Opinión
Solo hace falta mirar
"La indignación de temporada es un buen vestuario para realizar la migración hacia tierras más cálidas", escribe Jorge Dioni
Todo está más claro cuando sucede lejos. Cuando lo miramos en el televisor o cuando nos llega el rumor por alguna red social, lo vemos meridiano. Podemos colocarlo en el lugar correspondiente de la estantería y, del cajón correspondiente, sacamos la solución adecuada. O, del armario empotrado, sacamos una indignación de temporada. Cuando eso mismo pasa más cerca, en el mismo país, la misma ciudad o incluso al lado de casa, las cosas ya no se ven tan claras. Hay que tomar decisiones, quizá molestar a conocidos o enfadar a gente que puede decidir sobre nuestra carrera profesional. El cajón de las soluciones se atasca en algún “pero” y, sobre todo, aparece de repente un espejo. Cuando algo sucede cerca, nos obliga a pensar qué podemos hacer, no de forma teórica, sino práctica. La respuesta suele ser nada. Silencio. Tan sólo, rezar para que aparezca pronto otro suceso lejano.
Hace un año, la destrucción de ejemplares de Tintín y Astérix en Canadá causó una cierta polémica. Una institución había hecho una selección de comics que mostraban estereotipos culturales sobre los indígenas canadienses y, entre otros, estaban el periodista viajero y el galo ingenioso. Como en la película de José Luis Cuerda, se gritaba: ¡Apocalipsis!, ¡Fin de la historia! La cosa se entendía mejor si se situaba en su contexto, pero eso impide abrir el armario de las indignaciones de temporada.
Canadá lleva años investigando qué sucedió en los internados para menores indígenas hace décadas. Bajo la idea de que eran grupos a los que había que civilizar, unos 150.000 menores fueron separados de sus familias forzosamente y obligados a vivir en una red de 139 instituciones escolares administradas por grupos religiosos. En su mayoría, católicos. No hace falta entrar en detalles, ya que la historia nos suena: castigos físicos, violencia sexual y desapariciones. La muerte de cientos de niños parece algo más terrible que la retirada de una docena de cómics de unas bibliotecas, pero seguro que es demagogia. En 2008, las primeras investigaciones provocaron una disculpa del entonces primer ministro Stephen Harper. También, se constituyó una comisión oficial.
En 2015, la comisión catalogó lo ocurrido en estas instituciones como un “genocidio cultural”. Dos años después, el primer ministro Justin Trudeau pidió sin éxito una disculpa a la Iglesia Católica, la única que no lo había hecho. Comenzaron las deserciones y los ataques a centros religiosos. Normalmente, en forma de pintadas. En 2019, la comisión estableció la cifra de muertos en 4.134. No estamos en Argentina ni en Chile, sino en Canadá. Aunque hubo suicidios o fallecimientos en intentos de huida, la mayoría de los muertos fueron por enfermedades como la tuberculosis, la fiebre reumática o complicaciones derivadas de las malas condiciones de vida. La cuestión es que las familias no recibieron ninguna información y los niños fueron enterrados en fosas situadas cerca de las instituciones. Desaparecidos. En ese año, 2019, comenzó la revisión de los libros por parte de esas escuelas católicas. Alguien pensó que era una forma de resarcir a las familias por lo ocurrido.
La situación estalló el año pasado. En mayo, se anunció el hallazgo de los restos de casi 1.000 niños en dos internados católicos. Los ataques pasaron a ser más agresivos y, a pesar de los llamamientos a la calma, casi 50 iglesias ardieron total o parcialmente. Es una imagen que suele aparecer en las novelas españolas del siglo XIX. El sentimiento antirreligioso no nace de una posición intelectual, sino de los abusos de poder. Los obispos canadienses se disculparon y es en este contexto donde debemos situar la retirada de libros que muestran estereotipos culturales sobre los indígenas canadienses. Fue solo una campaña fallida de relaciones públicas. No había más. No era el apocalipsis, pero la descontextualización del hecho permitía colocarlo en una estantería clara: un nuevo ataque a la libertad de expresión.
Cuestión de poder
La retirada de cómics formaba parte de una larga serie de noticias descontextualizadas que aparecen cada cierto tiempo para poder ponerse la indignación de temporada. La noticia La universidad de Miskatonik elimina de su programa de historia a los hombres suele no ser cierta. Cuando uno se interesa, resulta que un departamento de esa universidad ha realizado un estudio que revela el sesgo de género en la historia y, como parte de ese mismo trabajo, elabora un programa alternativo en el que se da la vuelta al tradicional arrinconamiento de las mujeres. No suele haber más, pero la información sin contexto encaja bien en la estantería mental e incluso tiene más funcionalidades. La indignación de temporada es un buen vestuario para realizar la migración hacia tierras más cálidas. La indignación por el puritanismo de la izquierda y sus ataques a la libertad de expresión son un buen pasaporte para llegar a ciertos lugares y autoconvencerse en el tránsito de que se han tomado las decisiones correctas.
Tiempo después, una juez decidió retirar libros de temática LGTBI de las bibliotecas de centros sociales y de secundaria. Después, reculó, pero su decisión provocó menos aspavientos que la retirada de los cómics en Canadá. Cuando las cosas suceden más cerca, ya no se ven tan claras porque las opiniones pueden molestar a conocidos o enfadar a gente que puede decidir sobre nuestra carrera profesional. Es más fácil considerar que la libertad de expresión está en peligro por una asociación que pide prohibir una canción de los Hombres G que por alguna decisión real de las administraciones, como la imputación de cargos públicos por charlas sobre educación sexual. En estos momentos, hay una persona en Valladolid que se enfrenta a cinco años de cárcel por hacer una pintada en una estatua de Cristóbal Colón: delito de odio contra la españolidad. En el banquillo, siempre está la misma gente.
Al final, todo es una cuestión de poder. Hay asociaciones que protestan y piden que no se celebre un concierto, mientras que, desde un juzgado o una comisaría, el poder se ejerce de forma concreta: se demanda a los artistas, se prohíbe el acto, se detiene a activistas, etc. Presentar ambas fuerzas como equilibradas es una ceguera voluntaria, ese silencio cómodo que suele transformarse en arrepentimiento cuando el proceso ya no es reversible. Dar más peso a la primera es una toma de postura. La llamada cultura de la cancelación no es un nuevo totalitarismo porque el nuevo totalitarismo se parece bastante al antiguo. Lo ejercen los que siempre han tenido el poder contra los que nunca han tenido el poder, pero ahora disponen de ciertos canales para hacerse oír y, por lo menos, protestar.
Cuando salió del campo de concentración, Federico Semprún fue andando a una casa que siempre veía desde el patio. Llamó a la puerta y, cuando le abrieron, se coló y buscó la ventana por toda la casa. La encontró y se quedó un rato mirando hasta que dijo: “Lo sabía, se ve todo”. Siempre se ve todo. Sólo hace falta mirar.