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Miedo y asco en El Bierzo, las uvas de la vida

"Como casi todo lo que vale la pena contar, la jugada empieza en los bares. Fue en uno de ellos donde un tipo, me ofreció ir a vendimiar". Álvaro Enríquez cuenta su experiencia en la vendimia de El Bierzo.

Un hombre recoge uvas. SERGIO PÉREZ / REUTERS

El primer día quedamos demasiado pronto. La cosa ya se había complicado desde el principio; la mujer con quien apalabré la faena, la patrona, valga la expresión, me dijo: horario de 8 a 15; salario, 6,5 euros la hora.

La conductora, de quien yo no sabía nada hasta el último día de aquella frenética semana que nos desvivimos para juntar a la cuadrilla, nos citó a las seis de la mañana. Algo no terminaba de cuadrar, pero, después de todo, yo no dejaba de ser un bracero, y la conductora, en todos los sentidos, el vehículo absolutamente necesario para llegar a la viña. Nunca pensé que algo tan aparentemente sencillo conllevaría tanta dificultad. 

No hay silencio más duro que el del fuego al consumirse en una recia noche de invierno. 

Después de todo, apalabrar es fácil, el inicio de todo comercio; de hecho, aquel con quien tenía apalabrado el curro me dejó colgado cinco días antes de que empezara la vendimia. Pocos días después de haber rechazado otro trabajo para la recogida de la pera, que se esperaba empezar en los mismos días. En ese momento, me encontré sin solución: sin un pavo, en un suelo que nunca será el mío –todos los suelos, todas las tierras, ninguna nunca propia–, descabalado el único reducto de poder que a un obrero, por desclasado que sea, le queda, su único capital; es decir: su palabra, su trabajo. 

La relación entre patrón y obrero se aprecia en toda su desnudez en el trabajo agrícola. Quizá de ahí la imprevisible erupción de la revolución soviética. El fetichismo de la mercancía; la acumulación originaria; en estas circunstancias se aprecia lo verdaderamente significativo de este discurso, de este relato. Su inmanencia. El punto ciego del marxismo. 

Así pues, como todo gran relato, ha de empezar por lo más pequeño. Supuestamente, yo no era más que un músico solitario que se retiró a este rincón del Estado vaciado a componer un disco. Aquí se venera al trabajo a destajo, por más que sea una muerte prematura. Hablo de la segunda cuenca minera más importante del territorio español; hablo de una mentira que sobre otra mentira dice una mentira. De vidas sin propósito, de ociosidad sin frutos. Prejubilados de menos de 40 años; enfermos de silicosis; hijos expósitos del hollín y del barreno. Magníficos montes coronados de molinos eólicos. El triunfo de la estrategia, falsamente ecologista, del capital de las compañías apropiadas de la energía. 

Como casi todo lo que vale la pena contar, la jugada empieza en los bares. Fue en uno de ellos donde un tipo, algunos días después de invitarme a una birra y atender con el colmillo a la historia que yo había dado en contar, me ofreció ir a vendimiar. Por lo que pueda valer la analogía, si Tom Joad, al salir, se encontró con el predicador sin fe, a mí me pescó un aguililla de cuidado. 

En este instante preciso de la transcripción, la temporada de vendimia 2022 terminó hace poco más de un mes. Desde esta perspectiva, es un buen momento para revisar los titulares pertinentes. Una búsqueda rápida ofrece, en el mismo saco, topografías complementarias, opuestas, desdibujadas: lo que se dijo allá al principio, y lo que se dice ahora, en el aquí del presente. Las noticias más tempranas anuncian, con cierta exactitud, la fecha en que arrancaría esta temporada: el 27 de agosto. 

En mi caso, me incorporé a la faena pocos días después, el 29. Quise asegurarme de que me daban de alta en la Seguridad Social, que no hubiera trapicheos. En efecto, así fue; apalabré aquel jornal de 6,5 euros al día, con horario de 8 a 15; un cuarto de hora para el bocata, de domingo a domingo.

Hace años, en esta villa de El Bierzo, en el mes de octubre, a los niños les daban 15 días de vacaciones en la escuela; empezaba la temporada de vendimia y tenían que ir a las viñas a trabajar. Calculo la edad del paisano mientras me lo cuenta y arraigo este relato a esta misma tierra, 60 o 70 años atrás. Asiento, sorbo otro traguín de vino. Las escuelas cerraban; daban vacaciones; iban a vendimiar. El bar, núcleo de la vida social y genuino receptáculo de fábulas, verdades a medias, testimonios impagables que se diluyen en ojos turbios ensangrentados, amenazas de muerte que evaporan en el fantasma alcohólico que habita cada discurso con el que lenguas gomosas sobre las brasas de una garganta embravecida anuncian la desmemoria de cada día después. Autoficción hasta el desuello. 

