricos, es decir, a los estructurales que emanan del capital y la propiedad. Urge, por tanto, una alternativa al realismo capitalista, una coherente y capaz de mostrarse viable cuya puesta en práctica logre disputar con éxito el sentido común y acabe por reconfigurar el terreno en tanto que avanzamos.

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Comentarios
  1. El problema radica en que la gente, también la mayoría que dice ser de izquierdas, es adicta al consumismo.
    Estamos alimentando al monstruo que nos está devorando.
    Si los políticos de izquierdas empezaran a recomendar que hay que decrecer o consumir para cubrir las necesidades los lapìdarían, tal cual le pasó a Garzón por decir que había que ingerir menos carne, por aconsejar sabiamente en beneficio de nuestra salud.

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