Cultura
Recetas para después de una guerra
El libro 'Las recetas del hambre. La comida de los años de posguerra' analiza cómo la gente intentó mantener su propia estructura culinaria con los ingredientes que, en ese momento, se podían procurar.
Café de achicoria, migas del cabrero o sopas con tomates para desayunar. De almuerzo, gazpacho de poleo, sopa calada o boquerones de secano. Para la cena, gachuelas andaluzas o sopa de castañas. Por tu cumpleaños, arrope con pan. Y si se puede, todo acompañado con pan de bellotas. El vino está asegurado.
Esto es un ejemplo de los platos que las familias más pobres ingerían durante los años más duros de la posguerra. El hambre se lo comía todo menos las ganas de comer. Ahora, un libro que está entre el recetario y el estudio cultural de aquella época saca a la luz decenas de elaboraciones culinarias que alimentaron unas bocas ávidas de comida que luchaban por sobrevivir.
A las gentes más humildes no les quedaba otra que aderezar sus comidas con la salsa más triste del mundo: la pobreza. En aquellos tiempos de extrema escasez, cientos de miles de personas en España se afanaban en no morir de hambre. Desde 1939 hasta 1952, los años en los que la cartilla de racionamiento franquista estuvo vigente, la población, mujeres sobre todo, se convirtieron en auténticas estrategas para sacar el mayor rendimiento a todo lo que caía en sus manos.
David Conde, uno de los autores junto a Lorenzo Mariano de Las recetas del hambre. La comida de los años de posguerra (Crítica, 2023), ha estudiado este fenómeno desde la perspectiva culturalista. Y una de las principales conclusiones que se desgrana del libro se refiere a cómo la gente intentó mantener su propia estructura culinaria con los ingredientes que, en ese momento, se podían procurar. Así llegaron a la tortilla de patatas sin patatas ni huevo o los polvorones de bellota. “Preferían renunciar al sabor y al gusto antes que a la forma, la apariencia”, dice.
La publicación, configurada como si fuera un recetario al uso, es una suerte de estudio antropológico que habla de cómo era la forma de vida de estas gentes pobres, labradoras del campo la mayoría, dispersas por todos los territorios de España.
El desayuno con café pero sin café
“En los desayunos, fundamentalmente, hablamos de café, migas y sopa, pero en cada uno de ellos mostramos la experiencia propia”, aduce Conde en referencia a la publicación. A lo que se refiere es que, por ejemplo, el café no era café. El “café café”, como lo denominaban las personas que han legado su testimonio oral en este libro, estaba al alcance de muy pocos y su precio en el mercado negro se había disparado. De ahí las inventivas: colado una y mil veces, de achicoria o cebada tostá, el café de malta, o el de algarrobas y cacahuetes.
Las sopas se hacían con lo que se podía, como todo. Tomates, cebollas, berros, ajos o hierbas eran las protagonistas de tamaña creación culinaria. “Estaba la sopa de caballo cansado, que no era otra que una sopa a base de pan de centeno y que se llamaba así porque con ella estabas cansado todo el día”, describe el autor.
La hora de la comida de los pobres
En el caso de los almuerzos, la cuestión variaba dependiendo de si el cabeza de familia, el hombre que trabajaba, podía volver a su casa para almorzar. “Aquí hay una diferencia fundamental entre los campesinos y quien no lo era, algo esencial en la posguerra. A los que trabajaban de sol a sol y comían en el campo, se les llamaba de sequillo, montanera o de cuchillo, y comían cosas como gazpacho, un caldo poco preparado”, agrega Conde, antropólogo extremeño. Hasta ocho tipologías de este plato aparecen en el libro, entre las que se encuentran el gazpacho de poleo, gazpacho majado de invierno, gazpacho ajoblanco, gazpacho ababoles y las calandracas.
En cambio, las familias de aquellos trabajadores que sí podían volver a sus casas para almorzar solían comer de cuchara, fundamentalmente sopas y caldos, cocidos y pucheros. La publicación tan solo recoge tres recetas con carnes y pescados, una comida demasiado exquisita para las familias obreras de la época. Aquellas que tenían suerte, muy de vez en cuando podían disfrutar de platos como riñones con tomate, tripas de tordos y pajaritos fritos.
Los pobres se mueren por comer
Aparte quedaba lo que se llamó “comida de bestias”. Hasta 19 recetas recoge este apartado que trata esas creaciones culinarias y que, quizá, nunca se volvieron a reproducir una vez terminada la hambruna en la España franquista. Boquerones de secano, arbigaras salteadas, ensalada payesa o tortilla de escarolas son algunos ejemplos. También lo es el llamado “arroz de Franco o arroz por cojones” y el “potaje de muelas (almortas)”. La almorta se comió de manera repetida a pesar del riesgo que suponía. “Miles de hambrientos las devoraban en zonas como Aragón, País Vasco o ambas Castillas, hasta el punto de que el régimen se vio en la obligación de difundir a través de la prensa limitaciones a su consumo ante el brote epidémico que tuvo lugar entre 1941 y 1943, prohibiéndose finalmente en 1944”, recoge el libro.
