Cultura
Edurne Portela: “Cuando la narración del horror del otro causa placer en la lectura se está cayendo en la pornografía”
La escritora Edurne Portela publica "Maddi y las fronteras" (Galaxia Gutenberg), una novela tan extraordinaria como la mujer que la protagoniza.
La escritora Edurne Portela dedica su última novela, Maddi y las fronteras (Galaxia Gutenberg, 2023), a María Josefa Susperregi, una mujer nacida en 1895 en Oiartzun (Guipúzcoa) que terminó formando parte de la Resistencia francesa. Una vida extraordinaria de la que tuvo conocimiento gracias aJosemari Mitxelena, víctima de la violencia de ETA al que la autora había conocido en un reportaje, e Izarraitz Villaluce. La pareja de amigos llevaba años investigando esta historia en archivos de España y Francia y le propusieron a Portela que la contase.
El resultado es una novela inolvidable, construida a partir de una documentación histórica que la escritora completa mediante un ejercicio de la «imaginación ética» que tanto ha investigado como académica. Un libro que, como la autora explica en el interesante epílogo con el que lo acaba, ha concebido como «un lugar hospitalario en el que pueda reposar la memoria de Maddi y como la tumba que sus asesinos le negaron».
Una vez más, Portela nos adentra en una de las cuestiones que tienen en común todos sus libros: la memoria de la violencia. Conversamos con ella por videoconferencia.
Cuando Mitxelena y Villaluce le proponen contar la historia de Maddi, sabe que hay mucha documentación, pero también muchas lagunas. ¿Cómo fue el proceso de reflexión hasta aceptar la propuesta?
Acepté inmediatamente (ríe). Lo que sí me llevó meses fue decidir cómo contarla. Había mucha información de archivo, algunos testimonios, pero nada personal y Maddi es una mujer muy misteriosa. Pensé en hacer un ensayo, una especie de biografía histórica sobre cómo era ser mujer en su época y tomar las decisiones que ella tomó.
Pero cada documento del archivo daba para una historia. Concluí que la única manera de conocerla era completar lo que sabía con un ejercicio de imaginación histórica y ética.
«Ha sido el proceso de escritura más intenso que he tenido hasta ahora»
El libro está escrito en la primera persona de Maddi, una voz tan potente que durante la lectura tuve la sensación de estar dentro de ella. En el epílogo cuenta que durante los meses que dedicó a investigar su época –entre finales del siglo XIX y la II Guerra Mundial– llegó a sentir tan clara su voz que concluyó que era la forma más honesta de contarla. ¿Cómo ha sido vivir esa vida paralela de una manera tan intensa durante tanto tiempo?
Cuando escribimos ficción y creamos personajes, sus voces y vidas nos acompañan durante todo el proceso. Pero el caso de la voz de Maddi fue muy radical. Creo que hice un esfuerzo tan grande por imaginar qué supuso su vida, sobre todo en los últimos años, que la internalicé mucho. Fueron meses empapándome del periodo histórico y de los testimonios que nos han quedado de las deportaciones y de los campos de concentración. Hasta que decidí que sería en primera persona. Entonces, me senté y prácticamente no me volví a levantar hasta que acabé la novela.
La escribí en una secuencia muy lineal porque quería conocer muy bien la evolución de mi versión de Maddi. No me la quitaba de la cabeza, soñaba con ella, me despertaba y volvía corriendo al ordenador. Ha sido el proceso de escritura más intenso que he tenido hasta ahora.
Maddi es una persona heterodoxa, llena de matices. Una mujer que se divorcia, migra a Francia y termina gestionando un hotel. Es creyente y contraria a una jerarquía eclesiástica que apoyó la invasión nazi. Está divorciada y adopta a un niño. Fue contrabandista y mugalari, ayudando a quienes huían de la España franquista, primero, y, después, a miembros de la Resistencia francesa. ¿Qué rasgo de Maddi le gustaría que no se le olvidara para sus siguientes obras?
Su determinación, su tesón, su capacidad de ver lo que se debe hacer en el momento. No porque esté afiliada a un partido o porque forme parte de manera consciente de una lucha mayor. Sino porque ve el dolor, empatiza con él y quiere ayudar a la persona que lo está sufriendo. Y esa idea de no verlo como un acto heroico, sino como lo justo, lo lógico. La bondad.
«En cuanto De Gaulle entró en París, se empezó a construir el relato político de la Francia resistente»
En la novela recoge cómo Francia ha intrumentalizado la Resistencia para ocultar su colaboracionismo con el régimen nazi. ¿Qué es lo que más le ha sorprendido en este sentido?
La magnitud del colaboracionismo, lo extendido que estuvo. Sobre todo al principio, cuando se aceptó la decisión de Pétain como la única opción posible. Y el peso que tuvieron instituciones como la Iglesia en el apoyo a Hitler. También me llamó la atención lo que tardó en desarrollarse la Resistencia. Aunque hubo núcleos importantes desde el principio de la ocupación, no fue hasta 1943, cuando empezó la deportación masiva de jóvenes franceses para trabajar en Alemania, que estos empezaron a huir y a sumarse a los campamentos de maquis.En cuanto De Gaulle entró en París, se empezó a construir el relato político de la Francia resistente, que por una parte unificaba a un país destruido por el trauma de la ocupación y por otra, ayudaba a muchos a lavar su conciencia.
Me sorprendió también la implicación de las fuerzas de seguridad francesa en la deportación de judíos, a quienes no solo iba a buscar la Gestapo, sino en la mayoría de los casos, los gendarmes. Y eran ellos, los gendarmes, quienes les llevaban a campos de concentración de los que eran deportados por miles a Alemania.
