Cultura
Melatu Uche Okorie, experiencias en un centro de acogida para inmigrantes
'Una vida en acogida' no es un mero recopilatorio de cuentos, sino un libro donde cada cuento es una pieza indispensable para construir un relato que tiene como objeto principal describir la realidad de los centros de acogida en Irlanda.
La vigencia, la actualidad e, incluso, la urgencia de los relatos de Melatu Uche Okorie reunidos en Una vida en acogida no nos debe hacer caer en el error de limitar nuestra apreciación de estos textos a su valor testimonial. Ciertamente lo tienen, pero son algo más que un testimonio. Tan injusto sería, de hecho, valorar dichos relatos únicamente en esos términos como juzgarlos por su carácter de denuncia o sus implicaciones políticas.
Obviamente, no se trata de negar todos estos aspectos, sino de situarlos en su justo lugar y ser conscientes de que lo primero que cabe destacar del primer libro de la escritora irlandesa nacida en Nigeria es su valor literario. Porque aquello que distingue una obra literaria de un mero panfleto es la voluntad de estilo. Y, en el caso de Una vida en acogida, lo último que podemos obviar es precisamente dicha voluntad, así como tampoco la construcción de una voz y de una mirada a través de las cuales trascender la experiencia personal de la cual parte la autora para construir un relato complejo y nada maniqueo a través de distintas historias.
Porque Una vida en acogida no es un mero recopilatorio de cuentos, sino un libro donde cada cuento es una pieza indispensable para construir un relato que tiene como objeto principal describir la realidad de los centros de acogida en Irlanda y, al mismo, tiempo indagar sobre distintos temas como pueden ser el racismo, las dinámicas de poder marcadamente supremacistas, los prejuicios raciales, las falsas expectativas o los condicionamientos de género.
Melatu Uche Okorie llegó a Irlanda junto a su hija pequeña y acabó internada en un centro de acogida hasta que en 2014 le dieron el permiso de residencia. Abandonó así el programa de “provisión directa”, dentro de los que se enmarcan dichos centros, para comenzar a vivir fuera de esos muros dentro de los cuales había pasado ocho años, a lo largo de los cuales su sentimiento hacia ese país y esa institución que la había acogido fue cambiando, pasando de la gratitud al reproche:
“Al principio estaba muy agradecida por el espacio de seguridad donde poder reposar la cabeza, por la cama, por tener un techo, por el anonimato. Agradecía enormemente todo aquello. Pero como sucede con todo en esta vida, las necesidades cambian y lo que antes una consideraba un lugar seguro pronto puede empezar a resultarle restrictivo”.
Y no es de extrañar: ese centro de acogida estaba regido por una lógica tiránica, más propia de un centro penitenciario que de un lugar cuya supuesta función es la de acoger, es decir, “proteger”, “amparar”, “recibir con un sentimiento o manifestación especial la aparición de personas”, tal y como dictan algunas de las acepciones del diccionario.
La crisis de 2004 la pagaron los más débiles. Y entre esos más débiles estaban los migrantes que vivían en esos centros, quienes se despertaban cada mañana sin saber lo que se iban a encontrar: “Puede que la dirección haya dado orden de reducir a la mitad de un vasito de plástico la cantidad de detergente en polvo asignada a cada residente, o puede que haya eliminado alguna prestación básica”.
La gratitud inicial fue desapareciendo al tomar conciencia de que esos centros y el programa de provisión directa no implica otra cosa que una especie de “relación de maltrato” sin poder rechistar por miedo a perder lo poco que se tiene, recuerda la escritora: “Nos adaptamos sin rechistar, tal y como la dirección sabía que haríamos”.
En esas circunstancias, aparece para Okorie la escritura: todas esas historias que, como ella misma confiesa, bullían en su cabeza comienzan a tomar forma en unos relatos a través de los cuales también romper ese silencio de asentimiento, el suyo y el de las demás internas. Porque si algo define los cuentos de Okorie es que, si bien tienen como punto de partida la experiencia personal de la autora, van más allá de lo puramente autobiográfico: Okorie nos presenta distintos personajes, ofreciendo así un abanico de identidades diferentes.
Recurriendo, además, a diversos narradores, la escritora consigue ofrecer un retrato poliédrico de la experiencia de la inmigración y de los centros de acogida, pero también y sobre todo de la relación con el otro –el diferente, el extranjero, el que no pertenece al grupo–. La autora observa de qué manera actúa el racismo como violencia estructural de una sociedad que rechaza el otro, haciendo énfasis en la falsedad de la idea de “acogida”, el perfecto eufemismo utilizado por un sistema que, lejos de acoger, rechaza, sitúa al margen. Esa “acogida” no es tal en cuanto el otro –el inmigrante– sigue siendo otro, alguien que no es reconocido como uno más.
Asimismo, lejos de construir un tableau de buenos y malos, observa de qué manera los prejuicios raciales son generalizados y, por ejemplo, al describir la convivencia dentro del centro, observa los recelos que tienen los propios inmigrantes entre ellos por su proveniencia. “¿Congo? Están más locos que los nigerianos, ¡eh! Nosotros, los nigerianos, solo tenemos boca, pero en Congo pelean con cuchillo”, afirma Ngozi, una de las protagonistas del primer relato, que da título al libro. “Los de Benín son los mejores en todo. Los mejores mentirosos, los mejores criminales, las mejores prostitutas, los mejores robamaridos”, leemos pocas líneas después en este mismo relato, quizás uno de los más logrados y en el que, además, la autora observa de qué manera hay clases de inmigrantes.
Mientras en estos días Europa se vuelca con los refugiados ucranianos de una manera que nunca ha hecho con las víctimas de otros conflictos –de Ruanda a Siria, pasando por Congo y Afganistán–, Okorie nos describe a esos “europeos del Este” que llegan a Irlanda y terminan trabajando como vigilantes de otros inmigrantes. Los primeros, rubios como los propios irlandeses, los segundos, de piel negra y ojos como el azabache. Dos razas, dos proveniencias y distinta clase. Porque, como se nos describe en los otros relatos, el racismo siempre es clasista o, quizás, todo clasismo es una forma de racismo, entendido como rechazo a ese otro con el que la sociedad no quiere confrontarse, el pobre y el inmigrante, quizás porque nos recuerdan que todos somos susceptibles de ser, como lo fueron nuestros abuelos, pobres e inmigrantes.
Captando con particular agudeza un inglés lleno de interferencias, incorrecciones y latiguillos en los que resuena la lengua materna, Okorie consigue dotar a cada uno de sus personajes de su particular habla, determinado por el origen de cada uno. De esta manera, resuenan muchos acentos en una escritura que, lejos de buscar la neutralidad, busca subrayar las diferencias y los contrastes, consciente de que el idioma es precisamente uno de los lugares en los que se libran las relaciones de poder y de sumisión.
Frente al inglés normativo de los de aquí, encontramos esos otros inglés que se abren paso y que la autora reivindica convirtiéndolos en lengua literaria. Cabe destacar, al respecto, el trabajo de Lucía Barahona Lorenzo, cuya extraordinaria traducción es una razón más para leer los relatos de Melatu Uche Okorie.
Una vida en acogida
Melatu Uche Okorie
Traducción de Lucía Barahona Lorenzo
Automática editorial, 2022