«Yo callé porque necesitaba el dinero y necesitaba el trabajo y hasta la fecha no había encontrado absolutamente ninguna otra opción. Yo callé»

Yo nunca había vendimiado hasta entonces. Llevo toda mi vida de trabajador entre espasmo y espasmo de precariedad, en algunas ocasiones debido a las circunstancias materiales impuestas por la dominación del capital sobre mi fuerza de trabajo, y en otras, aunque igualmente atribuibles a la causa anteriormente expuesta, mi frágil nervio decadente fuera la más notoria y agobiante razón sobre la que cargar las tintas de mi violenta inadaptación al mercado laboral. 

Este verano, año 2022, ha sido el más asfixiante que se ha vivido nunca por aquí, dicen los paisanos. La fría estadística lo confirma: este pasado julio “se trata del mes más cálido desde que se dispone de información, tanto en valores de temperatura media de máximas (…) como de media mensual”, según recoge en su avance climatológico mensual aemet.es. La misma fuente señala: “En relación con el año hidrológico (octubre 2021-septiembre 2022) el periodo finaliza con un déficit acumulado en torno al 30% (MUY SECO)”. 

Prefiero esperar yo a que me esperen. Creo que es cosa común que las frases sin fundamento se nos pegan más que las fieles a sí mismas. Cuestión de contrastes, supongo. En efecto, aquella primera mañana llegamos cerca de una hora antes al lugar. Por supuesto, como cualquier hijo de vecino, no hay quién fácil de interpretar a la primera –y menos aún, atribuir, según el abstracto arte del geómetra, la integridad del plano en que coinciden palabras y hechos–. Vendimiar es un trabajo fácil; no hay que ser ingeniero aeronáutico para cortar el racimo desde el brote, echarlo al caldero, del caldero al cesto, y volcar, por fin, el cesto lleno con cerca de unos 30 kilos de uva en el remolque del tractor. 

Aquella frenética semana en que nos desvivimos para juntar a la cuadrilla. “Los jóvenes abandonan el pueblo y el campo y los municipios se quedan envejecidos y despoblados (…) La llegada de población inmigrante a municipios rurales de Castilla y León regenera la demografía. Se incorporan al mercado laboral a través del sector agrario”. Estas frases forman parte del Estudio del sector vitinícola en Castilla y León, redactado por la Junta de Castilla y León, UGT, CECALE, y la Federación Agroalimentaria de CCOO Castilla y León, presentado en el año 2006. Es una situación que no ha hecho más que agudizarse con los años; no tanto la parte de la regeneración demográfica, cuya sola posibilidad es, visto en perspectiva, inexistente, sino en la evidente circunstancia que refiere al envejecimiento y a la despoblación. 

Sin embargo, esta tendencia ha sufrido una notoria inversión a lo largo de los años. Para mí no tenía mucho sentido, hasta esa semana. La cuadrilla en la que yo saldría se deshizo pocos días antes del primer día de vendimia. Tres actores habíamos de concertar esta fecha: la bodega; la propietaria de las viñas (con quien yo estaba en contacto directo y diario); y los propios obreros.

La pila de mensajes y llamadas de ida y vuelta reflejaba, además de la dificultad de encontrar gente para trabajar, la incertidumbre de la propia bodega al no fijar un día de antemano para empezar a currar. Esto tenía su razón en que aquella misma semana se preveían lluvias, algo que afectaría tanto al estado de la uva como a la conveniencia de dar de alta a los obreros en la Seguridad Social, en caso de no poder trabajar por llover demasiado. 

Es decir: teníamos que estar a la orden para empezar de un momento a otro, sin siquiera tener claro que, de hecho, juntáramos cuadrilla con conductora para llegar hasta las viñas, que están a unos 50 kilómetros de donde vivo. La patrona nos daba los guantes y nos prestaba las tijeras de podar. El agua, por este tema del COVID, cada cual lleva la suya, nada de botijo. 

Una vez arreglado el asunto, juntamos una cuadrilla de tres; la conductora, hija de berciano pero nacida en la Comunidad Valenciana; un paisano de aquí y yo, capitalino. 

