Los socios/as escriben
¡Saquen sus sucios móviles del cine!
"La mala educación en el cine es una falta de respeto endémica, una disfunción de la convivencia, de la paz, una carencia educativa", escribe Mario Crespo
Al principio pensaba que era una cuestión de mala suerte, que siempre me tocaba a mí, que era un asunto relacionado con el azar. Pero con el paso del tiempo me di cuenta de que se trataba de una causa-efecto, pura tautología: si vas al cine, alguien te molestará con la luz azul de la pantalla del móvil.
A veces es un instante, un momento aislado, algo puntual, puesto que toda nuestra vida depende de las funciones y aplicaciones de nuestros dispositivos (consultar la hora, leer un mensaje urgente), pero muchas otras es algo permanente a lo largo del metraje (enviar mensajes, tuitear, postear en Instagram o incluso escuchar audios). Por desgracia, cada vez es más habitual el segundo caso; gente que no puede dejar el móvil durante unos minutos, que necesita tocar la pantalla constantemente, jugar con las aplicaciones, leer los mensajes al instante con total impunidad.
Yo mismo he experimentado la adicción al teléfono móvil alguna vez; recuerdo estar viendo series en la televisión mientras consultaba Twitter, Instagram o leía los mensajes que me llegaban por WhatsApp. Pero nunca en el cine. ¡Eso jamás! En la vida se me ocurriría desbloquear la pantalla e iluminar mi cara con la luz azul de la pantalla, provocar las miradas de otros espectadores, atraer toda la atención hacia mí. ¿Acaso soy más importante que Meryl Streep? Si lo he hecho alguna vez, ha sido durante un segundo para consultar la hora y ver cuánto falta de metraje, en el supuesto de que la película me aburra o se me esté haciendo larga. Nada más que eso. Y además a hurtadillas: escondiendo el aparato bajo las piernas para tamizar el destello azulado. Porque, de hecho, me parece una falta de respeto hacia los demás espectadores, hacia los exhibidores y hacia el séptimo arte en general. Una profanación de la oscuridad, de la proyección, de la exhibición en salas. Un insulto al arte.
Sin embargo, y a pesar de las advertencias y anuncios que se proyectan junto con los tráilers: «Por favor, apaguen sus teléfonos móviles», el uso del móvil se ha convertido en una constante en las salas. Un mal hábito que, lamentablemente, se está normalizando. Apple planteó hace años desarrollar un «theatre mode» que sin embargo solo ha sido implementado en los Apple watch. Se trata de una configuración que mantiene la pantalla en tonos oscuros para no distraer a los vecinos de las butacas de alrededor. Y hasta que este modo se aplique en los móviles (dando por supuesto que la gente usase esa configuración, pues hay personas que ni siquiera usan el modo avión en los vuelos) la situación seguirá siendo la misma.
Pero lo que resulta realmente preocupante para la cultura, y para la sociedad, es que haya gente, tanta gente, que no se dé cuenta de la molestia que causa la luz de su teléfono móvil de forma continuada, que no quiera entenderlo, respetar la norma, hacer un pacto de no agresión. Personas a las que no le importa lo más mínimo fastidiarles a otros espectadores la película, porque un móvil, aunque no lo parezca, te puede joder una película.
El proceso es el siguiente: estás concentrado en la imagen y el sonido, siguiendo el argumento, la historia, y, de repente, una luz azul llama tu atención y provoca que tus ojos se desvíen de la pantalla para buscar la procedencia del destello. Entonces te quedas mirando a ese punto para ver si la luz se apaga, hasta comprobar si es algo temporal o esporádico. Y cuando de repente lo hace, vuelves los ojos a la pantalla gigante, la que proyecta la película y… ¡tachán!, ya te hayas perdido algo. Puede que la luz no vuelva a aparecer, que aparezca de nuevo de forma intermitente (o ininterrumpida) o que aparezcan otras luces desde otras butacas, que, siguiendo el mismo proceso, descontarán minutos de atención al espectáculo que has ido a ver.
En resumen, debido al uso de los móviles en el cine, no solo pierdes el hilo de la película durante unos instantes, sino que obtienes un enfado, pues cuando la luz es repetida y continua te irrita, te hace pensar y dudar si intervenir, si llamar la atención y decir algo, si dejarlo pasar porque, total, hoy día es una cosa normal, hay que acostumbrarse y vivir con ello…
Pero si finalmente la luz del móvil agresor no se apaga y decides intervenir, pueden suceder varias cosas, a saber: que el “iluminador azul” te pida perdón, que esconda el móvil avergonzado, que te replique, o incluso que se produzca un enfrentamiento verbal. Cualquiera de estos supuestos te hace, en cualquier caso, perder la atención.
Años atrás se produjo un incidente en un cine de Los Ángeles cuando, durante un pase de Mr. Turner, uno de los espectadores fue gaseado con un spray de pimienta tras pedirle a otra espectadora que apagara su teléfono. Supongo que mi larga experiencia en la lucha contra el uso del móvil en salas se debe a mi elevada asiduidad a los cines, pero yo he visto de todo. Veamos:
Hace poco, durante la proyección de El contador de cartas, una señora enfundada bajo tres mascarillas, no dejó de enviar mensajes de WhatsApp desde los créditos iniciales. Estaba en paralelo a mí, con el pasillo de por medio. Cada poco desbloqueaba el teléfono para ver las notificaciones, si le habían respondido, etc. Quizá fuera una urgencia, no digo que no, pero en ese caso, debería haber abandonado la sala para resolver sus asuntos y regresar después. En el último tercio de la película le dije que el móvil nos estaba molestando y distrayendo a los demás. Avergonzada, metió el dispositivo en el bolso y no lo sacó más.
