Cultura
Asesinar cretinos (en la ficción)
Santiago Mitre cambia de registro: pasa del drama histórico de ‘Argentina, 1985’ al humor negro y salvaje de ‘Pequeña flor’.
Santiago Mitre evidencia en su última película una cualidad que, en ámbitos especialmente elitistas, puede estar muy mal vista: la versatilidad. En teoría, esta habilidad para tocar diversos géneros y tonos le alejaría de la etiqueta de auteur. A este respecto también se le ha reprochado, por ejemplo, que se haya entregado al convencionalismo hollywoodiense a la hora de retratar el juicio a los militares de la dictadura de su país en Argentina, 1985. Al parecer, como la película la producía Amazon, esta incurría en «fuertes dosis de simplificación» para atraer al mayor número posible de clientes en la plataforma global.
Así visto, es un pecado que el artista quiera que su obra la vea mucha gente en muchas partes del mundo en lugar de que lo haga solo un puñado de entendidos en cines de versión original. A lo que añade otra presunta mancha: que emocione a esta enorme audiencia con «capas y más capas de mermelada moral y de sentimentalismo» (es literal). En realidad, no hay nada malo en realizar un cine popular que haga que los espectadores suelten alguna lagrimita, como bien nos enseñó Chaplin. ¿O es que está mal promocionar los buenos sentimientos? Cuando la peli es buena (y Argentina, 1985 lo es), la llorera se convierte en colofón pedagógico, en acto catártico y saludable.
Mitre cambia radicalmente de registro en Pequeña flor. Hay que recordar que su cine hasta la fecha ha sido eminentemente político y que en ese género ha firmado (siempre junto a su guionista de cabecera, Mariano Llinás) obras como El estudiante (2011) o La cordillera (2017). Ahora pasa de un drama histórico para masas a una comedia negra, esta vez sí, para paladares exquisitos. Qué gran suerte poder disfrutar de ambas sin que el demonio del análisis crítico nos tire continuamente de la manga.
Aquí, Mitre habla de los mecanismos de la psique para sobreponerse al vacío existencial. Su protagonista es José (Daniel Hendler), un dibujante argentino que acaba de ser padre y que se ha quedado en paro en mitad de un país extraño (Francia) cuyo idioma no domina bien. El paisaje que le rodea es gris e inhóspito (el Macizo central), nada que ver con París. Sufre, además, una crisis de creatividad y una crisis con su pareja (Vimala Pons). Todo eso, sumado, da como resultado un bloqueo emocional, que es una de las muchas formas de la depresión. José se va hundiendo poco a poco en estas arenas movedizas psicológicas hasta que su vecino se cruza en su vida.
Su vecino resulta ser uno de esos consultores que ganan ingentes cantidades de dinero aconsejándole a las empresas cómo aumentar sus beneficios. Su receta es la habitual: rebajar la calidad del producto, despedir gente y evadir impuestos. Sabemos por experiencia que este tipo de gentuza puede ser encantadora en el trato personal. No es el caso. Jean-Claude (Melvil Poupaud, inconmensurable) es un rematado imbécil. Es tan odioso, tan insoportable, tan prepotente, tan enterao que José, en un arrebato, lo asesina. De hecho lo asesina todas las semanas: con una pala, con un hacha, con una sierra mecánica, con un taladro, con una escopeta… Y siempre con la misma banda sonora de fondo, la preciosa Petite fleur, del clarinetista Sidney Bechet (el aborrecible Jean-Claude adora el jazz). Con cada uno de estos homicidios mejorará la vida personal de José.
No es el único gilipollas que se cruza en su camino. También hay un charlatán/gurú/chamán con pretensiones de psicólogo new age interpretado por otro actor en estado de gracia: Sergi López. El éxito de la película recae en la capacidad de estos dos monstruos, Poupaud y López, para sintetizar de forma tronchante el venenoso concepto sartriano de «el infierno son los otros». En realidad, la gente es buena en su mayor parte. Lo que no quita que tengamos que coexistir con petardos insufribles a nuestro alrededor. ¿Cómo hacerlo? Sobre esa cuestión se construye el relato de Mitre.
La salvadora condescendencia
En el fondo, Pequeña flor es una reflexión en torno a la condescendencia. La condescendencia tiene muy mala fama pero, de hecho, es muy útil para llevar una existencia civilizada. Podríamos explicarlo así: vive usted (vivimos) rodeado de gilipollas. Gilipollas pesadísimos, además. ¿Qué va a hacer? ¿Discutir con ellos? No, hombre, no. Déjeles hablar y huya en cuanto tenga la más mínima oportunidad. Podría pensarse que dejándoles hablar uno, de alguna manera, respeta, aunque sea de forma tácita, sus disparates. Nada más lejos de la realidad. Lo que ocurre es que soltar un guantazo no suele ser una vía plausible para acabar rápidamente con el problema (y menos aún matar, como hace el protagonista de Pequeña flor), por lo que la mejor opción suele ser sonreír, callar y asentir. Hay cosas en la vida mucho más importantes y placenteras que discutir con idiotas. Se puede experimentar un inmenso gozo interior dirigiéndole a un perfecto cretino eso de «diga usted que sí». No es conformidad, no. Es una salida de emergencia con la que ganar preciosos minutos de vida. En realidad, es el asesinato perfecto. Llámenlo desprecio, altanería, prepotencia. También pueden llamarlo búsqueda de la salud mental, aprecio por la paz o, incluso, convivencia democrática. Todas valen. Eso va a gusto del consumidor.
Antes de cada asesinato, Juan esboza una sonrisa beatífica. De hecho, con el tiempo, conforme va conociendo más a Jean-Claude, empieza a mirarlo de otro modo. No ha cambiado su opinión sobre él (sigue siendo tontísimo, un mamarracho de marca mayor), pero lo observa con cierta ternura. La fantástica, la salvadora condescendencia ha hecho su acto de aparición.
Hay algo maravillosamente perverso y estimulante en la forma en la que Mitre ha reinterpretado el concepto del día de la marmota. Los protagonistas de Atrapado en el tiempo, 50 primeras citas o Palm Springs mejoraban su calidad humana para obtener el premio del amor (y del sexo, que tiene una singular importancia en Pequeña flor). José llega al mismo destino tras una periódica orgía de sangre.
Es bastante cuestionable que el contacto continuo con personas de mierda nos devuelva una mejor versión de nosotros mismos. Pero como premisa para la comedia funciona. Y esta comedia cuenta con algunos pasajes realmente hilarantes. Y eso, digamos lo que digamos los críticos, ya es bastante. Sean condescendientes con nosotros, por favor.
‘Pequeña flor’, de Santiago Mitre, se estrena en salas el viernes 9 de diciembre.