Cultura
‘Manchas’, por Agustín Fernández Mallo
El rincón para la creación literaria de El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Con Agustín Fernández Mallo.
AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO
Desde hace varios meses hay algo que no me deja descansar: me da por pensar en manchas. Manchas que ya existen y que me encuentro por ahí, u otras que, de pronto, ante mis ojos se aparecen como tales aunque no lo sean. Desde algún lugar que desconozco siempre hay una que llega, se instala y no se va. A tal punto que también desde hace varios meses me he propuesto la escritura de algo así como una Historia Universal de las Manchas. Suena raro y pomposo; con dos sencillos ejemplos se me entenderá mejor.
Los periodos de mi vida en los que he vivido solo apenas he cambiado las sábanas. La estadística no es exacta, pero pongamos que siempre que las condiciones domésticas me lo han permitido el cambio de ropa de cama lo he efectuado cuatro veces al año, una por estación. Reconozco que la sensación de frescor y de renovada piel producido por unas sábanas limpias es insuperable, pero en rigor eso sólo puede ocurrir en los hoteles o en los hogares de verdad; ninguno es mi caso. Con el paso de las semanas el cuerpo deposita en la tela fragmentos de piel y gotas de sudor, así como restos de hidrocarburos que, sobre todo en las ciudades, a lo largo del día se han ido adhiriendo a la epidermis, para formar luego en la tela una pátina oscura pero brillante, casi metálica, en la que tras unos días ciertamente críticos finalmente te sientes a resguardo. Es –por ensayar un símil–, como construir un saco de dormir dentro de tu propia cama, o una bolsa fetal con tu propio ADN, liberado ya éste de la contribución directa de tus progenitores. Con el tiempo, lo que era una masa borrosa se va contorneando hasta dibujarse tu cuerpo; mejor dicho, el negativo de tu cuerpo, sobre el que yaces. A veces incluso pienso en una suerte de útero que cada noche no sólo me da forma sino que alimenta mis sueños.
El 4 de enero de 1960, en coche y a gran velocidad viajaban el editor Michel Gallimard y el escritor Albert Camus, quien iba de copiloto. En una recta y por razones todavía no del todo aclaradas el auto se salió de la carretera, impactando contra un árbol; fue tal el golpe que el vehículo quedó roto en tres pedazos. Camus falleció al instante. Más allá de los evidentes líquidos de freno, agua y gasolina vertidos en tierra, el acontecimiento dio lugar a una gran mancha, digamos que abstracta: piezas desprendidas de la maquinaria del motor, fragmentos de cristales que probablemente luego nadie recogió, un zapato, un trozo de corbata, un encendedor aplastado, mechones de pelo, una libreta con números de teléfono, toda clase de objetos personales y no personales, que en ese instante se personalizan, dispersos en torno al punto del impacto. La muerte lo personaliza todo, tal es su avaricia; obtener beneficios en la mezcla de todo aquello que antes estaba no mezclado. Pero hubo algo que el accidente no pudo convertir en mancha. En el maletero del automóvil hallaron la pequeña maleta en la que Camus guardaba el manuscrito de la novela que estaba escribiendo, un texto autobiográfico titulado El primer hombre, perfectamente empaquetado y sin rasguño alguno. El acto creativo siempre es refractario a lo manchado, a la mácula mortuoria. También fue muy comentado el hecho de que en el bolsillo de su chaqueta fuera encontrado un billete de tren, sin usar, de ese mismo trayecto, viaje que hubiera cambiado para siempre la Historia Universal de las Manchas.