Cultura
El arte indomable de Jafar Panahi
El director iraní, tras años de persecución y cárcel, sigue sorteando obstáculos para hacer cine. ‘Los osos no existen’ es su último desafío al régimen de los ayatolás.
La disposición de Jafar Panahi para desarrollar su arte en un medio hostil es sencillamente prodigiosa. No sólo lleva muchos años retenido en Irán, entre la prisión y el arresto domiciliario, sino que desde esa posición de desventaja es capaz de armar artefactos tan sofisticados como Los osos no existen, de enarbolar la dulzura para enfrentarse al régimen de los ayatolás y de narrar historias que son un ejemplo conmovedor de humanismo. Y todo desde la más precaria economía de medios.
En Los osos no existen cuenta la historia de un cineasta sobre el que pesa la prohibición de salir del país. Dirige sus películas a distancia, por videoconferencia, y vive en un pueblo apartado de todo pero cerca de la frontera con Turquía, por si la presión de las autoridades le obliga a salir corriendo en un momento dado. Cierto día, inadvertidamente, hace una foto de un paisaje y, al parecer, en él aparece algo que solivianta a todo el pueblo: una pareja de enamorados besándose. Paralelamente, en el rodaje estalla otra crisis con el actor y la actriz protagonistas: son migrantes sin papeles y están interpretándose a sí mismos, exponiendo su fragilidad y su desesperación al límite de sus fuerzas. El mosaico, entre la realidad y la ficción, que Panahi es capaz de armar con estas teselas de vida es abrumador.
Él mismo interpreta al cineasta acosado. O sea, que también se interpreta a sí mismo. Lo hizo antes de ser encarcelado por enésima vez en 2022, tras apoyar públicamente a otro director perseguido, Mohammad Rasoulof. Pasó siete meses en la prisión de Evin, el principal centro de detención de los prisioneros políticos. Fue liberado bajo fianza recientemente, después de poner en riesgo su vida con una huelga de hambre. Hablamos de un cineasta que desde hace 30 años acumula premios en los más prestigiosos festivales internacionales: Cannes, Berlín, Venecia, San Sebastián, Locarno… En el corto Où en êtes-vous, Jafar Panahi ? contaba una anécdota que le ocurrió con Abbas Kiarostami al regresar de Cannes, donde presentó El globo blanco en 1995. Kiarostami, otro gigante del cine iraní y mundial, fue a recogerlo al aeropuerto y le preguntó: “¿Cuantos premios has ganado?”. “Tres”, contestó orgulloso Panahi. “La Cámara de Oro, el premio FIPRESCI y otro en la Quincena de Cineastas”. “Pobre de ti –le dijo Kiarostami–. Te acabas de ganar 3.000 enemigos”. Panahi confiesa que entonces no lo entendió, pero que no tardó en hacerlo.
A la caza del artista
Siempre en el punto de mira del régimen, sobre Panahi cayó todo el peso de la ley en 2009, cuando fue acusado de apoyar una manifestación contra la reelección del presidente ultraconservador Mahmud Ahmadineyah. El hostigamiento dura desde entonces, pero eso no ha impedido que siga haciendo cine. Dependiendo de las circunstancias, ha rodado con lo que tenía a mano: en 2011, cuando estaba esperando su primera condena por “propaganda contra la República Islámica”, estrenó Esto no es una película, un documental rodado en su casa con un móvil. Desde entonces sus rodajes son semiclandestinos, los protagoniza él mismo y sus películas salen del país metidas en el bolsillo de algún amigo, dentro de un USB. De estas limitaciones surge un cine de guerilla, minimalista, poco atento al acabado formal, pero gigantesco en el fondo.
Lo que hace en Los osos no existen es portentoso por las diferentes capas de lectura que encierra y su complejidad narrativa, por si fuera poco, no es un obstáculo para la comprensión del espectador. Aborda lo que los franceses llaman un mise en abyme, expresión que remite al juego de espejos enfrentados que multiplican la imagen del objeto, pero Panahi le da un par de vueltas de tuerca más: es cine dentro del cine, pero también vida dentro del cine, y cine dentro de la vida. Y todo ello sin pretensiones de auteur que lo alejen del público general. No se trata del cineasta reflexionando sentenciosamente sobre su oficio (como hizo Godard utilizando a Fritz Lang o a Samuel Fuller en sus películas) sino del papel del artista incrustado en un determinado contexto social que nunca, nunca se pierde de vista. Lo que retrata es siempre más importante que él mismo y, en ocasiones, esta realidad se lanza a la rebelión: la niña de El espejo (1997), en un momento de la historia, interrumpe la ficción por decisión propia y se enfrenta al director; también lo hace la actriz migrante de Los osos no existen. El artista aislado del entorno, parece decir Panahi, no importa nada. Es casi ridículo.
Un humanismo intolerable
Este enfoque social es el que indigna a los ayatolás. Combatiendo siempre desde la ternura y la benevolencia (esto es capital), el cineasta no ha dejado de molestar, como poco, desde 2006, cuando estrenó Fuera de juego. Aquella película contaba la historia de un grupo de chicas que son detenidas por disfrazarse de hombre para entrar en un espacio prohibido para ellas: un estadio de fútbol. Era una comedia y no había malos, ni siquiera los policías que se las llevan al cuartelillo. La maldad estaba en otro sitio, por encima de sus cabezas, en forma de leyes absurdas.
Ese mismo tono afable lo utiliza también en Taxi Teherán (2015), en la que el director conduce un vehículo por el que pasan multitud de personas y hablan de su vida o expresan sus opiniones. La puesta en escena no puede ser más sencilla: una minicámara instalada en el salpicadero del coche. El resultado no puede ser más enriquecedor: un retrato profundamente humanista de la sociedad iraní. Ganó el Oso de Oro en Berlín. Y un buen montón de nuevos enemigos, claro. Pero corre con los riesgos. No puede hacer otra cosa un artista que está comprometido con sus semejantes, y menos ahora, en una coyuntura de extrema tensión social que llegó a su punto culminante con el homicidio de Mahsa Amini.
En cualquier caso, y aunque su cine se ha ido haciendo comprensiblemente más sombrío con los años, a la hora de exponer los males que atormentan a su país (y a él en particular), Panahi nunca dispara contra la gente. Al contrario, la observa, la escucha, y aunque discrepe nunca lo hace desde un plano de superioridad. Porque se nota que quiere a esa gente. En Los osos no existen hay, por ejemplo, una crítica feroz contra las tradiciones rurales, singularmente contra el bárbaro sistema de los matrimonios concertados. Esta aberración, que él vive como una tragedia, no le impulsa a señalar culpables individuales. Todos, en ese pueblo pequeño y aislado, son también víctimas de una cultura ancestral y opresora.
El título del filme remite precisamente a esto y es tan sutil que podría esconder un ataque contra la religión, contra todas las religiones, pero nadie podría acusarle con argumentos sólidos: un lugareño le advierte que no se acerque a la frontera turca porque el camino es peligroso. “Hay osos”, le dice. Luego, delante de un té, en una conversación más distendida, desvela burlonamente la verdad: “Aquí no hay osos. La gente lo dice sólo para meter miedo”.
Se puede hacer oposición de muchas maneras, pero lo de Panahi está en otro nivel.
‘Los osos no existen’ se estrena en cines el viernes 2 de junio.