La cuadrilla final de obreros, o sea, la suma de todas las cuadrillas, ascendía aquel lunes a 14 trabajadoras. De estos, cuatro eran portugueses, curtidos, de varios años en aquella viña, con un trato específico con la patrona; el resto, gente de los alrededores. Algunos de ellos estaban de vacaciones en su puesto fijo, de modo que necesitaban fijar con la patrona una duración ficticia de los días trabajados. A cada cual según sus necesidades, ya se sabe. No se aprecian demasiadas sutilezas en la organización según especialización del trabajo; hay dos puestos: el de cortador, en esta viña, a 6,5 euros la hora, y el de cestero, que es quien se echa al hombro el cesto lleno con cerca de unos 30 kg. de uva y recorre el camino que separa la cepa del tractor. Este camino puede ser cuesta arriba, siempre irregular. Los cesteros cobraban, aquí, 8 euros la hora.

Al día siguiente, sufrimos un reventón en el neumático de camino al trabajo. Este hecho, que en otras circunstancias se consideraría meramente accidental, revela otra de las características de este trabajo: en la mayoría de viñas se da por hecho que la conductora de cada cuadrilla habrá de adentrarse en aquellos campo a través, por caminos de tierra, pedregosos, muy dañinos para la integridad del vehículo, normalmente en un utilitario. Igualmente es cierto que se les paga más que al resto de trabajadores, supuestamente en concepto de gasolina. En este caso, pagaban 2 euros más al día. En cuanto al reventón, afortunadamente, el copiloto se dio cuenta justo a tiempo, y ahí quedó la cosa. Ese día no pudimos ir a trabajar. 

Mientras esperábamos a la grúa, el compañero me dijo que el próximo lunes empezaba en otra viña, que duraría algo más de tiempo, que existía incluso la posibilidad de incorporarse tras la vendimia en la bodega. Por supuesto, acepté: algo me decía que la historia no iba a terminar bien en la que ahora estábamos. Claro que, dados los antecedentes, me resultaba difícil confiar en la formalidad o en la responsabilidad adquirida en estos tratos de palabra. Pero, en fin, como contraste ante la pérdida que suponía un día de jornal, una noticia esperanzadora, por más que difícil de creer, no dejaba de cumplir la función de un cierto efecto placebo. 

Así pues, volvimos a la viña al día siguiente para comprobar que faltaban, de la cuadrilla de 14, cinco obreros. La patrona había despedido el día anterior a dos compañeros, muy jóvenes, imagino que este sería su primer curro, y hay que estar hecho a trabajar para tirar aquí; otros dos se borraron sin más noticia; y otra compañera se excusó con una visita al hospital o lo que fuera. Al día siguiente, si no recuerdo mal, faltó algún otro compañero. Mientras que la cuadrilla mermaba cada día, a la bodega no terminaba de gustarle la uva, especialmente la blanca: no daba grado. 

Hace años, en esta villa de El Bierzo, en el mes de octubre, a los niños les daban 15 días de vacaciones en la escuela; empezaba la temporada de vendimia y tenían que ir a las viñas a trabajar. Nosotros, en el año 2022, empezamos a vendimiar a finales de agosto. De modo que, como era previsible, ese mismo viernes la bodega decidió parar la vendimia. En efecto, a causa de la sequía, del calor, y de la recogida prematura de la uva, esta no cumplía con lo esperado. Aunque, de cualquier modo, yo ni siquiera, fui a trabajar el jueves anterior: la conductora me dejó colgado y sin avisar, así que hasta ahí llegó mi primera vendimia. De mis previsiones, que según lo acordado con la patrona serían unos 15 días de trabajo, solo curré dos días. Eso sí: aquellos dos días fueron cotizados y pagados, incluido el tiempo extra que hubo de trabajar, de acuerdo a lo apalabrado, el último día de vendimia. A propósito de esto, traigo algo que leí el pasado 23 de noviembre en la edición papel del Diario de León: en la temporada de castaña de este año, las tierras de “El Bierzo oeste solo produjeron un 30% de su capacidad”, castigadas, asimismo, por la sequía.

Así pues, el lunes siguiente empezaba otra vendimia. No puedo decir que me entusiasmara, porque resultó que iba a ser la misma conductora que me había dejado colgado la semana anterior. Pero es lo que había, no hubo manera de dar con nadie que tuviera coche y quisiera vendimiar.

