Internacional
La guerra acentúa la precariedad en la que ya vivía la población anciana de Ucrania
En Kíev, la capital, quedan pocos niños y niñas, pero sí muchas personas ancianas que se han quedado atrapadas en sus viviendas por sus problemas de salud. “Cuando escucho los bombardeos me meto debajo de la mesa y lloro como cuando era niña durante la II Guerra Mundial”, lamenta Eiludgarda Miroshnychenko.
“Cuando escucho los bombardeos me meto debajo de la mesa y lloro como cuando era niña durante la II Guerra Mundial”. Para llegar a la casa de Eliudgarda Miroshnychenko, en pleno centro antiguo de Kiev, a apenas diez minutos en coche en circunstancias normales de la plaza Maidán, hay que atravesar una quincena de check points. Pero ella no lo sabe porque desde que, hace ya más de un mes, comenzase la invasión rusa, solo ha bajado un puñado de veces a la tienda del barrio para comprar algo de comida.
Tiene 85 años, problemas del corazón y un miedo atroz a que le ocurra algo y que sus hijas tarden unas horas en darse cuenta de que algo va mal. Así que, desde hace semanas, tiene preparadas en su dormitorio una pequeña maleta roja y una bolsa de tela. En ellas solo lleva una muda, su documentación y medicinas. Por sus problemas de salud y por su edad, teme subirse en un tren con cientos de personas hacinadas en cada vagón, de pie durante horas, sin nadie que la recoja en el destino y la pueda acompañar a un aeropuerto en Polonia. Desde allí, por fin, podría volar a Barcelona, donde vive una de sus dos hijas.
“Cuando vivíamos en la Unión Soviética, íbamos a Moscú o a otras ciudades y nadie nos preguntaba de dónde éramos, todos nos llevábamos bien. No entiendo cómo nos pueden estar haciendo esto”, explica, sentada junto a dos orquídeas florecidas que ofrece regalarle a la periodista. No cree que vuelva a ver este apartamento, en el que crío a sus hijas, se jubiló de su trabajo como física-matemática en el Instituto Automático de Ingeniería, se quedó viuda. “Una vez escuché que son mejores diez años de negociaciones que un día de guerra”, dice, con su aire a Joan Didion, en su sillón de piel clara desgastada, con una cristalera a sus espaldas que, aquí y ahora, resulta imposible no imaginar convertida en un millón de agujas.
Hace días que Miroshnychenko dejó de encender la tele para proteger su salud: las noticias le suben la tensión y desde que comenzó la guerra necesita tomar más medicinas para bajarla. Le indigna no ser joven para poder quedarse a “defender su país como voluntaria”, explica esta mujer que coordinaba un programa de aluminio laminado en una fábrica de más de 3.000 trabajadores.
“Mi hija estudió en Moscú, mi marido era militar soviético. Y ahora toda la relación familiar que teníamos con nuestros vecinos se ha roto”, explica, rodeada de las fotografías que definen los hitos de una vida: su abuela, una muchacha de rostro redondo y mirada cristalina mirando al futuro desde Estonia, de donde le viene el nombre a Eliudgarda; sus padres, sus hijas, sus nietos sonriendo a cámara… Un árbol genealógico de rostros que nos contemplan desde las paredes y que se quedará aquí, cuando por fin se cambie las zapatillas de andar por casa por los botines acolchados y eche las llaves a las dos puertas que las viviendas de los viejos edificios soviéticos siguen teniendo.
“El 80% de mis vecinos se ha ido. En este edificio solo quedamos un hombre y yo. Y en el de al lado, un par de familias. Me duele que mis vecinos no me preguntasen si me quería ir con ellos. Se marcharon sin decir nada”, explica, mientras agradece haber podido hablar con alguien un ratito en persona. “Me ha aliviado”, dice, antes de despedirse en el quicio del descansillo.
Tras la visita de esta periodista, Eliudgarda decidió que tenía las fuerzas necesarias para subirse a un tren hasta Varsovia, donde miembros de Open Arms la esperaban. Esta ONG está coordinando vuelos desde Polonia para trasladar a personas refugiadas a España e Italia. En Barcelona, la esperan sus hijas y sus nietos.
