Cultura
Japón no existe
"No es fácil escapar a la mirada orientalizante, a esa forma de apropiación que reduce una civilización ajena a un puñado de clichés", escribe José Ovejero
Supongamos que Japón no existiese. Que fuera un territorio legendario como la Atlántida o las islas de San Borondón, que aparecen representadas en mapas antiguos y de las que cuentan maravillas viajeros que nunca estuvieron allí. Nos relatan sus mitos, su cultura, sus costumbres, y luego artistas crean un mundo propio a partir de esas formas prestadas, no de un original, sino de la imaginación colectiva. La belleza delicada y la crueldad, el aprendizaje y la autodisciplina de las artes marciales, la sabiduría silenciosa, el zen y los cerezos, el haiku y el harakiri, son algunos de esos temas que construyen la idea occidental de lo japonés, tras los cuales desaparece cualquier posible cotidianidad, porque cómo va a haber cotidianidad en un territorio mítico.
En los últimos tiempos han caído en mis manos dos libros bellísimos que plantean la recepción en Occidente de las formas, las ideas, los temas llegados de ese país. En Las hogueras azules (Candaya 2021), Juan F. Rivero recrea y retuerce –suavemente– formas poéticas tradicionales japonesas como el haiku y el tanka; y Javier Vela, en Revelaciones de la maestra del arco (Pre-Textos 2021), construye un híbrido de ensayo fragmentario, novela y acumulación de textos –supuestamente– japoneses. Pero ninguno de los dos ha estado en Japón. ¿O sí?
Los dos me cuentan que su primer contacto con Japón fue a través del manga y el anime. Juan además practica aikido desde los catorce años. Y un día unos tíos le hicieron un regalo de cumpleaños muy acertado: “Se llamaba Palabras de luz, y era una recopilación de 90 haikus de un poeta japonés del siglo XVII llamado Ueshima Onitsura. Fue a partir de ese momento que empecé a interesarme tanto por el haiku como por otras formas de la literatura japonesa”.
Javier Vela también hizo esa transición del manga a otras formas artísticas: “S?seki, Higuchi, Tanizaki, Akutagawa, Ibuse, Kawabata, como más tarde Abe o Mishima, fueron cayendo caóticamente en mis manos y me invitaron a concebir sin saberlo un territorio mítico que ahora no estoy seguro de querer contrastar con el modelo o el espacio real. Fue a través de esos libros de la era Meiji y moderna como llegué a los clásicos, Sh?nagon, Shikibu, Kenk?, etcétera, que terminaron por completar una imagen en la que redundaban muchos de los autores simbolistas que yo leía por entonces, con ese gusto por el exotismo de huella colonial, y esa mirada ligeramente hegemónica y autosatisfecha que todavía pervive en ciertos orientalistas”.
Pero no es fácil escapar a la mirada orientalizante, a esa forma de apropiación que reduce una civilización ajena a un puñado de clichés, perpetuados en la literatura y el cine, aptos para el consumo en Occidente, un problema del que ambos autores son conscientes. “En el libro”, afirma Javier Vela, “trataba de ofrecer una relectura o una lectura complementaria de la tradición sapiencial, en este caso abordando los paralelismos existentes entre la arquería y la literatura: ambas disciplinas requieren paciencia y compromiso, pero también una disposición del ánimo, un abandono o un olvido transitorio del yo y un cuestionamiento de la propia identidad.
Por último, intentaba inventar un archipiélago literario sensiblemente distinto al que en verdad existe (heteronormativo y patriarcal), un canon alternativo desplazando el foco de atención, que recaía hasta ahora sobre la noción de ‘enseñanza’, hacia la idea de ‘transmisión’, indispensable para abrazar con honestidad el feminismo de nuestros días, y hacia la sabiduría atesorada por las mujeres y legada de unas a otras sin la mediación de los hombres”.
Los rasgos orientalistas los descubre Rivero también en la forma en la que se practica el haiku en Occidente, e incluso en la forma de traducirlos. “Un rasgo muy presente en los autores japoneses de haiku, por ejemplo, es el humor, y sin embargo el número de poemas humorísticos recogidos en nuestras antologías es muy poco significativo.
Algo similar sucede con los elementos de la naturaleza, que en la tradición nipona siempre responden al elaborado código simbólico japonés, que a su vez bebe del chino y, por tanto, posee una tradición repleta de reminiscencias y de juegos que el lector general pasa por alto, perdiéndose la mitad del poema. En mi caso, lo que me interesa del haiku y de formas como el tanka, es que me obligan a expresarme en muy pocas palabras, y eso agudiza tanto el ingenio como la creatividad. Cuando uno cuenta solo con diecisiete o treinta y una sílabas para transmitir algo –en la mayoría de los casos, una idea y/o una emoción– se ve obligado a prestar una atención absoluta a todos los detalles, incluidos elementos que normalmente nos parecen secundarios, como la puntuación o la eufonía”.