Hace unos meses, viendo Madres paralelas, ya hacia el final de la película, me di cuenta de que un chaval joven, sentado junto a su pareja dos filas por delante, estaba grabando algunas secuencias. Es posible que lo hubiera hecho durante todo el metraje. Pero la cámara no molestaba a los demás, pues no desprende luz azul. Dudé si debía decir algo, si se estaba cometiendo un delito contra la propiedad intelectual (algo por lo que yo mismo recibo derechos y que hay que salvaguardar), dudé si debía informar a los responsables de la sala. Dudé y dudé, y mientras dudaba, perdí el hilo de la película. Cuando lo retomé, ya estaba acabando. Y el chaval había dejado de grabar.
Este episodio me recordó que tiempo atrás había vivido una experiencia similar mientras pasaban la archiconocida Joker. En la fila de delante un nutrido grupo de chavales que rondaría los 18 años veían la película bebiendo latas de Red Bull y Monster. Al cabo de un rato me di cuenta de que estaban grabando la película, supongo que para subirla a sus redes y ganar seguidores en Youtube o la plataforma que sea (que no lo sé). A diferencia del ejemplo anterior, dos de ellos grababan sin esconderse, con el móvil en alto, de tal manera que yo y mi acompañante veíamos la película, como en un juego de espejos, a través de dos pantallas, primero la del móvil y luego la de la gran pantalla. Tras un rato así, que se hizo interminable, y, por supuesto, tras perder el hilo de la película, les llamé la atención; les dije, no sin cierta agresividad, que me estaban molestando y que dejaran de grabar. Podían haberme partido la cara entre todos, como una de esas manadas adolescentes, pero la mayor parte de los chavales no son violentos y, sencillamente, bajaron el móvil. Después me di cuenta de que seguían grabando de extranjis. Sin molestar, eso sí. Todo un detalle, caballeros. Poco después, uno de los responsables de la sala se posicionó junto a ellos y dejaron de grabar.
Más: durante la proyección de Tenet, una señora, unos asientos a mi izquierda, comenzó a aburrirse hacia el final del filme (por eso no la culpo, claro) y decidió ponerse a mirar el WhatsApp y, para mi asombro, su cuenta de Instagram. Como no paraba, y me estaba distrayendo, pensé dirigirme a ella (y perdí el hilo, claro -y perder el hilo en Tenet no es baladí-), pero fue el propio teléfono quien la ridiculizó cuando uno de los reels (vídeos con música) de dicha red social activó su sonido provocando las miradas de todos los espectadores de la sala. La señora guardó el dispositivo y ya no los sacó ni durante los créditos.
Estos son solo algunos ejemplos de que los muchos que podría relatar. Y, ojo, esto no solo ocurre en salas comerciales, en cadenas, en películas de industria o cine infantil (donde, por supuesto, se hace la vista gorda con todo), también sucede, aunque con menos frecuencia, en templos cinéfilos, como algunos cines V.O de Madrid. En salas pequeñas donde tradicionalmente se reúne un público entendido. En negocios donde ni siquiera venden palomitas. De hecho, el incidente que me ha llevado a escribir este artículo se produjo en una de esas salas tan puristas. Y pensé que era la gota que colmaba el vaso, que era el apocalipsis, el final del cine tal y como lo conocemos. Pensé que a la entrada de las salas debería haber unas cajas donde depositar el móvil para entrar desarmados, sin posibilidad de molestar a otros. Pensé: ¡saquen sus sucios móviles del cine!
Y tú pensarás, lector, que soy un pepito grillo, un viejo huraño y mal encarado. Sin embargo, como decía arriba, estoy relatando solo cuatro casos entre muchos, entre decenas, y la mayor parte de las veces intento ignorar la luz o dejar pasar la falta de respeto. Aunque este simple hecho ya me saque de la película.
En mi opinión, avanzar como sociedad es respetar al otro, ser solidario, entender que todos pagamos el mismo precio por la entrada y que, por lo tanto, tenemos derecho a lo mismo; al disfrute de la obra sin distracciones ni interrupciones que proceden del egoísmo ajeno. Porque, además, este hábito de utilizar el móvil en el cine (que, entre todos los problemas que vivimos hoy día, no deja de ser una anécdota), representa una metáfora de la sociedad. La mala educación en el cine es una falta de respeto endémica, una disfunción de la convivencia, de la paz, una carencia educativa.
Ay, somos muchos los «viejos huraños y mal encarados»… ¡Y ojalá fuéramos más para sacarles los colores a los pesados de los móviles y las palomitas! Mi experiencia más extrema fue cuando, en uno de esos templos madrileños de la V.O.S., alguien aprovechó la oscuridad de la sala para zamparse una hamburguesa (el olor no dejaba lugar a dudas).
Lo más triste del asunto es que haya tantas personas incapaces de desconectar durante un par de horas, de sumergirse totalmente en la película sin distracción alguna. Lo siento por ellas… Y por quienes tenemos que sufrirlas de manera indirecta.