Brasil y el golpismo permanente en América Latina

La politóloga Arantxa Tirado escribe sobre el asalto al Congreso, el Palacio de Planalto o el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil

Un partidario del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, durante la ocupación de edificios institucionales en Brasilia. ADRIANO MACHADO / REUTERS

Casi dos años exactos después del estrafalario asalto al Capitolio en Estados Unidos de América (EEUU) por parte de seguidores de Donald Trump, Brasil ha experimentado una performance similar de mano de ultras del expresidente Jair Bolsonaro. En ambos casos, se ha tratado de acciones de ocupación de edificios estatales emblemas de la soberanía popular, que son vandalizados por manifestantes de ultraderecha que alegan fraude electoral, negándose a aceptar los resultados que sacaron a sus líderes de la Presidencia de ambos países.

En un ambiente de exaltación y ondeando banderas patrióticas, los participantes se encargan de dejar constancia de sus acciones grabando los destrozos con sus teléfonos móviles, haciéndose orgullosos selfies, aparentemente inconscientes de las consecuencias penales de sus actos. Una historia en Instagram bien lo vale.  

Además, cabe apuntar que, tanto en el ataque de Washington como en el de Brasilia, los asaltantes pudieron penetrar en el Capitolio estadounidense o en el Congreso, el Palacio de Planalto o el Supremo Tribunal Federal (STF) brasileños, gracias a la ayuda, activa o pasiva, de sectores policiales que deberían garantizar la custodia de estas instituciones. En el caso de Brasil se habla, además, de la responsabilidad de Anderson Torres, secretario de seguridad pública del Distrito Federal y hombre muy cercano a Bolsonaro, cesado de manera fulminante horas después de los hechos por el gobernador bolsonarista Ibaneis Rocha. Torres había sido nombrado responsable de la seguridad de esta unidad federal donde se encuentran los poderes de la Federación el 2 de enero, tras haber sido ministro de Justicia y de Seguridad Pública en el último año del gobierno de Bolsonaro. Pero la crisis también ha salpicado a Rocha, que está ya bajo investigación del ministro del STF, Alexandre de Moraes, por negligencia y presunta connivencia con las manifestaciones, lo que implica su suspensión del cargo de gobernador en los próximos noventa días. 

Por su parte, el expresidente Bolsonaro, se ha desmarcado de los actos vandálicos desde Florida. Trata de evitar cualquier responsabilidad política ante unos acontecimientos que lleva tiempo alentando con su teoría del robo electoral. La reacción de Bolsonaro puede entenderse más por la presión internacional, incluida la del Gobierno de EEUU, que ha rechazado a través del presidente Biden el “asalto a la democracia y la pacífica transferencia de poder en Brasil”, que por sus credenciales democráticas, bastante escasas.

Pero la posición de Bolsonaro es sintomática de un hecho: el mundo ha cerrado filas con Lula da Silva y la institucionalidad brasileña. Lo mismo han hecho algunos gobernadores próximos a Bolsonaro y sectores del empresariado brasileño. Apoyar el golpe significaría, para Bolsonaro, enfrentar posibles acciones judiciales y tirar por la borda la significativa fuerza política que todavía mantiene en el país y en el Congreso. Pero si ni Bolsonaro ni los principales líderes bolsonaristas reivindican el intento de golpe, entonces, ¿quién está detrás del ataque a las instituciones del 8 de enero en Brasilia?

Seguramente, en los próximos días empezarán a emerger informaciones que aclaren el origen de la movilización, su financiación y la intencionalidad última de sus instigadores. Quizás descubriremos si había contactos previos con sectores del Ejército, al que los manifestantes pedían intervenir para consumar el golpe. De momento, no sabemos si estamos ante un planificado golpe de Estado con voluntad de interrumpir el recién iniciado mandato de Lula o bien ante una demostración de fuerza de los sectores más exaltados del bolsonarismo, envalentonados por los discursos de su líder, llenos de odio social, de fanatismo religioso y dispuestos a sembrar el país de más violencia. 

