Cultura
Dime que aún me amas
Almodóvar traslada su universo al Oeste en ‘Extraña forma de vida’, un cortometraje tan bello como imperfecto en el que el director vuelca su memoria sentimental y cinéfila.
Quizás sea un problema de tiempo. Quizás la historia de estos dos hombres que se amaron y que vuelven a encontrarse 25 años después necesitaba más metraje, más profundidad, más contexto. O quizás se trate sólo de un ejercicio de estilo, un apunte, un homenaje a los clásicos que tanto han marcado a Almodóvar, y no hay que pedir más. El caso es que Extraña forma de vida sabe a poco.
Es bien sabido que Almodóvar no engaña e introduce en sus películas pequeñas (o grandes) señales de los textos e imágenes que lo han convertido en el cineasta que es. Si hay un plano de una mesita de noche con una pila de libros (con sus lomos perfectamente enfocados para ver bien el título), cada uno de esos libros está ahí para decir algo. De igual forma, para entender la intensidad de los reproches que se lanzan madre e hija en Tacones lejanos (1991) hay que ir a una cumbre del melodrama desmelenado: Imitación a la vida (1959), de Douglas Sirk. Los vínculos de Todo sobre mi madre con Opening Night (1977) y Eva al desnudo (1950) son más que obvios. Pues bien, la semilla de esta Extraña forma de vida ya la plantó Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988): Pepa (Carmen Maura) es una actriz de doblaje que le pone voz a Joan Crawford en Johnny Guitar (1954), y llora y hasta se desmaya después de recitar las líneas más famosas de aquella obra maestra:
–¿A cuántos hombres has olvidado? –pregunta Johnny (Sterling Hayden).
–A tantos como mujeres tú, me imagino –contesta Vienna.
–¡No te vayas!
–Pero si no me he movido.
–Dime algo bonito.
–Claro. ¿Qué deseas oír?
–Miénteme. Dime que me has esperado estos cinco años. Dímelo.
–Todos estos años te he esperado.
–Y que habrías muerto si no hubiese venido.
–Habría muerto si tú no hubieras venido.
–Y que aún me amas como yo te amo a ti.
–Aún te amo como tú me amas a mí.
–Gracias.
Esta escena sublime dice muchas cosas sobre la naturaleza del cine en general y sobre el de Pedro Almodóvar en particular. Para empezar, se trata de un diálogo absolutamente literario que necesita de la suspensión de la incredulidad por parte de quien lo escucha para que funcione. Y funciona. Esa es la verdadera magia del cine. Ocurre lo mismo en Casablanca (1943), cuando las bombas caen sobre París y Elsa, asustada, busca refugio en los brazos de Rick diciendo: «¿Eso son cañones o son los latidos de mi corazón?». La línea que separa el ridículo de la genialidad es finísima. Y sólo los grandes se atreven a caminar sobre ella. Almodóvar siempre lo ha hecho, con fortuna en la mayoría de las ocasiones.
También lo hace en Extraña forma de vida, llevando a su terreno cinéfilo, nostálgico, sexual y sentimental las formas y los diálogos del cine clásico. Y quizás lo mejor de este western que no es un western (como tampoco lo era Johnny Guitar, para desconcierto de los amantes del género) sea esa pelea de dormitorio (Tennessee Williams, siempre presente) que mantienen Ethan Hawke (la parte fuerte de la pareja: Joan Crawford, para entendernos) y Pedro Pascal (esa «vaca sin cencerro» tan habitual en su cine: Carmen Maura, Marisa Paredes, Tilda Swinton…). Sólo actrices y actores de esa talla pueden defender este tipo de frases… siempre bajo la estrechísima vigilancia del director. Quizás sea ésta una de las razones por las que Almodóvar se ha resistido tanto, hasta hace poco, a rodar en inglés: por la dificultad de transmitir a sus intérpretes todos los matices, todas las inflexiones de la voz que exigen los papeles que escribe. Porque son tan delicados y tan volátiles como la nitroglicerina: en las manos de un actor creativo e improvisador podrían provocar el desastre. Por suerte, Hawke y Pascal, como los monstruos que son, mantienen a raya ese peligro.
En el cartel de la película ambos posan recreando el Double Elvis de Andy Warhol, subrayando la influencia que el arte pop siempre ha tenido en el cine del manchego. Y esos colores eléctricos que tanto le gustan (tan fifties, tan pop, tan imposibles) los utiliza con más moderación. Pero los utiliza, están ahí: la chaqueta verde de Pedro Pascal (un diseño de la maison Saint Laurent, productora del filme) resulta peculiar en el marco de un western, aunque no tanto como la cegadora camisa amarilla de Joan Crawford en Johnny Guitar. La intención no era zambullirse en lo kitsch, sólo celebrarlo a una prudente distancia.
También conviene detenerse en la localización: Almería. Fue aquí donde Fassbinder rodó otro western que no es un western: Whity (1971). Esto sí que es una pura casualidad y viene motivada por necesidades del presupuesto, pero no lo es que Fassbinder (de alguna manera, su antecesor natural, aunque mucho más político) fuera un rendido enamorado de los melodramas de Douglas Sirk. Ahí hay una conexión.
Y otra más: la escena de amor en la bodega (una reelaboración del «¡riégueme!» de La ley del deseo, pero con vino) la toma prestada de otra mucho más sucia y chabacana: la que rodó Sam Peckinpah para Grupo salvaje (1969). Una escena que también reutiliza Gonzalo Suárez, amigo de Peckinpah, en la perturbadora Parranda (1977). Que Gonzalo Suárez, además, interpretara un papel como actor en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) cierra una de esas cadenas referenciales que hacen las delicias de los cinéfilos.
En Extraña forma de vida (título sacado de un fado de Amália Rodrigues que suena en la película con la voz de Caetano Veloso), Almodóvar agarra sus juguetes favoritos pero no cierra la puerta de su cuarto: la deja abierta para todos aquellos y aquellas que compartan sus pasiones. Tarantino (gran fan de Matador, por cierto) suele hacer lo mismo: recopila sus mitos y filias personales y los pone al servicio del gozo del espectador. Uno lo hace con los melodramas y el otro con los filmes de serie B de los años setenta, y ambos los subliman, los elevan, y convierten el pastiche en una fiesta.
En estas mismas páginas Almodóvar confesaba que ya no coge el autobús y que no puede escuchar cómo hablan las señoras, que era algo que le encantaba. «Desde los 2000 empiezo a inspirarme en lo que me rodea. Lo que pasa es que lo que me rodea son los libros, los periódicos, los amigos que vienen a casa, yo mismo», le contaba a Bob Pop. Podría decirse que el cineasta modernísimo de otro tiempo se dedica hoy a dialogar con su voz interior y con la tradición. Extraña forma de vida surge de ahí y en ella compone toda una genealogía de sus afectos. Por eso es imposible (o más bien habría que decir «innecesario») criticarla con crueldad. Con todos sus defectos, es un acto de amor. Quienes compartimos esa memoria sentimental, ese impetuoso, arrollador y por momentos absurdo amor por el cine lo entendemos. Quizás a usted también le pase. ¿No es así?