Como anuncia el título, Maddi cruza muchas fronteras, no solo la geográfica trazada entre España y Francia, que atraviesa, primero como migrante y, luego, ayudando a opositores al fascismo a hacerlo también. Pero también culturales, como cuando se divorcia o adopta a un niño con un amigo. Y usted también va diluyendo las fronteras literarias según avanza en el relato de su vida: eliminando los puntos, las comas, hasta terminarla en poesía. ¿Por qué ese devenir en verso?
Porque no tenía otra forma de contar ese final. Esa ruptura del lenguaje tiene que ver con la experiencia extrema que está viviendo Maddi, con su pérdida del control sobre la mente y el cuerpo.
«El lenguaje hace daño»
De hecho, en el libro hay descripciones de sufrimientos muy fuertes que, en mi caso, experimenté como necesarias para entender la dimensión del horror que supuso la II Guerra Mundial. ¿Qué sentía usted cuando las escribía?
Lo pasé muy mal. Había días que enfermaba físicamente. El lenguaje hace daño. En aquel momento no me censuraba ni pensaba en los lectores. Pero una vez que lo acabé, lo revisé mucho e intenté equilibrar el dolor y el conocimiento de esa experiencia con una ética de la representación. Siempre tengo muy presente no caer en la pornografía de la violencia y el horror. En algunos textos de ficción sobre las deportaciones y los campos de concentración hay mucha pornografía. Escritos que dan entre vergüenza y asco por el maltrato que hacen a las víctimas a través de ciertas representaciones.
De todos los testimonios que leí, se me quedaron muy grabadas las sensaciones físicas de los olores, de cómo se rompe un cuerpo, de lo que provoca la sed y el hambre. Fue muy duro narrarlo sabiendo que Maddi, que para mí ya es un ser cercano y querido, pasó por todo eso y más.
¿Cuándo se cae en la pornografía, en la falta de respeto a las víctimas desde el punto de vista de la ética de la representación?
Cuando la narración del horror del otro causa placer en la lectura se está cayendo en la pornografía. Cuando el sufrimiento y el cuerpo dañado de otro se representa para causar regocijo. Por contradictorio que parezca, hay placer en el horror. Cuando te olvidas de que lo que estás leyendo es la representación de un sufrimiento real y su lectura no te causa más que entretenimiento se está faltando el respeto a las víctimas.
En la historia de Maddi encontramos muchos paralelismos entre los años de la II Guerra Mundial y la actualidad. Cierta prensa que difunde odio y racismo contra los judíos y contra los refugiados españoles encerrados en los campos de concentración franceses; el rechazo de los vecinos a la mujer independiente que se sale de los esquemas; los que se vuelven cómplices de la infamia con su silencio. Pero también encontramos la solidaridad entre las mujeres de la Resistencia cuando estaban siendo deportadas a los campos de exterminio en Alemania o el compromiso de quienes se juegan la vida para defender la dignidad. El bien y el mal, las dos facetas extremas del ser humano. ¿Cómo sigue la actualidad y qué le provoca?
No soy periodista, no tengo la capacidad de procesar y analizar la información al día. Necesito herramientas de soporte. El pasado me sirve para entender mejor el presente. Cuando estaba leyendo los periódicos de la época de Maddi y veía cómo hablaban de los refugiados judíos me servía para pensar en el presente. Cuando estaba cruzando el Bidasoa, donde están muriendo migrantes subsaharianos, pensaba en cómo lo cruzaban también clandestinamente en su tiempo. Cuando leo noticias de la guerra de Ucrania me voy directamente a la II Guerra Mundial. La mirada histórica me permite analizar en términos comparativos.
«Una de las herramientas para romper los silencios es la cultura»
En el epílogo escribe que tras graves crímenes de lesa humanidad suelen darse dos generaciones de silencio y una de memoria. ¿Por qué?
Son los efectos del trauma intergeneracional. Las personas que viven los hechos traumáticos callan por miedo o porque están traumatizadas. No pueden elaborar una narrativa sobre el daño porque no tienen las herramientas y, por tanto, no se lo pueden contar a sus descendientes. Los hijos o sobrinos, por ejemplo, heredan ese silencio, a veces también los miedos o el estigma de la víctima. Incluso, en ocasiones, las violencias contenidas, por lo que muchas veces no pueden deshacer ese nudo que crea el trauma. Y son los nietos y nietas quienes empiezan a preguntar a los padres, madres y abuelos. Pero, en ocasiones, por mucho que preguntemos esas historias no salen.
Y una de las herramientas para romper los silencios es la cultura. Un libro que se discute en casa, una película, un documental, una exposición. Con la tercera generación empiezan a surgir narrativas que apelan a los traumas y con las que pueden empezar a desatar esos nudos.
En Euskadi, por ejemplo, en el Instituto Gogora del Gobierno vasco están trabajando con las víctimas de ETA, del GAL y de la violencia policial para recoger sus testimonios. En el caso de la Guerra Civil española y del franquismo no hubo nada de eso. Lo que se conservó fue de manera clandestina. Y en cuanto a la II Guerra Mundial, la violencia fue tan brutal que no fue hasta finales de los años 70 cuando se empezó a hablar del Holocausto como tal, aunque antes hubiese testimonios.
Usted dejó de usar las redes sociales hace más de un año, cuando comenzó con esa novela. ¿Ha experimentado cambios en su capacidad de concentración o en la forma de percibir el estado de ánimo de la sociedad?
Sí, más tranquilidad mental, menos dependencia de las pantallas, más concentración y tiempo, menos disgustos tontos (ríe). Me da pena haber perdido contacto con unas poquísimas personas que ya no veo lo que hacen. Pero he ganado muchísimo. Sigo informándome por los medios. Ya no tengo el pulso de mi burbuja, pero, en realidad, no sé si lo necesito para entender la realidad.