Cultura

[Adelanto editorial] Feminismo de barrio. Lo que olvida el feminismo blanco

Mikki Kendall analiza en 'Feminismo de barrio' (Capitán Swing) "el fracaso del movimiento feminista a la hora de abordar las necesidades de todas las mujeres excepto de unas pocas".

Detalle de la portada de 'Feminismo de barrio'.

Mi abuela nunca se describió como feminista. Nacida en 1924, después de que las mujeres blancas consiguieran el derecho a voto, pero criada en plena segregación racial bajo las leyes Jim Crow, mi abuela no veía aliadas ni hermanas en las mujeres blancas. Ella creía a pies juntillas en ciertos roles de género, y no tenía paciencia para andar debatiendo sobre la incorporación de la mujer al mundo laboral cuando surgió el tema después de la Segunda Guerra Mundial. Había trabajado desde siempre, como lo habían hecho sus antepasadas antes que ella, y cuando mi abuelo quiso que dejara de trabajar fuera de casa para ser él el principal sostén económico de la familia, a ella le pareció lo más lógico del mundo. Porque estaba cansada y porque le daba lo mismo trabajar en casa cuidando de sus hijas que cuidando niños ajenos. Tal y como ella lo veía, todas las mujeres tenían que trabajar. La diferencia estaba en la cantidad de trabajo y el lugar. Además, como muchas otras mujeres en esa época, tenía otros medios para ganar dinero desde casa, creativos y a veces directamente ilegales, y no dudaba en ponerlos en práctica cuando la necesidad apretaba.

Decretó que sus cuatro hijas, que le dieron seis nietos en total, estudiaran, lo mismo que lo decretó para cualquiera; daba igual que fuera un primo, una amiga o un vecino del barrio. Su respuesta para casi todo era: «Ve a la escuela». En la familia a nadie se le ocurrió la posibilidad de abandonar los estudios, no solo por te-mor a su ira, sino porque su sabiduría era digna de respeto. La secundaria era obligatoria, la universidad era más que aconsejable y daba igual que fueras chico o chica. Al igual que creía que todo el mundo tenía que trabajar, pensaba que todo el mundo debía tener una educación, sin importar mucho cómo lo consiguieras o lo lejos que llegaras con tal de que supieras cuidar de ti misma.

Mi abuela continúa siendo —a pesar de sus esfuerzos inútiles por tratar de hacer de mí una señorita— una de las mujeres más feministas que he tenido el placer de conocer y, sin embargo, ella nunca se identificó con esa etiqueta. Ya que gran parte del discurso de las feministas de su época estaba plagado de suposiciones racistas y clasistas sobre las mujeres como ella, prefería concentrarse en lo que sí podía controlar, y desdeñaba abiertamente gran parte de la retórica feminista. No obstante, vivía su propio feminismo, y sus ideales eran semejantes a los postulados mujeristas sobre el bienestar individual y comunitario. Me enseñó que ser capaz de sobrevivir, de cuidar de mí misma y de mis seres queridos era más importante que parecer respetable.

El feminismo, definido según las prioridades de las mujeres blancas, dependía de la disponibilidad de mano de obra barata en el hogar, suministrada por las mujeres de color. Trabajar en la cocina de una mujer blanca no ayudaba en nada a otras mujeres. Esos trabajos nunca habían faltado, nunca habían estado bien remunerados y siempre habían sido peligrosos. La libertad no consistía en hacer el mismo trabajo a cambio de una ínfima posibilidad de tener acceso a unas oportunidades que probablemente nunca llegarían. Que a las mujeres blancas les fuera mejor no era, ni sería después, el camino hacia la libertad para las mujeres negras.

Mi abuela me enseñó a ser crítica con cualquier ideología que afirmase que querían lo mejor para mí si quienes la enarbolaban no me preguntaban qué quería o qué necesitaba yo. Me enseñó a desconfiar. Lo que no comprenden las personas progresistas que ignoran la historia es que la desconfianza se enseña, igual que el racismo. Especialmente en los hogares como el mío, donde las dos generaciones anteriores habían vivido las leyes segregacionistas de la era Jim Crow, el COINTELPRO, el reaganismo y la «guerra contra las drogas», se les enseñaba a los niños desde bien pronto a no meterse en problemas. La poli te acosaba, pero nunca te pro-tegía cuando había violencia en el vecindario, por lo que no necesitábamos lecciones de gente de fuera sobre qué era lo que no funcionaba en nuestra cultura y nuestra comunidad. Lo que necesitábamos era que se pusieran en marcha los privilegios económicos y raciales de los que carecíamos para protegernos. Mirar con escepticismo a quienes te prometen que se preocupan por ti pero no hacen nada por ayudarte es una lección de vida que puede serte útil cuando tu identidad te convierte en un objetivo. Ser de la clase media no equivale a tener un escudo mágico que te proteja por completo de las consecuencias de tener un cuerpo criminalizado solo por existir.

Si te ven como una buena chica es probable que sirva de algo; es alguien que valora encajar, que acepta el statu quo. Hay recompensas, aunque menores, para quienes se asimilan al paradigma de la clase media, personas que aparentan respetabilidad y ninguna tosquedad. Yo nunca he pertenecido a ese grupo, tampoco pretendo evaluar ni juzgar a quienes sí encajan en ese molde. Ya he aceptado que nunca encajaré, ni siquiera si logro pulir todas mis asperezas. Me da igual no estar a la altura de las expectativas de una gente a la que no le gusto. Disfruto sabiendo que mis decisiones no son aceptables para cualquiera. Mi feminismo no vale para aquellas que están cómodas con el statu quo porque ese camino no conduce a la igualdad de las chicas como yo. Cuando era niña pensaba que si era buena, si me comportaba como una señorita, entonces podría mantenerme a salvo del sexismo, del racismo y de otras violencias. Después de todo, mi abuela estaba tan decidida a que lo fuera que tenía que significar algo.

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