Cultura

“En Rusia, hay una reapropiación selectiva de Stalin que tiene que ver con la nostalgia de un hombre fuerte”

El historiador Xosé Manoel Núñez Seixas publica 'Volver a Stalingrado', un repaso a la memoria europea del Frente del Este desde 1945.

El escritor Xosé Manoel Núñez Seixas en una foto cedida.

El historiador Xosé Manoel Núñez Seixas (Ourense, 1966) publica Volver a Stalingrado (Galaxia Gutenberg, 2022), un repaso a la memoria europea del Frente del Este de 1945 para acá: libros, películas, monumentos, conmemoraciones, incluso videojuegos, a través de los cuales explora la evolución del recuerdo de la gesta soviética.

Volver a Stalingrado se enmarca en la nueva historia militar que se escribe en los últimos años, paralela al auge de los estudios culturales.

Sí: una nueva manera de ver los conflictos bélicos que no se circunscribe a las operaciones militares, a las batallitas, sino que profundiza en la experiencia de las personas; que habla de cultura de guerra, de experiencia de guerra, de representaciones del enemigo, de cómo cambia una sociedad en guerra, y también de la memoria de la guerra. Es un campo que yo descubrí durante los cinco años que pasé en la Universidad de Múnich. 

El libro «abarca con una mirada comparativa la evolución de las políticas públicas de la memoria en los antiguos países contendientes, el culto a los caídos, los héroes y las víctimas, así como las formas de remembranza social, las recreaciones literarias, visuales, artísticas y fílmicas». Incluso los videojuegos. Una historia de ochenta años en la que es interesante apreciar determinadas evoluciones. Una es la que va del paradigma heroico al postheroico de nuestros días. Ensalzamos hoy a la víctima más que al héroe.

Más en Europa Occidental que en la Oriental, pero sí: el héroe militar, el mártir por la patria, se ha vuelto una figura políticamente poco correcta. Es una suerte de consenso que ha avanzado desde los años ochenta, muy condicionado por las dinámicas de rememoración del Holocausto. En Rusia sigue imperando esa memoria vertical, aunque se concede cada vez más –pero tímidamente– un espacio a las víctimas. Presenta sus pequeños problemas: ¿establecemos prioridades entre las víctimas? ¿Los que murieron de hambre en el cerco de Leningrado merecen el mismo lugar que los soldados caídos en combate? También ha habido discusiones, en los países postsoviéticos, sobre qué papel reservar a los judíos o a los romaníes: ¿son parte de la nación o no lo son?

Otra evolución de la que el libro habla es la que fue convirtiendo la memoria soviética del frente del Este en la memoria rusa de una gesta no ya antifascista, socialista, sino patriótica: Rusia luchando contra un Occidente que a lo largo de los siglos ha ido cobrando formas distintas en sus intentos de penetrar en el país; la Iglesia católica primero, la Revolución francesa después y, finalmente, el nazismo.

Putin y algunos de sus asesores hacen esa lectura euroasiática, sí. Pero ya en época de Stalin, y de manera mucho más decidida con Jrushchov y Brézhnev, la Gran Guerra Patria empezó a ser presentada, no bajo el prisma ideológico, como una lucha por la hegemonía del sistema socialista, sino como resistencia frente a un invasor que buscaba destruir la nación rusa, el pueblo ruso. Durante la propia guerra se apelaba a los paralelismos con 1812, e incluso con victorias anteriores contra los turcos. La Gran Guerra Patria pasó a ser vista como el momento en que se había forjado realmente la identidad soviética. La Revolución de Octubre y la guerra civil subsiguiente evocaban división; la Gran Guerra Patria, en cambio, resistencia conjunta del pueblo soviético, de todas sus etnias y sectores sociales, a la invasión.

En los últimos tiempos, se asiste en Rusia a un cierto rescate de la figura de Stalin, revisado como una suerte de zar que inició el rescate de la Santa Rusia enterrada bajo el imaginario internacionalista de los primeros tiempos de la URSS.

Hay una mirada ambivalente. De él se recuerda su faceta de héroe militar; el conductor que llevó a la Unión Soviética a la victoria de 1945. Cuando se preguntaba a los rusos, en encuestas anteriores a la guerra de Ucrania, qué necesitaría Rusia hoy, un porcentaje muy alto respondía que un líder como Stalin. Ahora bien, si se pregunta «¿usted quiere que vuelva algo parecido al estalinismo?», dicen que no. Hay una reapropiación selectiva que tiene que ver con la nostalgia de un hombre fuerte. Pero se reconocen los crímenes de Stalin y se permite el resarcimiento de sus víctimas, aunque, por otro lado, no ha habido una Comisión de la Verdad, ni una política de la memoria que reconozca públicamente esos excesos. Y Putin ha afirmado alguna vez que una crítica excesiva a Stalin supone una crítica a los valores de la URSS y por lo tanto de Rusia.

El libro también explora cómo en países de Europa del Este y exsoviéticos ha ido cundiendo una doctrina de la doble invasión que ha llegado a redundar en dinamitar monumentos a la victoria del Ejército Rojo u homenajear a divisiones locales que combatieron con las SS, caso de la Legión Letona.