Las cenas también estaban sometidas al trasiego del padre de familia. Si volvía a casa para comer, la cena consistía en gachas, fueran del tipo que fueran (gachas gallegas o papas de maíz; catalanas; extremeñas; gachuelas andaluzas), o en platos con castañas, como sopa, guiso o calabaza con castaña. En cambio, si el hombre no volvía a casa para el almuerzo, este se trasladaba a la cena “y la familia sobrevivía todo el día con un gazpacho o algo de pan, si tenían”, puntualiza Conde.
Por otra parte, hubo personas que no pudieron seguir la tradición culinaria en su aspecto más estético. Fue la gente que, sin mayores recursos, se tuvo que salir de lo arraigado culturalmente para evitar el hambre. “Las zonas más jornaleras, como Extremadura, la parte sur de Castilla y Andalucía, protagonizaron la disolución cultural que apareció por este motivo”, expresa Conde. La necesidad llevó a las gentes a desenterrar cadáveres de animales para comérselos, por ejemplo. La cita “que no te den gato por liebre” procede de esta época, cuando se llegó a utilizar a los gatos como alimento.
También se comió cigüeña, lagarto y serpiente. “Recordemos que había gente que ni siquiera tenía enseres o cubiertos para poder cocinar. Hay muchos relatos de ir a robar gallinas y comérselas casi crudas. De ahí la diferencia entre la gente que pudo seguir generando cultura y la que no”, explicita el experto.
La comida, un lujo entre los lujos
Actualmente, la comida es algo siempre presente en las celebraciones, al igual que el postre después, pero no siempre fue así. Cuando el antropólogo recababa los testimonios, al preguntarle a los informadores por esta cuestión, la respuesta más extendida era de este tipo: “Ay hijo, por aquel entonces no se celebraban las cosas ni las navidades existían como las entendemos ahora”. Así pues, los afortunados podían comer un gallo, que criaban durante todo el año, el día de nochebuena.
Tal y como enfatiza el antropólogo, dado que el nacionalcatolicismo lo impregnaba todo en los años 40, para Semana Santa quizá intentaban hacer un arroz con patatas o bacalao los que más suerte tenían. Y continúa: “Un señor muy mayor que entrevisté me dijo que el primer día que comió unos huevos fritos en su vida fue el día de su comunión”.
Postres y vino
Los postres no se salían de la norma. La idea era mantener la estructura alimentaria aunque apenas se tuvieran los ingredientes necesarios. “El azúcar era muy caro y la leche casi imposible de consumir, así que recurrían a miel y edulcorantes de tipo natural”, añade el mismo Conde. De esa forma llegaron las castañas pilongas y los polvorones de bellota, y el chocolate de algarroba.
Diferente ocurría con las bebidas. “Lo único que no faltó en la posguerra fueron los licores y el vino. Es lo único que se vendía a un precio razonable, bajo incluso. Se creó una cultura alrededor del vino que hasta los niños lo consumían. Es metafórico, pero en muchísimos lugares no había agua potable pero en esas casas siempre se podía encontrar una botella de vino”, sostiene el autor de la publicación.
Antes el hambre que el pan amarillo
Conde es autor de la única tesis doctoral que ha abordado el hambre de posguerra en España desde una perspectiva culturalista, según explica. Que se titule Tiempo sin pan no es baladí. De hecho, el pan es central en la idea de la estructura cultural de la comida que con tanto ahínco se afanaban en mantener las clases pobres en la posguerra. “Aunque alguien pudiera comer más o menos bien, si no tenía pan, siempre se quedaba con hambre. Es una perspectiva muy culturalista que todavía se sigue manteniendo en la actualidad, en cierta forma”, explica el experto.
Tal fue la obsesión del pueblo más humilde de crear un pan con la miga lo más blanca posible que rechazaban aquel producido con el grano de trigo procedente de Argentina por ser amarillo. “A pesar del hambre, tiraban este pan. Eso nos dice lo importante que es la cultura, y por eso ellos intentaban hacer su propio pan de bellota o de castaña”, incide Conde.
También había otra gastronomía. Los vencedores no pasaron hambre ni penurias. “Que esto fuera así hace que el hambre, si cabe, fuera más mezquina. Si algo pasa en España al terminar la guerra es la tremenda desigualdad entre vencedores y vencidos”, enfatiza el autor. Mientras unos soñaban con un plato de comida equilibrado, el régimen publicaba en sus revistas recetas vetadas para la mayor parte de la población como suflé de pescado o pastel de salmón. Era la gente que sí tenía acceso a la comida, al dinero, al mercado negro y que, incluso, comían mejor que antes de la guerra. Siempre hubo gente que mejoró su vida a costa del sufrimiento de los demás.
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