Economía
Crecer para repartir, repartir para crecer… ¿o se trata de otra cosa?
"Se nos dice, en todo caso, que la solución al problema de la desigualdad continúa estando en la consecución de una mayor productividad", escribe el economista y coordinador del videoblog econoNuestra, Fernando Luengo.
“Crecer para repartir”. Este es uno de los mantras más queridos y repetidos por gobiernos, instituciones, medios de comunicación y economistas. La quintaesencia del pensamiento económico convencional, que también impregna buena parte de las corrientes críticas. Un axioma falso que, sin embargo, se mantiene en lo fundamental contra viento y marea, haciéndose pasar por sentido común evidente e indiscutible. Lo de siempre, vamos.
Sí, se reconoce, ¡cómo negar una evidencia tan abrumadora!, que la desigualdad ha aumentado, alcanzando cotas muy elevadas y hasta peligrosas para el funcionamiento mismo del capitalismo. Ha avanzado no solo en años de pandemia y guerra, en etapas de recesión o crecimiento moderado, sino también en fases de auge.
Se nos dice, en todo caso, que la solución al problema de la desigualdad continúa estando en la consecución de mayores estándares de productividad y en el consiguiente aumento del Producto Interior Bruto (PIB); hay que perseverar, por lo tanto, en la implementación de políticas destinadas a conseguir ese objetivo.
¿En qué consisten, en líneas generales, esas políticas? En esencia, desregular las relaciones laborales y contener la progresión de los salarios, privatizar y mercantilizar lo público, introducir medidas de rigor presupuestario para reducir los niveles de déficit y deuda públicos, abrir las economías a los flujos transfronterizos y a la competencia global y liberalizar los mercados financieros, de modo que el capital se pueda mover sin restricciones. Todo ello queda legitimado si, a cambio, se obtiene el preciado tesoro del crecimiento de la productividad y del PIB, pues ello supone que aumenta la “tarta de la riqueza”, una tarta de la que todos, de una manera u otra, se benefician. Los apóstoles de estas políticas sostienen que las mayores ganancias las recibirán las economías rezagadas y los colectivos más vulnerables.
Así pues, desde esta perspectiva, el crecimiento económico crea las condiciones para que las políticas redistributivas sean viables; dicho con otras palabras, para repartir hay que crecer.
Lo primero que conviene aclarar es que, tomando un horizonte temporal amplio, a pesar de la generalizada aplicación de una estrategia promercado en la mayor parte de las economías, desde que las ideas y los intereses neoliberales impregnaron las agendas de gobiernos e instituciones, no se ha obtenido ese plus de productividad y crecimiento que justifique y legitime la aplicación de esas políticas. Y no ha sido porque se hayan aplicado con tibieza.
En todo caso, la cuestión más importante a destacar en lo que ahora nos ocupa no reside tanto en la cantidad de crecimiento como en las consecuencias, supuestamente virtuosas, del mismo. Es justamente en este punto crucial donde quiebra la relación entre el aumento, mayor o menor, del PIB y la reducción de la desigualdad.
Porque, según los defensores de este principio, los avances en la producción y en la eficiencia general de la economía deberían convertirse en más y mejor empleo, en salarios más elevados, siempre compatibles con las ganancias de productividad, y en un aumento de la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas, sin necesidad de incrementar la presión fiscal.
La realidad, sin embargo, dista mucho de este idílico panorama. El volumen de empleo ha sido claramente insuficiente para absorber la oferta de fuerza de trabajo y, además, los contratos precarios no han dejado de ganar terreno; los salarios de la mayor parte de los trabajadores han permanecido estancados o en retroceso; y las grandes fortunas y corporaciones han conseguido un trato fiscal ventajoso, cercenando de esta manera la capacidad redistributiva de los gobiernos, lo que ha supuesto cargar la responsabilidad de la financiación del gasto público sobre las espaldas de las clases populares.
Así pues, la secuencia de encadenamientos virtuosos que sostiene el dogma neoliberal no ha funcionado. No tanto, ni sobre todo, porque el crecimiento haya sido endeble -a pesar de que, como he mencionado antes, las políticas promercado han sido implementadas con verdadera contundencia-, sino, muy especialmente, porque las ganancias monetarias asociadas al mismo se han repartido, y se reparten, de manera desigual, favoreciendo a las rentas del capital frente a las del trabajo, y a los que ocupan posiciones de privilegio frente a las mayorías sociales.
El motor de ese crecimiento ha sido, y lo es cada vez más, la extracción de recursos de la naturaleza y de renta de los trabajadores, así como la ocupación del sector público, poniéndolo al servicio de los intereses corporativos y de las elites económicas. Un capitalismo crecientemente oligárquico, con un reducido número de grandes empresas dominando los mercados, ha intensificado las tendencias expoliadoras, con el resultado de que la desigualdad se ha ampliado y enquistado.
A pesar del fracaso del planteamiento “crecer para repartir” y de que la evidencia empírica disponible apunta precisamente en la dirección opuesta, el discurso se mantiene en lo fundamental. Hay mucha ideología e inercia intelectual a la hora de explicar esta paradoja, pero sobre todo hay intereses muy poderosos, los de las elites económicas y políticas, que se reproducen y refuerzan en esa dinámica, y que, con toda claridad, se enriquecen con la misma.
Quienes defienden el planteamiento “repartir para crecer” pretenden, sin llegar a conseguirlo, abrir una vía de razonamiento nueva o cuando menos distinta de la anterior. En este caso, se invierten los términos de la ecuación, para construir una argumentación donde se encuentran los diversos “keynesianismos” y una parte de la denominada “economía crítica”.