Hubo una reacción frente al discurso oficial impuesto durante cuarenta años a países que siempre se consideraron ocupados; que nunca aceptaron el sistema soviético. La diáspora ucraniana o báltica en países como Canadá, Estados Unidos, etcétera, habían elaborado mitos de resistencia, transferidos después, que equiparan efectivamente las dos invasiones, pero siempre con el matiz de que la soviética duró más y, por tanto, tuvo más tiempo para socavar los fundamentos de la identidad nacional y fue, en suma, peor.

Se impuso también un discurso fatalista sobre lo que yo llamo héroes malditos: soldados letones o estonios que combatieron con el uniforme de las SS porque habrían sido reclutados a la fuerza, o, puesto que no podían luchar bajo sus propias bandera y uniforme, habrían escogido el bando menos malo. En el caso ucraniano, la reivindicación de Stepán Bandera y la OUN incide en que buscaban la soberanía de Ucrania bajo un modelo parecido al de la Eslovaquia de Tiso y en que también fueron perseguidos por los nazis: las imágenes de Bandera que se prodigan en Ucrania lo presentan demacrado, recién salido del campo de Sachsenhausen, donde lo internaron como represalia por alentar la proclamación de la República Ucraniana el 30 de junio de 1941.

Naturalmente, se silencia el antisemitismo de estas organizaciones; su participación en matanzas de judíos, civiles polacos o ucranianos no nacionalistas o su ideología claramente en la línea de la cosmovisión nazi. El problema también es que los símbolos y figuras del pasado pasan a ser venerados por nuevas generaciones que saben poco de estos distingos. Por ejemplo, muchos ucranianos partidarios de la resistencia contra Rusia enarbolan todavía hoy la bandera roja y negra de la OUN, que simbolizaba el Blut und Boden, el rojo de la sangre y el negro de la tierra ucraniana. La han ido abandonando al ver que en Occidente no es bien vista, pero inicialmente pensaban que era un símbolo prooccidental del Euromaidán. Reivindican a Bandera creyéndose una narrativa nacionalista exculpatoria que no tiene el cuenta el tipo de personaje que era.

¿Cuáles de los productos culturales que explora en el libro le resultan, personalmente, de mayor interés?

El cine soviético de los años cincuenta, la época de Jrushchov y los primeros años de Brézhnev; películas como El destino de un hombre o Cuando pasan las cigüeñas, argumentalmente preciosas y que no se adecúan a los moldes rígidos del realismo socialista. Si las comparas con las películas rusas sobre la segunda guerra mundial del siglo XXI, que son técnicamente impecables, con una fotografía, un sonido, unos efectos especiales que no palidecen ante los de Hollywood, pero con unos guiones y argumentos realmente simples, el bueno-bueno y el malo-malo…

Pienso también en algunas películas que en su momento pasaron desapercibidas, como La orilla verde del Spree, una producción alemana de principios de los años sesenta que prefigura una narrativa crítica sobre la Wehrmacht que, después, tardaría veinte o veinticinco años en convertirse en relato dominante en la historiografía.

Afortunadamente, el mundo de la creación es mucho más plural y diverso de lo que los autócratas o las tendencias predominantes en la narrativa nacional quieren imponer. Muchos se siguen preguntando cómo es posible que, en la España de los cincuenta, Berlanga pudiera rodar ¡Bienvenido, mister Marshall! Estos casos también los hay en otros países. Luego, destacaría toda la narrativa alemana sobre Stalingrado: leer a autores como Heinrich Gerlach, que están muy poco traducidos, o como Heinrich Böll, es una experiencia que merece la pena.

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Comentarios
  1. Hablando de Rusia:
    Hace unas semanas el presidente de Rusia, Valdimir Putin, firmaba un decreto de movilización parcial de la población para participar en la guerra de Ucrania, en un discurso en el que señaló directamente a Occidente como el enemigo que pretendía destruir su país, acusando a Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea de presionar a Kiev para llevar las operaciones militares a territorio ruso. Una escalada de este conflicto bélico que podría tener gravísimas consecuencias para toda Europa que analiza, para Canarias-semanal, Eduardo Luque (…).
    «En Ucrania hay una guerra abierta en la que Putin ha definido que su enemigo es EE.UU., la OTAN y Occidente»
    «España está implicadísima en este conflicto, gracias a la ineptitud de nuestros representantes políticos».
    «EL EJÉRCITO ESPAÑOL PUEDE IMPLICARSE DIRECTAMENTE EN LA GUERRA CONTRA RUSIA» (VÍDEO)
    «De verguenza ajena escuchar a Unai Sordo decir que apoya Zelenski, que ha mandado a la clandestinidad a los sindicatos en Ucrania»
    «Estamos ante un nivel de escalada del conflicto que nunca quisimos ver»
    https://canarias-semanal.org/art/33281/eduardo-luque-el-ejercito-espanol-puede-implicarse-directamente-en-la-guerra-contra-rusia-video

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