Así las cosas, parece casi una provocación que uno de los dos epígrafes que presiden el libro sea esta cita del poeta Si Kongtu: “Todas las formas prestadas son absurdas”. “Creo que ni uno solo de los poemas que he incluido en el libro podría considerarse ortodoxo. Para mí la poesía es hibridación, porque consiste siempre en llenar lo común de lo íntimo, en apropiarse del lenguaje e impregnarlo de uno para causar en el otro una respuesta, una emoción. Cuando elegí ese epígrafe para el poemario, quise avisar al lector de que no se encontraba ante un libro de haikus, ante un ramo inodoro de formas prestadas, sino ante algo muy mío y, por lo tanto, heterodoxo, híbrido, contaminado por mí. No han de tomarse las formas prestadas, sino ocuparse, habitarse; hacerlas propias”.
Vela se acerca a esas formas prestadas “imprimiendo cierta distancia irónica respecto a aquello que cabría esperar de Naoko, la maestra del arco, y de su rol tutelar, algo que a Hitomi, su alumna, como también al lector, se le escatima constantemente”. Según explica, lo que trata de hacer es “parodiar (lo que no puede hacerse sino acudiendo a sus fuentes con veneración) la tradición de la literatura sapiencial japonesa desde varias vertientes. De entrada, el libro propone un código de lectura que participa al tiempo de su propio modelo. Se me ocurrió llamarlo ‘sabiduría ficción’ […] No creo que nadie pueda heredar, salvo reproduciéndola de un modo artificioso, una espiritualidad tan fuertemente arraigada en otra cultura, y el uso inoperante de toda esa literatura de autoayuda no hizo sino confirmarlo: libros que abrían acaso ciertos caminos de búsqueda, pero rara vez de transformación o asimilación duradera”.
Así que en las Revelaciones de la maestra del arco hay un aprendizaje pero no sabemos del todo cómo se produce, porque buena parte de lo que nos llega son los silencios de la maestra o comportamientos y frases difícilmente comprensibles. Silencios que a menudo encontramos en las representaciones de maestros y aprendices japoneses, y que llevan a la meditación o a la perplejidad, como en el famoso koan que inquiere sobre cuál es el ruido que produce la palmada de una sola mano.
Pero no solo estamos aquí ante personajes que callan, la propia estructura del libro crea silencios en los intersticios. No se trata de agotar ningún tema, sino de apuntarlo; y, además, la narración principal se entreteje con anotaciones, citas, reflexiones que parecen enmarcarse en la tradición japonesa pero que a menudo lo que hacen es inventarla: “Así es. El texto acota y define su propio campo de acción, incardinándose en el esquema del género ‘zuihitsu’, en el que los enunciados se suceden de modo digresivo y sin orden sistemático alguno. En cierto sentido, el libro trata de hacer aflorar su propia tradición, de la que participan por supuesto un buen número de autores inexistentes y muchos libros que quizá sean escritos algún día, pero que hasta el momento, digamos, mantienen una relación conflictiva con la verdad”.
Y por supuesto hay silencio en Las hogueras azules: el haiku y el tanka, al limitarse necesariamente a narrar o recrear un detalle hacen que el contexto solo pueda producirse en la imaginación, en el eco que los poemas producen en quien los lee. Y en ese juego entre el detalle y todo lo que sugiere aparece otro de los rasgos con los que asociamos lo japonés, la belleza delicada: “Me parece que la delicadeza”, dice Rivero, “es una cualidad necesaria en un artista.
Implica conocer el material con el que se trabaja, su textura, sus dobleces posibles, y operar a sabiendas de los límites hasta los que física y conceptualmente es posible llevarlo. En este sentido, me gustan los poemas japoneses, al igual que su pintura y su cerámica, porque prefieren reducir a su mínima expresión el artefacto de tal modo que todo quede a la vista. Cuando trabajo con palabras procuro aplicarme esa misma exigencia: trato de no dar más de lo que es necesario, corrijo y corrijo, a veces hasta puntos que pudieran parecer absurdos, y, si algo no me parece a la altura de lo que pretendía cuando empecé a trabajar, lo descarto sin más.
El concepto japonés de makoto, que puede traducirse como honestidad, recoge bien esta idea: hemos de ser honestos con nosotros mismos por respeto a los demás; hemos de ser delicados cuando trabajamos porque el lector lo merece”.
Y quizá sea esa una de las características esenciales de estos dos libros tan distintos pero que tan bien dialogan entre sí: la honestidad, en particular a la hora de acercarse a una cultura ajena sin pretender apropiársela, más bien usando alguna de sus propuestas para desarrollar una obra personal y que no reniega de la propia tradición. Japón, de existir, lo hace a otro nivel, igual que cualquier nación: es la plasmación de las relaciones sociales y económicas –y por tanto políticas y culturales– que se han ido forjando durante la historia en un espacio determinado. Por eso lo que hacen Vela y Rivero no es tanto mostrar Japón como recurrir a una ficción que evoca no un país legendario, sino la capacidad de imaginar de sus lectores y lectoras.