En cuanto a la cuadrilla, en esta ocasión empezamos cinco: los mismos tres además de dos veinteañeros del lugar, uno de ellos portugués de origen caboverdiano. Esta vez no llegué a hablar con el patrón, sino que conocí las condiciones a través del compañero que me fichó: 50 euros el jornal trabajado para el cortador; 8 horas, de 9 a 18, con una hora para comer. Esto se traduce a un salario de 6,25 € la hora, algo inferior al anterior. En el caso de los cesteros, el jornal era de 60 €. 

Cuando llegamos a la casa del patrón, donde tenía su propia bodega, éramos una cuadrilla de 11 obreros. Otros cinco venían de la misma villa que nosotros; la decimoprimera, nacida en Polonia y con algunos años ya de residencia en España, venía de otro lugar cercano. Nos colocó a unos cuantos en un viejo 4×4, cargó a otros pocos en el remolque del tractor, y fuimos a las viñas. Una vez allí repartió las tijeras, los calderos y los cestos, asignó una gavia a cada cual, mostró el camino a seguir; para echar la mañana fumando y observando, sin decir apenas una palabra, vigilando atentamente y en silencio cómo trabajábamos, quién le valdría; quién no. De cuando en cuando, se encargaba de traernos agua fresca. 

Su actitud fue muy diferente cuando volvió de comer. Se desató su locuacidad, y con ella se desveló en toda su crudeza la figura contradictoria, religiosa, familiar, del patrón. Esta falsa familiaridad, la contradicción del patrón humanizado, del patrón también persona, igual entre iguales, de donde se asume el falaz silogismo que lo considera también compañero, empezó cuando nos vio en nuestros puestos de trabajo pocos minutos antes de la hora. Primero nos echó en cara que dejáramos la sombra de aquel castaño para colocarnos al sol, quedando aún unos minutos de la hora de descanso. Imagino que fue a partir de ahí, después de ver que éramos una cuadrilla de trabajadores mansos y responsables, aparte el resultado de la labor de vigilancia que había estado desempeñando durante la mañana, cuando encontró la ocasión propicia para acometer una demostración de autoridad. Después de conceder su beneplácito a la cuadrilla en tanto que trabajadoras productivas –mansos, calladas, responsables de la faena propia–, para darle intensidad se ocupó del contraste, al poner en evidencia, delante de todos, a una compañera, una de las más jóvenes. Con su argumento, que no me sonó a novedad, le increpaba el hecho de que trabajara más lento que el resto de compañeros. Es decir: si no llegas a sacar ni la mitad de producción que las otras obreras, ¿por qué habría de pagarte lo mismo? 

Ciertamente, el problema de este argumento no estriba tanto en su lógica, puesto que sigue a pies juntillas lo que ha de esperarse desde la perspectiva de un patrón, sino en la función de desunión que ejerce sobre la cuadrilla. Este es solo el primer ejemplo, pero a medida que pasaron los días, me di cuenta de lo terrible que llega a ser cuando, después de pasar el patrón horas y horas contándonos sus penas de patrón y lo desgraciados que le hacíamos los obreros, esa lógica termina siendo adoptada por las propias trabajadoras, creando una división entre nosotras y, lo que es aún más desasosegante, observar cómo el obrero asume las razones productivas del patrón a la luz de un muy sospechoso proceso de humanización y familiaridad en nuestra relación, cuando de lo que se trata es, estrictamente, de una relación laboral. 

Para ser más precisos, ni siquiera se trata de una relación laboral entre iguales que hayan acordado vendimiar unas tierras para el bien de una comunidad; se trata de una relación laboral entre distintas fuerzas productivas mediada por la clase social a que cada cual pertenece, condicionada asimismo por el valor de cambio que cada una de estas fuerzas productivas obtiene como resultado de su trabajo, cuyo elemento determinante se define a partir del valor desigual de la propiedad y de la capacidad de explotación de los medios de producción que a dichas fuerzas corresponden. 

