Imaginemos un bonito día de sol: decidimos salir a pasear por el campo, respirar aire limpio, y escuchar el trino de los pájaros que anidan en los árboles. Tras esa caminata revitalizante, volvemos a casa en un estado de plenitud envidiable. Imaginemos el mismo día, pero con acontecimientos diferentes: se desata un incendio que arrasa la vegetación del lugar, mata a los animales o los obliga a huir, y cubre el cielo de un humo espeso y contaminante. El primer supuesto no implicaría, en principio, ningún valor económico; el segundo sería beneficioso para el crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), ya que la devastación genera actividad productiva, como la de los seguros, o la industria maderera que aprovecha los troncos calcinados.
Esta es una de las críticas que, a lo largo de los años, se le han hecho a un indicador, el PIB, considerado por los economistas clásicos como medida fiable de bienestar y progreso, pero que se encuentra cada vez más en el punto de mira. Sin ir más lejos, recientemente el gobierno español se vanagloriaba de que el país ha crecido un 5,5% en 2022, datos juzgados como favorables que a menudo engrosan titulares y se instrumentalizan para ganar elecciones. Sin embargo, el PIB, que mide el valor monetario total de los bienes y servicios de un territorio y es utilizado para comparar el tamaño de economías nacionales y calcular la idoneidad de su deuda, presenta muchas carencias que, en un mundo amenazado por crisis como la climática o la de biodiversidad, deben ser recalcadas. ¿Es hora de abandonar este indicador? ¿Qué alternativas existen?
Un indicador insuficiente
Si hay un evento que marque un antes y un después en la consideración del PIB es el discurso dado por Bobby Kennedy en la Universidad de Kansas en 1968, meses antes de su asesinato. El senador estadounidense destacó cómo el PIB contaba el napalm y las ojivas nucleares, los carros blindados y rifles, pero dejaba atrás “la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación”, la integridad de los políticos, la sabiduría y el aprendizaje; en definitiva: “Mide todo, excepto lo que hace que la vida valga la pena”.
Estas enseñanzas han sido señaladas por muchos investigadores, como el profesor británico especializado en economía medioambiental Tim Jackson, quien, en su libro Postgrowth, enfatiza la influencia en Kennedy de la reconocida bióloga Rachel Carson, ecologista pionera que dio la voz de alarma sobre el abuso de los pesticidas. El doctor en biodiversidad Andreu Escrivà avisa en Contra la sostenibilidad de ese número que “cuelga sobre nuestras cabezas como una guillotina” y subraya que, pese al aumento del PIB mundial, en los países occidentales ha habido una reducción de derechos, libertad personal y servicios sociales, entre otros factores.
Y es que, al margen de no medir el bienestar, y pese a su prestigio a la hora de valorar el nivel de vida, omite también el cuidado de los niños y la realización de las tareas domésticas, ambos desempeñados mayormente por mujeres, y no registra la distribución de los activos económicos, disfrazando así la desigualdad.
No es de extrañar que hasta el premio Nobel Angus Deaton, catedrático de la Universidad de Princeton, se encuentre entre sus detractores. Deaton, conocido por su investigación sobre las “muertes por desesperación” –aquellas provocadas por los suicidios, el alcohol y las drogas, causantes de una caída de la esperanza de vida en Estados Unidos–, afirmó hace poco en relación a la epidemia de opiáceos, de la que se han lucrado sobremanera algunas empresas farmacéuticas: “Tenemos un sistema que está matando a la gente, y contamos ese dinero como parte del PIB. Eso tiene que ser una locura”.
Alternativas al PIB
Pero quizá quien haya abordado los defectos del PIB de manera más propositiva sea la economista británica Kate Raworth. En su aclamado libro Economía rosquilla traza una genealogía de este indicador para después delinear un modelo económico alternativo que ya no lo necesite. Según Raworth, el PIB tenía sentido cuando, en la década de 1930, el expatriado ruso nacionalizado estadounidense Simon Kuznets acuñó este cálculo, llamado entonces Producto Nacional Bruto, pues permitió monitorizar la eficacia del paquete de medidas contra el crack del 29 que había implementado Roosevelt –el New Deal –. Más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, se demostró su utilidad a la hora de poner a disposición de la maquinaria bélica el tejido industrial del país.
No obstante, ya en los años setenta, fue el mismo Kuznets quien se rebeló contra su invento usado como estimador de progreso social, a pesar de que el PIB había sido incluido por la ONU en su Sistema de Cuentas Nacionales, y gozaba de gran legitimidad. Raworth no duda en afirmar su insuficiencia y, partiendo de la herencia del informe Meadows, Los límites del crecimiento (1972), presenta un sistema diferente, la “economía del dónut”, que se caracterizaría por un círculo exterior, correspondiente al techo ecológico, y uno interior integrado por una base social alineada a los derechos humanos. En dicho paradigma económico se haría un uso responsable de los recursos naturales y se satisfarían las necesidades de las personas, tales como la sanidad, la educación, la igualdad de género, el acceso al alimento y al agua.