En todo caso, no hace falta ver cristales rotos y destrozos en los edificios estatales para comprobar la pulsión antidemocrática y golpista del bolsonarismo. Su negativa a reconocer la victoria electoral del Partido de los Trabajadores es suficiente. Es la misma pulsión antidemocrática que movió a la derecha brasileña, amparada por los EEUU, a sacar de la Presidencia a Dilma Rousseff con un cuestionable impeachment, o a perseguir por la vía del lawfare a Lula da Silva, evitando así que pudiera volver a presentarse a las elecciones presidenciales de 2018 y ganarlas. Una guerra judicial que tuvo en Brasil su modelo más emblemático pero que ha sido aplicada a otros mandatarios y líderes sociales de la izquierda latinoamericana. De hecho, es el mismo tipo de golpismo que ha caracterizado el comportamiento de la práctica totalidad de las derechas latinoamericanas desde el siglo XX. Unas fuerzas económicas y políticas, representantes de las clases dominantes que, con distintas tácticas, pero con un mismo propósito estratégico, llevan irrespetando la voluntad popular de los pueblos latinoamericanos cada vez que consideran que estos votan mal y eligen a líderes de la izquierda. 

En Venezuela en 2002 y 2019, en Honduras en 2009, en Ecuador en 2010, en Paraguay en 2012 o en Bolivia en 2019, por solo poner algunos ejemplos recientes, hemos asistido a distintos tipos de golpes de Estado, fallidos o consumados, que no han concitado el mismo rechazo general que los actos de este domingo en Brasil. Por eso, si algo hay que agradecer a los bolsonaristas que han protagonizado este asalto a las instituciones en Brasilia, pidiendo una intervención militar, es haber ayudado a desnudar la naturaleza golpista de las derechas latinoamericanas ante el mundo. Conviene recordarlo: en América Latina y el Caribe no son solo las ultraderechas las que han contribuido a boicotear el desarrollo de una auténtica democracia. También lo han hecho las derechas que nuestros medios nos presentan como “respetables” o “moderadas”. 

En realidad, son las clases dominantes, respaldadas por unas clases medias que viven en burbujas privilegiadas en medio de la miseria circundante y por algunos sectores del lumpemproletariado, las que, con su incapacidad de ver a los pobres, especialmente si son negros o indígenas, como seres con iguales derechos, están detrás de los golpes. Ellas, y los poderes que las respaldan desde los centros hegemónicos, son las responsables de un golpismo perpetuo que impide cualquier cambio sustancial en las estructuras de poder en América Latina, así como cualquier redistribución mínima de la riqueza en sociedades dramáticamente desiguales.

Entender esto es parte del abecé de la lucha política de nuestra época, como lo es entender que contentarse con ganar elecciones relega a la izquierda a jugar en un tablero adverso, donde las reglas de la partida las pone la derecha a favor de sus intereses. La izquierda, si quiere sobrevivir, además de transformar la realidad, debe apuntar a la movilización popular en lugar de ser tibia o pactar con una derecha que es esencialmente antidemocrática. Esta es, seguramente, la gran lección que nos dejan los acontecimientos de los últimos años y días en Brasil.

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Comentarios
  1. Tú lo has dicho Arantxa: La movilización popular es imprescindible; ¿pero tú ves esa movilización popular por alguna parte en esta piel de toro? todo va en contra de los intereses de la sociedad, sin embargo la única respuesta que veo de pocos años para aquí son cientos de banderas españolas en los balcones. A peor todo, más banderas. No acabo de entender lo que significan. Casi sospecho que son miles de borregos que están satisfechos con los derroteros que lleva este país. Aquí, no se ha producido un golpe de estado de vuelta al franquismo porque estamos en Europa; no será por falta de ganas. la única ventaja que veo de estar en la Europa de la corrupción y del vasallaje al capital.

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