Cultura
‘Luz de luna helada’, por Socorro Venegas
El rincón para la creación literaria de El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Con Socorro Venegas
SOCORRO VENEGAS
Parecía el territorio recortado a un mapa y puesto sobre mi tobillo, en medio de la extensa piel morena. La llamamos una peca inversa; en lugar de aparecer como una manchita oscura, era clara. Me erguí, tenías mi pie entre las manos, lo acariciabas como a punto de metértelo a la boca. De golpe el frío me mordió en la espalda, jalé un pedazo de sábana y me envolví. El resto de mi cuerpo hervía. No entiendo esta distribución de temperaturas, es como si las corrientes de aire se encontraran y escogieran en qué zonas corporales arraigar.
Voy a dejarte, te digo, mientras paseas la lengua por el empeine y los dedos. Respondes succionando. Me dejo caer de nuevo en la cama. Siento cómo los pezones se endurecen, anticipo la avidez de tu boca. Tu cuerpo, sensiblemente más cálido que el mío, con sus propios afluentes atmosféricos.
Después, el crepúsculo atraviesa el cristal. ¿Sabes que el agua de lluvia que circula libre sobre la tierra tiene nombre? Se llama escorrentía, dices. Aún nuestra respiración no vuelve a su ritmo tranquilo. Estás dentro de mí. Quiero saber si tú elegiste el piso 12 de este edificio. Imagino el anuncio en Airbnb: Una vista espectacular, el Atlántico entra de lleno.
El viento aquí es una deidad que no conocía. ¿Advierte la publicidad del aire helado que se cuela, sin compasión, aunque cierres esa única enorme ventana? Dijiste: la isla está en el hemisferio norte, entre la región templada y la tropical. Cerca de África, pero lejos de su clima. Cosas sin nombre: no hay una palabra que defina el momento en que comienza a llover al mismo tiempo que el sol sigue alto en el cielo. Esa caída trenzada de agua y luz solar. Tampoco hay nombre para el encuentro que empareja el calor viscoso de la isla y su viento antártico.
Con cierta regularidad le digo que necesito dejarlo. Ya aprendió a escucharme sin reaccionar, y no es que no le importe, no puede luchar contra eso cada vez. Calor helado, ¿será este el nombre? Mi espalda acoge el frío, me arropo y en seguida siento que me sofoco. ¿La vejez comienza a ser esto? Un no estar a gusto en ninguna parte. No saber de dónde le viene a una este descontento.
Nuestro edificio colinda con una enorme burbuja de lava petrificada. Salgo al pasillo, me fascina mirarla. Decido ir abajo, tomar alguna roca porosa desprendida de la nodriza y llevármela como recuerdo de un lugar al que no volvería. Si se desconoce la historia de la isla, cualquiera diría que lo que aquí se alza es una montaña. Pero yo he vivido junto a volcanes, reconozco esta pústula gigante. Un cascarón de lava, decido nombrarlo.
Cierro los ojos. Hay una velocidad larvada en mi cuerpo. Un meteoro creciente. Debo estar vieja si ya no me importa huir. No tengo ese amor heroico del que se queda, no lo conozco. Tampoco soy capaz de juzgarme, de sentir que traiciono. Subo a un ferry, tomo un taxi, llego al aeropuerto, me encierro en un vuelo trasatlántico, es de noche. Me asomo por la ventanilla y veo estrellas, constelaciones, un mapa donde ofrendar la isla en mi tobillo. La luna, que debe estar haciendo su entrada espectacular por el ventanal del apartamento. Me acurruco lo más que puedo, solo siento frío; en cuello, brazos, espalda, pecho… Dejo atrás ocho islas. El volcán extinto. Un continente. Innumerables olas. Un amor. Otra vez carretera. Esa esquina, el suelo empedrado, el árbol de jacarandas, el tapiz de flores en el suelo. El muro de adobe. La casa que he levantado sola. Me asombra este refugio. Tener a donde ir, dice el I Ching.
No hay aquí una sola piedra que hable de nosotros.