La economía del dónut, aunque ha suscitado un debate nada desdeñable sobre la urgencia de frenar la devastación medioambiental y efectuar una redistribución de la riqueza en sintonía con objetivos de justicia social, continúa aún en el reino de lo utópico. Otras formas más inmediatas para desafiar la primacía del PIB han venido de la mano de propuestas como el uso del Índice de Progreso Real, que corrige al anterior teniendo en cuenta factores como la pobreza o la contaminación, y se emplea en algunos lugares como el estado de Maryland.
Por otra parte, cada vez son más quienes abogan por sustituir el PIB con análisis centrados en la felicidad humana. Es el caso del científico del CSIC y ecologista Fernando Valladares, que asevera que por esta vía se obtendrá “una sensación muy clara y perceptible de desarrollo”, al tiempo que se incide en la preservación y mejora de los espacios naturales, pues éstos impactan directamente en el bienestar de la ciudadanía, incluyendo su salud mental.
Una contrapartida de este enfoque sería la estudiada por el psicólogo Edgar Cabanas y la socióloga Eva Illouz en Happycracia: los índices de felicidad, subjetivos y difícilmente cuantificables, fueron popularizados por algunos gobiernos en los años más duros de la crisis financiera (2008-2012) con el propósito de desviar la atención de distintas cifras (de desempleo, etc.) que apuntaban al incremento de la desigualdad.
Sea como fuere, lo que resulta indudable a estas alturas es que el PIB es inadecuado como medida de progreso social; que choca frontalmente con una aproximación más equitativa a problemas como la debacle climática o la discriminación de género; que el paradigma del crecimiento infinito en que se ampara se ha tornado completamente obsoleto ante los retos de este siglo.
¡Chapeau! por el artículo.
La urgente necesidad de aplicar la pena capital al gran capital (Insurgente.org)
Por razones obvias, los grandes beneficiarios del capitalismo defienden su “virtuoso” sistema con todo tipo de herramientas (desde las repetidas mentiras a través de sus medios de comunicación hasta las más poderosas armas de destrucción masiva), sin importarles absolutamente nada el ingente sufrimiento que ocasionan con su acérrima y parásita defensa a la inmensa mayoría de la población mundial, así como a esa casa común ya tan maltrecha como es el planeta Tierra.
Comportamiento tan deplorable es incompartible desde todo punto de vista, pero se entiende. Y es que me estoy refiriendo a lo más bajo del género humano, a egoístas sin escrúpulos que buscan únicamente su propio bienestar y el de su entorno más inmediato a costa de cualquier cosa; y bien que lo consiguen.
Esos, los que ostentan el poder económico (y todos los poderes, por añadidura), son los que realmente dirigen el mundo. Los otros, los cabezas visibles de los poderes políticos, no son más que agentes bien remunerados al servicio de los grandes capitalistas, ya que, hace rato, los Estados están supeditados a las necesidades de quienes realmente manejan el dinero. El orden económico mundial funciona bien para el 20 % de la población (o menos), pero excluye, rebaja y degrada al 80 % restante (o más).
El capitalista es un sistema altamente destructivo. Como dijera Karl Marx, nació chorreando sangre y lodo desde la cabeza hasta los pies, por todos los poros, y se mantiene vivo a través de los años gracias, precisamente, al chorreo de sangre y lodo que, de incesante manera, sigue salpicando a todo el mundo (a unos más que a otros, por supuesto). Los ejemplos son tan numerosos y evidentes que no hace falta exponerlos.
Dañino hasta la saciedad, el capitalismo necesita destruir para mantenerse vivo. Y he aquí su gran contradicción: al mismo tiempo que destruye se autodestruye, porque desde su nacimiento y de manera inevitable está condenado a devorarse así mismo. El capitalismo se muere, sin duda, pero lo terrible del caso es que se muere matando; la destrucción acelerada del planeta y de gran parte de sus pobladores es buena prueba de ello.
Y sólo existe una manera de evitarlo: sustituyendo al inhumano sistema por el socialismo o, lo que es prácticamente lo mismo, condenando a la pena capital al Gran Capital para, a la mayor brevedad posible y antes de que sea demasiado tarde, ejecutar la sentencia.
Hoy más que nunca: “Socialismo o Barbarie”
En nuestro país se desarrolló el Barómetro Social de España, que combinaba indicadores muy diversos (empleo, renta, pero también salud o medio ambiente), con una mitología abierta y transparente.
Hoy ya no se actualiza, carente de apoyo tras la jubilación de sus autores. Está en barometrosocial.es
De la mano de la economía y la filosofía se han propuesto alternativas muy lógicas y justas, me refiero a las de Amartia Sen y Martha Nussbaum, haciendo hincapié en aspecto humanos, globales, educativos, saludables, ecológicos…espero que más pronto que tarde se cambie ese anticuado, interesado e injusto PIB por el bien de la mayoría.