Quienes se quedan
La madre de Helen Kuchma llevaba cuatro años lidiando contra un cáncer de cuello y de huesos cuando el 24 de febrero Rusia invadió, de nuevo, Ucrania. Y entonces no solo su vida, sino también la de su hija se complicó mucho más. “No podíamos bajarla a los sótanos cuando sonaban las alarmas porque estaba encamada, no había forma de transportarla, ni de luego poder mantenerla en condiciones dignas durante horas en un refugio. Además no lo hay en su edificio así que hubiésemos tenido que ir a los de los edificios de en frente. Así que nos quedábamos en la octava planta de su apartamento mi padre, ella y yo sin saber si nos iban a bombardear en cualquier momento», explica esta profesora de un instituto de secundaria de la capital de Ucrania.
Las clínicas de especializades médicas cerraron los primeros días de la invasión y Helen se pasó horas corriendo de una farmacia a otra para conseguir la morfina que aliviaría los dolores de su madre. La mayoría sufrió desabastecimiento, las colas eran interminables y nadie hacía caso a las etiquetas de preferente que lucen algunas recetas en Ucrania para evitar que sus portadores tenga que hacer cola por sus problemas de salud. Finalmente terminó consiguiéndola. Su madre murió tres días antes de que Helen mantenga esta entrevista.
Desde entonces, es voluntaria en una red de apoyo que se ha creado en el centro de Kiev y se dedica a hacer colas para recoger medicamentos y comprar comida para las personas mayores que se encuentran atrapadas en sus pisos por problemas de movilidad o, también, por el miedo a que les pase algo.
Uno de las parejas a las que visita diariamente son Dimitrii y Lera. Viven en un herrumbroso edificio de cuatro plantas que el régimen soviético destinó a los geólogos y al que sus arquitectos no dotaron de refugio. Cuando Helen les informa de que le acompaña una periodista, Lera se vuelve al interior de su casa y le pide a su marido que no hable. El miedo lo atora todo estos días en Ucrania: miedo a que cualquiera pueda ser un agente ruso, un agente del Estado ucraniano que pueda terminar acusándoles de ser un agente ruso, o de que sus palabras terminen convertidas algún día en un argumento para encarcelarles. Casi nadie quiere hablar estos días en este país por temor a terminar preso en medio de una guerra.
Sin embargo, Dimitrii quiere, necesita, expresarse. Así sea apostado en el quicio de su puerta. “¿Cómo pueden hacernos esto nuestros hermanos mayores? Pues porque no eran nuestros hermanos. Eso es lo que hemos descubierto con esta guerra. Nos acusan de ser nazis y nos matan como lo hicieron los alemanes nazis”, espeta este hombre que dice que no se van de Kiev porque dónde van a ir, porque están enfermos, porque están viejos, porque no sienten fuerzas ni interés por empezar una nueva vida en otro lugar, y porque esta es su ciudad y no quieren dejársela a los invasores.
Mientras Dimitrii se desahoga del miedo y la angustia de las últimas semanas, Lera le grita desde el salón que se calle, que vaya a tomar el té, que nos cierre la puerta. Helen parece sorprendida por la reacción de la anciana: como a tantas otras personas del barrio, le trae diariamente la comida y las medicinas que consigue tras hacer largas colas. Le sorprende que, ni viniendo con ella, esta periodista les genere la suficiente confianza como para hablar tranquilamente. En el patio interior del vecindario otra mujer a la que le ha llevado varias veces bienes de subsistencia le grita que los voluntarios no hacen lo suficiente y que no vuelva a traer extranjeros a su edificio. Un mes de guerra ha exacerbado los nervios y la desconfianza de la mayoría de la población.
Los cuidadores imprevistos
La prohibición del Gobierno ucraniano de que los hombres de entre 18 y 60 años abandonen el país ha acentuado, por una parte, los roles de género al provocar un éxodo masivo del país de mujeres que se quedan al cargo de los cuidados de los menores y de las personas ancianas dependientes. Pero también ha provocado que muchos hombres se queden a cargo de sus padres y madres, así como de sus suegros.
