Opinión

Ventajas de tener vecinos

«Perdidos los vínculos con familiares, amigos o conocidos, se extravía el agarre que proporciona un sentido común derivado de tales lazos y la persona es más proclive a creer las mentiras que propaga un movimiento o partido, los únicos entes capaces de dotarla de pertenencia», escribe Azahara Palomeque.

Vecinas tomando el fresco en una noche de verano. JON NAZCA / REUTERS

El verano que se casó mi hermana, la familia del novio –procedente de Francia– decidió quedarse unos días en casa de mi madre, donde ya estábamos alojados mi marido y yo, y los susodichos que contraerían matrimonio. De repente, en un hogar de tamaño medio nos juntamos tal cantidad de gente no acostumbrada a convivir, para más inri hablantes de distintos idiomas, que pronto el caos no tardaría en llegar, hasta que apareció la vecina y le dijo a mi madre: “Aquí tienes las llaves de mi piso; haced con él lo que queráis, que yo me voy de vacaciones”, y así fue cómo, pudiendo utilizar sus habitaciones y baño, volvió a reinar la calma. Este gesto no sólo ayudó a garantizar una ceremonia libre de tensiones, sino que, además, cortocircuitó el esquema de valores de mi pareja, un norteamericano criado en New Jersey: “Pero, ¿dónde queda la propiedad privada? ¡Esto es inaudito!”, expresó lleno de sorpresa y curiosidad por un modus operandi español que permitía el préstamo del espacio más íntimo sin exigir pasar la tarjeta de crédito. “Somos vecinos”, le respondí, como si eso aclarase algo. Poco a poco, yo misma he ido entendiendo el valor de aquella acción solidaria y su potencia subversiva.

Según un estudio reciente, las personas que viven en barrios residenciales tienen más riesgo de contraer depresión que quienes vivimos en centros urbanos o en entornos rurales, siempre que existan lugares de esparcimiento y encuentro (parques, placitas). Resulta que esas casas o chalés típicamente a las afueras, las mismos que Hollywood proyecta como el ideal de una clase media aspiracional que persigue reconocerse en el espejo de los ricos, tienden a enfermarnos, y esto ocurre por razones relacionadas con el mayor uso del coche y la falta de interacción con el prójimo.

Los vecinos pueden ser un coñazo –replicarán muchos–; a quién le apetece oler su fritanga a la hora de cenar o sobresaltarse con el estruendo de la televisión ajena; a veces, dan ganas de cantar, con Serrat: “Niño, deja ya de joder con la pelota”. Sin embargo, como la vida se inventó para cohabitarla, no faltan pruebas científicas que corroboren los beneficios de apelotonarnos un poco: el urbanismo de cariz más comunitario previene contra la obesidad, la alta presión sanguínea y otras dolencias y, al contrario, la carencia de contacto social, provocada en buena medida por el fenómeno suburb, puede incrementar la mortalidad en más de un 30%, según varias investigaciones recogidas por la revista Forbes.

Vecinos entre las rendijas del neoliberalismo

Si una escarba un poco, revisa la prensa y algunas publicaciones académicas, se da cuenta pronto del tesoro que supone ese bregar de barrio, tan característico de la cultura hispana, donde unas relaciones afectivas azuzadas por el entorno se traducen en favores, alimentos compartidos o unos cuidados que precisamente se cuelan entre las pocas rendijas que nos ha dejado el neoliberalismo. Este sistema económico, tan monolítico que construye subjetividades y persigue mercantilizar cualquier aspecto de la existencia, que ha deglutido el deseo y nos ha transformado en solitarios adictos a las pantallas, puede entonces ser burlado con pequeños detalles fruto de la compañía, de los que también se extrae un bienestar político.

Señalaba Hannah Arendt que la atomización social constituía el caldo de cultivo perfecto para el totalitarismo: “El aislamiento puede ser el principio del terror; con certeza es su suelo más fértil”. Perdidos los vínculos con familiares, amigos o conocidos, se extravía asimismo el agarre que proporciona un sentido común derivado de tales lazos y la persona es más proclive a creer las mentiras que propaga un movimiento o partido, los únicos entes capaces de dotarla de una noción de pertenencia, argumentaba la filósofa.

Estas enseñanzas, que parecen haber sido pulverizadas por el ascenso de la ultraderecha, las recreó en buena medida el cómic Ulises don nadie (Garbuix Books), una pequeña obra de arte sobre el progresivo amor al fascismo de un actor en paro privado de red afectiva. Pero, más allá de los libros, basta recordar aquellos corrillos de mujeres que en los pueblos continúan saliéndose a la puerta a tomar el fresco y desmadejar sus cuitas y anhelos: los dolores se tornan así más llevaderos, el arraigo brota del cotillear y no tanto de las fake news interesadas o la adhesión a un líder nunca visto en carne y hueso.

Ahora, que estoy recién mudada a Córdoba, he vuelto a constatar hasta qué punto la convivencia arropa: durante los primeros días, tras la mudanza, fueron clave las herramientas que nos prestó el señor de la puerta 4 (con las que montamos el dormitorio), el mismo que enseñó a mi marido a abrir y cerrar el toldo de un patio común destinado a reducir en varios grados las temperaturas infernales que alcanzan nuestras viviendas. Otros nos han regalado geranios con que engalanamos los balcones; felices, hemos descubierto una asociación vecinal donde se organizan fiestas articuladas como reivindicaciones de igualdad para el colectivo LGTBI, se imparten talleres y es lugar de reunión para cooperativas contra la turistificación del centro y la expulsión de familias enteras; por ahora, yo me he dedicado a repartir los quesos ecológicos que me mandó un amigo, y a dar las gracias por tanta amabilidad que desprende resistencia.

Ser vecino antes que consumidor, usuario o empleado de. No tengo ninguna duda de que, en tiempos de soledad arrolladora y colapso ecosocial, es la mejor receta para salvarnos.

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