Un punto importante es que, a diferencia del enunciado precedente, la distribución no es una derivada automática e inevitable de la operativa del mercado, sino la condición de un buen funcionamiento del mismo. Estamos, pues, ante un cambio sustancial respecto al dogma neoliberal que ha prevalecido durante las últimas décadas.
Desde esta perspectiva, los poderes públicos -pues se sostiene que no se puede dejar esta tarea en manos de los mercados- tienen que actuar con el objetivo explícito de reducir la desigualdad, objetivo que, en consecuencia, debe ocupar un papel central en la política económica de los gobiernos. La redistribución se convierte de este modo en la piedra angular de la política económica; contemplada, sobre todo, a través de la introducción de más progresividad en la estructura tributaria y del aumento de los salarios.
Actuando en esta dirección, ganaría impulso la demanda, tanto la de bienes de consumo como la de inversión, dinamizando el conjunto de la economía y restableciéndose los consensos y equilibrios que las políticas promercado habrían roto. Las empresas encontrarían estímulos para utilizar mejor sus capacidades productivas y para aumentarlas, lo que tendría un efecto positivo sobre el empleo, los salarios, los beneficios y las finanzas públicas, aumentando, como consecuencia de todo ello, el PIB. Este planteamiento ofrece una alternativa a las políticas de austeridad salarial y presupuestaria que han dominado el prolongado periodo neoliberal.
Existe, no obstante, un denominador común con el planteamiento anterior que es preciso destacar. Por una ruta diferente, es cierto, pero el objetivo continúa siendo hacer máximo el crecimiento económico. Se confía, en consecuencia, en las intrínsecas virtudes del mismo, pues finalmente sólo con el aumento de la productividad y del PIB son sostenibles y financieramente viables las políticas de reparto.
Este planteamiento prioriza la redistribución de la renta y la riqueza en el diseño y ejecución de la política económica, pero, esto es importante precisarlo, dicho reparto no debe debilitar y mucho menos bloquear los motores del crecimiento, que sigue siendo la piedra angular de todo el edificio económico.
Esto condiciona el alcance de las políticas redistributivas en materia fiscal, poniendo límites a la progresividad tributaria y a otras medidas que pudieran adoptarse en materia de igualdad, manteniendo en un papel subalterno al sector público respecto a la iniciativa privada; su mayor presencia no debe invadir ni distorsionar la lógica de los mercados y de las manos visibles que los articulan, que continúan siendo el motor de la actividad económica.
La crisis estructural del capitalismo, que se ha agravado extraordinariamente en las últimas décadas, y los límites de las dos formulaciones que acabo de presentar sucintamente obligan a razonar en una clave radicalmente diferente: “repartir para vivir”.
En esta ecuación desaparece el crecimiento económico como condición imprescindible para que sean viables las políticas de reparto o como resultado de una distribución más equitativa de la renta y la riqueza. Y desaparece porque la lógica de las cantidades sobre las que pretende sostener el continuo aumento del PIB no es viable, tanto por la escasez de recursos -energía, materias primas, materiales…- que tiene que alimentarlo como por las consecuencias devastadoras que ocasiona sobre los ecosistemas y el cambio climático. Y porque esa lógica y los intereses que la articulan están en el origen mismo del aumento y enquistamiento de la desigualdad.
No queda otra, si no queremos despeñarnos como sociedad y como planeta, que reivindicar que otra economía es posible y necesaria. Otra economía en la que hay que conjugar en sus diferentes acepciones el verbo repartir para llevar una vida digna en un planeta habitable. Repartir la renta y la riqueza, los trabajos de cuidados, el empleo disponible y los recursos naturales. Siendo conscientes de que la desigualdad ha alcanzado cotas intolerables, hay que repartir con criterios de equidad los inevitables costes del proceso de transición. Hay que ser conscientes, en este contexto, que las poblaciones y los territorios más desfavorecidos tienen que estar en el centro de las políticas públicas. ¿Crecer en esos ámbitos? Por supuesto que sí, pero promoviendo modelos de vida sostenible.
Al rechazar el paradigma del crecimiento y de la centralidad de los mercados, resulta obligado abrir un debate social y político -que no debe interpretarse en clave electoralista- donde se determinen cuáles son las prioridades y los recursos -humanos, materiales y financieros- necesarios para atenderlos. Solo a partir de ahí se pueden diseñar las políticas económicas a seguir, los plazos de ejecución y el papel de los diferentes sujetos económicos en ese proceso de transformación radical. Este planteamiento tiene importantes implicaciones políticas, no sólo porque supone romper con inercias e intereses muy poderosos, sino también porque requiere de una importante movilización social por parte de la ciudadanía.
Claro que se trata de otra cosa.
Cuatro ratas capitalistas, profundamente desequilibradas, lo quieren todo para ellas, quieren el mundo entero para especular para hacer fortuna. Como si fueran a vivir eternamente.
Según Oxfam, ahora mismo hay millones de personas en Kenia, Somalia, Etiopía y Sudán del Sur enfrentándose a un hambre extrema que podría llevar a muchas de ellas a la muerte.
«Yo criaba cabras y tenía una pequeña tienda, con eso me ganaba la vida. La sequía las ha matado a todas y he agotado mis ahorros, hasta el último céntimo, comprando alimentos. Muchos días nos quedamos sin comer para que nuestros niños y niñas tengan algo que llevarse a la boca.» Diyaara Ibrahim (Wajir, Kenia).
¿Las causas? La peor sequía en 40 años fruto del cambio climático, la subida general y sin precedentes del precio de los alimentos y la energía, todo ello unido al hecho de que el trigo que importaban en un 90% de Rusia y Ucrania, no está llegando.