El patrón es un heredero cuya familia ha ido acumulando, a través de las generaciones, cada vez más viñedos. Sin embargo, una vez llegados a la conciencia de que la autoridad del patrón y de su capital nos son sino un privilegio heredado a costa de la explotación del mínimo capital de algunos otros, y estos somos nosotros, aquellos cuyo capital consiste en nada más que en su palabra y su trabajo; una vez alcanzada esta conciencia, decía, es difícil no ver la tramoya del teatrillo que ahí se representa. Y, por paradójico que pueda resultar, quien más claramente percibe esta contradicción, esta desigualdad, es el patrón mismo. Si bien puede considerarse como elemento indispensable de supervivencia y mantenimiento de dichos privilegios adquiridos mediante el capital y los medios de producción, me pareció percibir, en esta relación inmediata del obrero con el patrón, a pie de viña ambos, cierta culpabilidad por su parte. De ahí todas las estupideces humanizadoras con que nos abrasaba todos y cada uno de los días de trabajo. 

Aquel primer día, pues, después de haberse despachado a gusto con la compañera, el pobre patrón se dignó a compartir con nosotras que no estaba ahí partiéndose el lomo en la cepa, porque tenía lumbago. Si no, él sería el primero en estar vendimiando. Toda la vida trabajando, llevaba el patrón. Toda la vida. Si no fuera por ese lumbago, que le dio justamente dos días antes. Algo empezaba a removerse en mi interior. Y lo mejor estaba por venir. Imagino que, según iba él escuchando su propia voz alzarse sobre nuestro silencio, llegó a envalentonarse hasta tal punto que nos confesó que, de hecho, no nos daría de alta en la Seguridad Social hasta pasados unos días, que eso le costaba mucho dinero y luego la gente no le respondía. Que si por él fuera ni nos daría de alta, pero que le saldría más cara la broma si hubiera alguna inspección. 

Efectivamente; así fue. Estuvimos trabajando unos días sin estar dados de alta. De hecho, trabajamos alrededor de veinte días, y solo he cotizado seis de ellos. Pero yo callé. Callé porque necesitaba el dinero y necesitaba el trabajo y hasta la fecha no había encontrado absolutamente ninguna otra opción. Callé porque, después de todo, estaba en sus tierras, en el suelo de su propiedad, donde él podía decir lo que se le pusiera en sus santos cojones de patrón y de terrateniente. Donde, como en más de una ocasión dejara escapar en alguna de sus bravatas, bien pudiera haber enterrado en cualquier zanja a alguno de esos obreros a los que el patrón despreciaba, quizá precisamente porque no puede vivir sin nosotros, y a ver quién lo encontraba. 

Yo callé, porque era tan pobre que ni siquiera podía explotar el valor de mi palabra. Callé, porque necesitaba demostrarle al patrón que era un trabajador valioso, para pedirle un anticipo del sueldo. A fin de cuentas, ante lo que estaba era ante una lucha de poderes, una lucha de clases, que yo, como individuo, he perdido de antemano, si me enzarzo en ella a pecho descubierto. 

Con el transcurso de los días, esta situación se convirtió en lo más normal. Poco a poco, la cuadrilla comulgaba con las ruedas de molino del sufrimiento del patrón. Era todo tan humano que daba asco. Pero era lo que había. Incluso me llamaron para otra campaña de la pera. Pero decidí que, dado que me había comprometido con el patrón hasta el final de la vendimia, ese era el poco valor que de mi palabra podía obtener. Quizá me equivoqué. Honestamente, creo que al patrón le hubiera gustado quedarse conmigo para trabajar en la bodega, y fue precisamente mi silencio, del que emanaba precisamente ese límite deshumanizado que hace de él un patrón y de mí un trabajador, lo que le llevó a tratarme con respeto. 

Cuando el último día, él dejó caer que unos primos suyos estaban empezando por ahí cerca a vendimiar, le pregunté que cuánto pagaban. Menos de 6 euros la hora, me dijo. Bueno pues, yo por menos de 6 euros la hora no trabajo. Él calló, quedó medio pensativo. Nos despedimos, estábamos lo que quedaba de aquella cuadrilla, mermada hasta las siete obreras, y me encaminé hacia el 4×4 mientras el grupo iba poco a poco deshaciéndose en torno al tractor. Efectivamente,  creo que al patrón le hubiera gustado quedarse conmigo para trabajar en la bodega, pero no llegó a decirme nada al respecto. Sin embargo, a un compañero, muy buen trabajador, con quien había apalabrado este trabajo en la bodega, un par de semanas más, cosa así, le llevó a un aparte cuando yo ya no estaba, y, según me contó después el propio compañero, le dijo que si encontraba algún otro curro por ahí, que en la bodega él no iba a llegar a pagarle ni 6 € la hora, que mejor fuera adonde mejor le pagaran. 

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