Opinión
Hipotecas inversas: hacia un país de expropietarios
La casa era garantía de estabilidad... «hasta hoy», escribe Jorge Dioni López. La «hipoteca inversa» de la que habla Feijóo consiste en entregar tu casa al banco para cobrar una pensión digna y pagar la asistencia sanitaria.
Amador Rivas y Maite Figueroa se instalaron en una urbanización, Mirador de Montepinar, con sus tres hijos. Era el cambio de siglo. Hipotecas baratas. Piscina a media hora de la ciudad. Amador y Maite son los cuquis en La que se avecina, una de las series que mejor ha explicado los cambios sociales de los últimos 20 años. Sobre todo, el más importante: la gran migración EGB, la salida de millones de personas nacidas en los 70 y 80 a las periferias urbanas.
En la primera temporada, Amador trabaja en un banco y los niños van a un cole bilingüe. A partir de la segunda temporada, la pareja protagoniza una historia de desclasamiento bastante realista contada en clave de comedia española. El humor es nuestra manera de contarnos las cosas. Tras vivir con un amigo, Amador acaba en casa de su madre, que tiene que hacerse cargo de un hermano discapacitado. En medio, tras un desahucio, la familia intenta vivir en un trastero. Es una de las pocas veces que el problema de la vivienda ha aparecido de forma tan cruda en televisión. Trabaja como barrendero y enterrador, aunque también intenta dar el pelotazo a través de la música. Como explica Remedios Zafra, la cultura devora entusiasmo y ofrece promesas.
La crisis muestra a Amador la fragilidad de su ascenso social. No tiene contactos, no tiene red, no tiene acceso a la administración pública, siempre refugio de hermanos, primos y compañeros de clase en apuros. Es un tipo que sólo tiene su formación y su fuerza de trabajo. Sin embargo, no se reconocerá como tal y ese es su principal problema. De momento, tiene el piso de su madre, sobre el que hay varios mensajes políticos: reducción de impuestos, peligro de ocupación y, ahora, la posibilidad de valorizarlo y monetizarlo a través de la hipoteca inversa. Es decir, vender la casa para pagar la pensión y la atención sanitaria. En el Monopoly, el ganador se lo lleva todo.
Nuestra gran hucha
Queremos un país de propietarios y no, de proletarios. Las palabras del falangista José Luis Arrese, primer ministro de Vivienda, han sido la base de la política española del sector desde hace 60 años. Desde las deducciones a las políticas de vivienda pública, todos los caminos llevaban a la propiedad porque el ladrillo es nuestra gran hucha. La frase de Arrese debe completarse con otra de una guía de viajes alemana publicada en 1956: «El principal atractivo de España es que se pueden tener criados». La devaluación del trabajo como punto clave de la competitividad internacional y la escasa movilidad social, producto de una situación de victoria bélica, provocaron que el título de propiedad fuera la señal de incorporación a la clase estable. Hasta hoy.
La frase de Arrese tenía sentido en un mundo en que esas dos categorías significaban algo. Proletario es una palabra que viene de Roma. Era la clase más baja, la que no tenía tierra, y sólo aportaba hijos, la prole. Marx y Engels escogieron este término para designar a los trabajadores asalariados que, sin medios de producción, tienen que vender su fuerza de trabajo para poder subsistir. Los proletarios, organizados en diversas organizaciones ideológicas, socialistas, social-cristianos, comunistas o anarquistas, constituían una fuerza significativa que pedía periódicamente un reparto mayor del pastel. Incluso, como en la URSS, el pastel entero.
Para evitarlo, la idea de la Falange era mantener una estructura social basada en la pequeña propiedad agraria. Un mundo jerárquico basado en el orden social que proporciona el patriarcado, la familia, el patriotismo y la religión, al que hoy se mira como fuente de estabilidad. Por lo menos, a nivel emocional. El mundo autárquico falangista no funcionó, pero Arrese comenzó a pilotar de forma exitosa el paso de la propiedad rural a la propiedad urbana. El trabajo vale poco y no lo puedes cambiar porque no puedes votar, pero tienes una casa. Es el símbolo de esa nostalgia, la puerta luminosa por la que entran los monstruos.
La casa, como el Estado del bienestar en otros países, era la garantía de estabilidad. Tras la Segunda Guerra Mundial, la vivienda, el empleo, los servicios públicos o el ocio fueron parte de un pacto firmado entre el capital y el trabajo. Todos esos trabajadores asalariados que vendían su fuerza de trabajo podían disfrutar de cierta estabilidad e incluso, movilidad social para sus hijos a través de la formación. El proletariado fue sustituido por la clase media, un concepto más aséptico en el que el estilo de vida basado en el consumo fue ocupando cada vez más espacio. La ideología desapareció, las organizaciones se disolvieron. El Estado del bienestar podía desmontarse. Si ya no había proletarios, no había necesidad de convertirlos en propietarios.
Tierra quemada
La clase media se define por la estabilidad y se basa en ciertos factores: trabajo estable, salario constante, servicios públicos, movilidad social y consumo sostenido. Dentro de este último, el acceso a la propiedad inmobiliaria. Los últimos 40 años han cuestionado los tres primeros. El trabajo se ha flexibilizado, salvo el de los directivos, que se ha blindado. Los salarios se han estancado y la movilidad social ha reducido su tamaño al de un ascensor. Hay que pelear por entrar. La propiedad inmobiliaria queda como el principal factor de esa estabilidad.
Todo grupo social beneficiado por una política de redistribución tiene la tentación de cerrar la puerta cuando aparece alguien por debajo. Es lo que le sucedió a la clase media. En Estados Unidos, este proceso se produjo en torno a los derechos civiles de los afroamericanos. En Europa, los migrantes. El temor a compartir las estructuras de ascenso social facilitó el repliegue. La clase propietaria-nativa tuvo la sensación de que podía cerrar la puerta y desmantelar poco a poco los sistemas de redistribución que habían facilitado su creación. Es decir, estamos ante un suicidio, una táctica de tierra quemada que no tiene pinta de acabar bien.
Dentro de este proceso, la hipoteca inversa es una propuesta lógica. La generación EGB, la última con acceso fácil a la propiedad, firmó en el cambio de siglo hipotecas a 30 o 40 años. El banco, que también ofrece planes de pensiones y que es probable que sea accionista de seguros de salud, les ofrecerá en unos años empalmar una con otra. ¿Qué pensión le quedará a Amador después de sus últimos trabajos? El banco le planteará que es la solución más rápida para atender a su hermano discapacitado, ¿quiere pasar por las doce pruebas de la atención a la dependencia?, ¿esperar en las listas sanitarias?, ¿ir a una residencia de las de comida caducada? Por lo menos, ha podido librarse de lo peor: el futuro.