Opinión

Las sillas vacías en Fin de Año

"Tu familia no es más o menos por tener mayor número de sillas ocupadas y más platos llenos. Quizá lo que vale es que en esa mesa solo haya sonrisas sinceras y manos que se agarran, de verdad, para saltar juntas a un nuevo año", escribe la autora.

Foto: Allec Gomes. Unsplash.

Cuando eres pequeña, en la mesa de Fin de Año suele haber siempre el mismo número de sillas. Es como un ritual donde cada uno de esos asientos representa el papel que esa persona juega en la casa, donde sabes a quién sentar a tu lado, quién debe tener cerca el marisco, quién prefiere una salsa o quién es mejor que no tenga cerca el vino. No lo cuestionas, simplemente es así, has nacido con ello. Lo sabes.

Años después, las primeras sillas empiezan a quedar vacías, las certezas se convierten en dudas y algo en ti se rompe. No es solo una cuestión de rutinas, por supuesto, aunque no negaré que también. Es una especie de balance del año donde acabas viendo a quién has perdido por el camino. Es doloroso decir adiós, y más aún mirar hacia delante sin que esa persona que tanto querías te dé la mano.

Después, sigues creciendo, y el juego de las sillas empieza a tener lugar. No es que entren y salgan personas cada año pero sí es cierto que se añaden parejas y se restan familiares lejanos sin que ello toque el núcleo duro de esa cena.

Sin embargo, a veces, en algunas casas, un lugar de esos que parecían inamovibles se queda vacío. Esa persona desaparece de tu vida porque decides que así sea, porque piensas que tú también mereces ocupar un espacio sin sentirte agredida, sin pensar que debes hablar bajo, comer lento, no hacer ruido. Hay personas que solo hacen daño, aunque tengan tu sangre. Se van (las echas) y vives primero el duelo que supone afrontar ese dolor que no se había digerido cuando se vivió. Pasas luego por una especie de alivio, una falta de peso, un respirar tan profundo como no recordabas desde hacía mucho tiempo. Y sueltas la tensión acumulada. Ese es el momento en que comprendes que nadie es imprescindible, que los cambios regeneran y que no hay espacios inalterables.

Y de golpe y porrazo parece que la noche es más ligera, que en la mesa se ríe más y que esa silla ahora liberada de su dueño era la que más pesaba, la que más dolía. Que alguien que hace daño a quien debería querer no tiene por qué tener un espacio reservado. Que las sillas se ganan y, en ocasiones, se pierden. Y que está todo bien. Que tu familia no es más o menos por tener mayor número de sillas ocupadas y más platos llenos. Que quizá lo que vale es que en esa mesa solo haya sonrisas sinceras y manos que se agarran, de verdad, para saltar juntas a un nuevo año.

Que las sillas seguirán yendo y viniendo. Habrá tronas pequeñas para los nuevos y asientos mullidos para los que están a punto de marcharse de este mundo. Pero que quizá solo necesitas que cada una de las personas que se siente no lo haga encima de la dignidad de otra. Solo así podrás desear(te) un feliz año creyendo que lo será.

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