Opinión
A falta de suelo
"[Existe una] cadena de despropósitos políticos con los que se pretende inyectar oxígeno a una industria cuyo declive estriba principalmente en causas biofísicas y atenta contra un equilibrio ecológico que ya hemos dinamitado", reflexiona Azahara Palomeque
“La nueva universalidad consiste en sentir que el suelo se está desintegrando”, escribió el filósofo y sociólogo Bruno Latour en su libro Dónde aterrizar (2019). Evitaba decir “tierra” o “planeta” para que sus argumentos no fueran desprestigiados como son a menudo los del colectivo ecologista, que trabaja con datos científicos, la misma ciencia que provee vacunas y tratamientos de cáncer, tan elogiados. Rehuía el animismo con que mucha gente se refiere al “medio ambiente” como algo externo que no le afecta. Enunciaba, en su lugar, “suelo”, superficie por la que caminamos, sostén del animal pensante que somos, suelo que privatizar y con el que especular, hogar y también terreno que cultivar.
Se refería, en definitiva, a nuestra supervivencia cotidiana y sus peligros, y a partir de esa realidad esgrimía una teoría: que la política se articula en torno a la emergencia climática, cuyo conocimiento y posterior negación habría servido a las élites para aumentar las desigualdades sociales y fomentar la desregulación de todo. Si la biosfera se agota, más vale –espetarían los ricos– salir lo mejor parados posible y que el resto siga creyendo en una suerte de progreso maltrecho que intenta refutar lo evidente: el sistema se desmorona.
En los últimos días estamos constatando algunos síntomas de esa desintegración mientras la algazara informativa atiende a las disrupciones puntuales sin apuntar a la gravedad de fondo. El problema es que ya no nos queda tiempo para tanto parche: no hay suelo, ¿recuerdan? Debajo está el abismo.
No comparto con Latour la cadena causal pero sí las conclusiones de su trabajo. La crisis medioambiental –que es existencial y no radica solamente en el incremento de la temperatura global, sino también en la extinción masiva de especies, la contaminación por compuestos químicos, etc.– se encuentra estrechamente relacionada con el conflicto de Ucrania en cuanto que la sobreexplotación de recursos naturales, entre ellos el petróleo y sus derivados, ha creado un panorama de escasez que amenaza con subvertir las coordenadas del mundo tal y como lo hemos conocido, suscitar más guerras, hambrunas y unas privaciones materiales que asimismo empobrecerán a los que, por la lotería del nacimiento, nos encontramos viviendo en zonas más favorecidas del globo, como Europa.
Además del desabastecimiento de productos esenciales como cereales y aceites, se culpa a la lid provocada por Rusia del alto precio del gas y el diésel, y se asegura que la oferta no puede satisfacer la demanda, pero no se explica que esta carencia responde en buena parte a la extracción desbocada de las últimas décadas y el agotamiento de los pozos. Tampoco se cuenta que las medidas adoptadas para mitigar el daño de esta situación son pan para hoy y hambre para mañana, pues se sigue insistiendo en una huida hacia adelante en vez de realizar cambios estructurales, quizá costosos e impopulares, pero necesarios para devolvernos el suelo y terminar con este estado de suspensión constante, de vida en volandas, antes de la caída. Pondré algunos ejemplos.
La Unión Europea declara el gas fósil –conocido como gas natural– energía “verde”, mientras persigue reducir su dependencia de Rusia y diversificar proveedores, pero pocos explicitan cómo la crisis climática expandirá sus tentáculos creando más escenarios de desabastecimiento. España decide subvencionar el transporte por carretera con generosas cantidades de euros hasta el 30 de junio, pero no se contempla que la bajada artificial de los carburantes sirva de poco cuando se cierre el grifo de los subsidios públicos y se alce el coste de nuevo, de la misma manera que no se cuestiona la inviabilidad de una cadena de suministros totalmente dependiente de los combustibles fósiles.
Si bien se sopesan proyectos a largo plazo como el gasoducto MidCat, que transferiría gas argelino a Francia pasando por la Península, esa misma previsión no se aplica a la creación de una red de trenes de mercancía eléctricos, la promoción de la agroecología, el consumo de cercanía o la transformación de nuestros parques en huertos urbanos.
Estados Unidos se compromete a exportar un 66% más de Gas Natural Licuado (GNL) a Europa, pero no informa del desastre medioambiental causado por el fracking, ni de que esta técnica de extracción tiene los días contados porque directamente no es rentable. Por si fuera poco, desoye las recomendaciones de la Agencia Internacional de la Energía, que ha pedido que no se levanten más infraestructuras para combustibles fósiles, y concede permisos destinados a la construcción de 16 terminales de GNL en el golfo de México, una zona que, cada año con más frecuencia, es barrida por huracanes que paralizan el funcionamiento de las compañías petroleras.
A nivel interno, California, un Estado bastante progresista, anuncia un subsidio de 400 dólares para quien tenga coche, con lo cual se sufragan las emisiones de efecto invernadero mientras se penaliza a los que, por razones éticas o debido a su pobreza extrema, no poseen un vehículo propio.
Podría continuar detallando la cadena de despropósitos políticos con los que se pretende inyectar oxígeno a una industria cuyo declive estriba principalmente en causas biofísicas y atenta contra un equilibrio ecológico que ya hemos dinamitado. Podría gritar la incongruencia que supone organizar debates televisivos sobre la crisis energética sin especialistas en ciencias naturales, como si la energía la engendrase el mercado bursátil o los despachos del Gobierno y no estuviese indefectiblemente conectada a la materialidad de la tierra.
Podría, incluso, advertir de que las expertas y expertos que llevan décadas estudiando estos temas han alertado de la necesidad de reforzar los servicios asociados al estado del bienestar, pues solo eso –y no el gasto en armamento– conseguiría paliar los embistes de la escasez en una población cuya vulnerabilidad aumenta conforme lo hace la destrucción planetaria y los beneficios económicos de los mismos.
Podría, pero, ¿se escucharía el mensaje en plena levitación del sentido? No hay suelo, ¿recuerdan? El problema es que tampoco hay geopolítica sin él, se precipita al vacío el “geo” de la palabra a falta de territorio tangible; vuela el “eco” de economía si la casa se volatiliza; nuestros pies planean en la lógica de la pendiente aguardando el desplome.
Nunca te llamarán los capos que tienen sometido al mundo para que les asesores, Azahara.
No quieren sabios ni sensatez en el mundo; son sus enemigos ya que les impiden hacer sus exitosos negocios a coste de destruir al Planeta y a sus criaturas.
Estas ratas son seres alienados, endemoniados, son una minoría; pero la mayoría, los de abajo, permitimos que nos arrastren al vacío. Ellos serán los últimos que caigan o, como el Opus Dei en la montaña de Torreciudad, tendrán ya sus bunkers preparados o se irán a alguno de los Planetas que ya frecuentan.
Utilizando la guerra de Ucrania como pretexto propiciatorio, el gran capital europeo está tratando de preparar las condiciones para que el negocio de la guerra, encausado a través de la inversión armamentística, cobre un relieve semejante al que este «apartado económico» tiene en los Estados Unidos. De ahí la intensificación sin precedentes que se está inyectando a la propaganda bélica en España y en Europa.
https://canarias-semanal.org/art/32448/el-banco-santander-aumenta-un-174-su-inversion-en-empresas-de-armas-nucleares