Es el caso de Anastasia Zavalo, que se fue con sus dos hijos a vivir al sudoeste, cerca de Mukachevo, dos semanas después de que la guerra comenzase. En la capital se quedaron su madre y su marido, que se convirtió así en el cuidador de su suegra, dependiente por problemas de movilidad. “Si ella se encontrase mejor, se habría venido con nosotros. Pero no ha querido porque solo puede moverse de su habitación a la cocina, y apoyándose en las paredes”, explica su hija por vía telefónica. “Nuestro apartamento está en una zona que no está siendo bombardeada, pero ve las noticias y eso la altera muchísimo. Y nosotros no queremos salir del país. No sabemos qué va a pasar”, explica Dilo, trabajadora del ámbito de las tecnologías de la información, un sector que aporta un 10% del PIB al país, según datos oficiales.
Un decrépito sistema público de salud
El 13 de febrero le diagnosticaron un cáncer de próstata al padre de Olena Chekushyna. Conseguir el tratamiento que necesitaba de manera subvencionada por el sistema público de salud le habría llevado meses. Así que decidió esperar a cobrar el sueldo de marzo de la empresa israelí de prevención de riesgos laborales para la que trabaja y gastarse entonces los 300 euros que le costarían el pack más económico de pastillas para el siguiente trimestre. Pero nueve días después comenzó la invasión y Chekushyna se dio cuenta entonces de que debía conseguir de inmediato los medicamentos si no quería que todo se complicase más en los siguientes días. Sin coche propio, tuvo que recorrer varios barrios de la capital mientras sonaban las sirenas hasta dar con los medicamentos.
El sistema público de salud ucraniano ya era decrépito antes de la guerra. De hecho, en 2021 hubo un brote infantil de poliomielitis, una enfermedad que había quedado erradicada, y contra la que se puso en marcha una campaña masiva de vacunación. De hecho, Ucrania se encuentra a la cola de los países por gasto en salud: el 7,42% de su PIB en 2017, el último año del que ha hecho públicas las cifras. Esta inversión lo sitúa en el 122 de los 192 publicados.
Pero con la invasión, la situación del sistema sanitario se ha vuelto crítica. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha verificado 16 ataques rusos contra la atención sanitaria y ha advertido que escasean medicamentos esenciales como el oxígeno y la insulina, los suministros quirúrgicos, los anestésicos y los equipos de protección personal.
Y mientras todo esto ocurría en su país, el padre deChekushyna seguía viendo la televisión rusa, como había hecho toda su vida. Y cuando su hija iba a visitarle, le decía que lo que ella le estaba contando eran mentiras. Mientras, esta mujer de pelo corto azul, preparaba la evacuación de su propia hija, de 16 años, que justo en el día de la entrevista se encontraba viajando a Reino Unido.
“Mi padres –mi madre murió hace un año- son de origen étnico ruso. Y toda la vida se han informado solo mediante los medios rusos. Así que viven en su realidad paralela estando en Kiev. Mi padre me dice que los rusos están bombardeando su hogar. Y yo le digo que no. Que el hogar es donde tienes a tus hijos y a tus padres, y que este es mi hogar y no el de ellos. Piensa que yo y mi hermano fuimos abducidos por la propaganda nacionalista ucraniana”, explica con hastío, como si esta guerra hubiera estallado una guerra familiar que llevaba viviendo sus 46 años de vida.
“No sé cómo puede albergar tanto odio contra el país en el que vive”, subraya, antes de despedirse para ir a visitarlo y ver cómo se encuentra. Porque también son muchas las mujeres que se han quedado en Ucrania para cuidar de sus padres y madres. Aunque sea en circunstancias como las que resume su caso, en el que las identidades rusa, ucraniana y la influencia de los medios de comunicación dividen no solo a países, regiones y comunidades, sino también a las propias familias.
En Kiev es difícil ver niños, pero es habitual encontrarse con mujeres ancianas andando solas por las grandes avecinas vacías, cargando con alguna bolsa de plástico, abrigadas y con la cabeza cubierta con un pañuelo. Ucrania ya era un país envejecido por la masiva emigración que ha vivido a países de la Unión Europea desde el colapso de la Unión Soviética. Y esta guerra ha evidenciado las condiciones de precariedad en las que muchas personas ancianas vivían en Ucrania cuando aún no les sobrevolaban las bombas, y que ahora se han visto forzadas a quedarse, como si la vida ya no tuviera nada reservado para ellos, como si no importase si la muerte les llega por la enfermedad, por la falta de medicamentos y asistencia médica o por la guerra.