Este especial sobre la Comuna de París fue publicado en #LaMarea81, coincidiendo con su 150º aniversario. Puedes conseguir la revista aquí.
«La historia está llena de victorias, de brechas, de momentos de ruptura en que todo ha saltado por los aires y se ha abierto la posibilidad de construir algo distinto», escribe Layla Martínez en su último ensayo, Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). Uno de estos momentos de ruptura es, sin duda, la Comuna de París, que el pasado 18 de marzo cumplió 150 años.
El episodio, breve, de apenas dos meses, está cubierto por un manto de épico romanticismo. Como acontecimiento aislado no significó un gran cambio. De hecho, es la historia de un fracaso. Como hito, es la culminación de unas ideas y de un proceso histórico de emancipación que empezó mucho antes (digamos, por poner una fecha, en la Revolución Francesa de 1789) y que se alargaría al menos hasta bien entrado el siglo XX (la Revolución Rusa de 1917 podría ser un buen punto… y seguido; luego vendrían los movimientos de independencia de África y Asia).
Es imposible condensar en pocas palabras cómo surge, lo que fue y lo que significó. En cualquier caso, intentémoslo: la caída del emperador Napoleón III en la guerra franco-prusiana de 1870 provocó el advenimiento de la Tercera República francesa. La izquierda, con todas sus corrientes, se reúne espontáneamente en torno a una idea libertaria de democracia directa. Y la lleva a cabo en París. Se trata de la primera revolución auténticamente proletaria. Por su parte, el gobierno oficial, compuesto por terratenientes rurales y por la alta burguesía, pacta con Prusia, vencedor de la guerra e invasor del país, para que ese movimiento socialista autogestionado sea desmantelado y pulverizado, y así se hace durante la llamada Semana Sangrienta. La represión contra la clase obrera insurrecta fue demencial. Hubo fusilamientos masivos y se habló de 30.000 muertos. Historiadores recientes han rebajado sensiblemente esa cifra.
El hecho es importante por la increíble densidad histórica que encierra. En ese sitio y en ese momento, entran en colisión las grandes ideas del pensamiento político del mundo contemporáneo: el capitalismo industrial, el imperialismo, el nacionalismo, el socialismo y el anarquismo. Todo se concentra en ese punto, en torno a esas barricadas. Allí confluyen, en persona o en la distancia, Bismarck, Marx, Bakunin, Garibaldi, Rimbaud, Victor Hugo, Nietzsche… Se gesta un nuevo mapa de Europa y entra en escena un nuevo actor político que, parafraseando a John Reed, «conmoverá al mundo»: la clase obrera. La primera vez en la historia que la bandera roja ondeó en un edificio público ocurrió entonces, en el ayuntamiento parisino. El mismo himno de La Internacional surge allí, pocos días después de la masacre. La Comuna de París es el Big Bang de todas las revoluciones sociales modernas.
Su brevedad, apenas 60 días, contrasta con su contundencia histórica y su perdurabilidad. Las acciones populares y la respuesta de las élites siguen hoy el mismo patrón. La esperanza comunera de imponer un internacionalismo de los pueblos frente a la globalización imperialista del capital aún constituye una aspiración central de la izquierda. Cuando derribaron la columna Vendôme, coronada por la estatua de Napoleón, se adelantaron siglo y medio al furor iconoclasta surgido del movimiento Black Lives Matter. Los proletarios empujados a la miseria por los patrones burgueses de entonces son los precarios trabajadores de 2021, sin contratos y autoexplotados por una aplicación digital. Así, los memes que muestran a Louise Michel ataviada con un chaleco amarillo se antojan hoy de una coherencia irreprochable. La Comuna, en suma, sigue hablando. Aún es actual 150 años después.
La importancia del mito
Henri Guillemin decía que la Historia no puede ser contada desde la objetividad. «Eso supondría manejar los hechos como si fueran objetos. ¿Pero cómo va a ser considerada un objeto una historia humana, una aventura humana?», se preguntaba el historiador en 1971, en el inicio de una serie de 13 episodios en los que contaba la historia de la Comuna para la televisión pública suiza. Su retrato de aquellos días, un prodigio de erudición y elocuencia, está teñido por una indudable simpatía por los comuneros. Guillemin no engañaba: narró siempre la historia desde su progresista prisma personal. Eso, sin embargo, no empañaba el relato.
Laure Godineau, profesora de Historia en la Universidad París 13 y una de las grandes expertas en la Comuna, pone especial énfasis en señalar la relación entre historia y memoria. Mientras la historia es una lectura crítica del pasado fundada en unas fuentes y realizada con una metodología validada por los académicos, la memoria es una representación hecha con fotos, carteles, canciones, testimonios personales, lugares emblemáticos… «A menudo se dice que hay una discordancia entre historia y memoria porque la historia es una mirada con distancia y la memoria es algo más cercano, más emocional», explicaba Godineau en una conferencia en la Universidad Popular del Distrito XIV. «Pero historia y memoria pueden ser totalmente complementarias. De alguna manera, la memoria orienta la historia, la dinamiza». Y en el caso de la Comuna de París es prácticamente imposible separarlas. Lo mismo que separarse del mito. La gran pregunta es: ¿debemos separarnos de los grandes mitos de la izquierda para encontrar un nuevo camino acorde a los tiempos que vivimos?
Según María Eugenia Rodríguez Palop, eurodiputada y profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III, «de los mitos no hay que alejarse demasiado. Hay que racionalizarlos y adaptarlos». A su juicio, es más importante la herencia que el peligro de caer en una nostalgia desmotivadora y paralizante. «Yo no soy de esas personas que creen que todo se hace ex novo», explica. «Todos debemos algo a alguien, todos somos herederos de símbolos y de mitos, y creo que las generaciones están interconectadas. Tengo una concepción bastante circular del tiempo. La idea del progreso lineal del tiempo, que tanto gustaba a Marx, o el movimiento histórico inexorable del que hablaba Hegel, todo eso de ‘pisar inevitablemente flores inocentes’ en el avance por el camino de la historia, todas esas ideas generan muchos residuos. Y además son muy machistas. A mí me gusta pensar más bien en un movimiento pendular. Creer que tú, políticamente hablando, eres algo nuevo y estás haciendo historia, potencia el ego y la soberbia». La escritora Layla Martínez coincide con esa idea: «Las luchas no son tan nuevas. Lo que ahora reclamamos y podemos considerar un objetivo rupturista ya ha sido reclamado por mucha gente antes».
«El mito siempre ha tenido una función esclarecedora de futuro», afirma, por su parte, Germán Cano, profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Alcalá de Henares y uno de los fundadores de Podemos. «Uno no consigue cambios transformadores a través de la comprensión científica de la historia. Walter Benjamin trató este tema en los años treinta y acusaba al Partido Socialdemócrata de no poder crear una pulsión de cambio precisamente por estar aferrado a un ideal obrerista de progreso automático donde no había ningún tipo de épica ni de interpelación simbólica. Y en ese contexto tan frío en términos ideológicos, el fascismo se llevó el gato al agua. La república de Weimar reflexiona sobre esto, sobre cómo el marxismo ha perdido su capacidad mítica de interpelar a la gente a través de símbolos».
Los mitos revolucionarios, por tanto, nos reclaman y nos empujan, pero también existe un fetichismo mítico que puede ser contraproducente. «El uso de la canción de Quilapayún para cerrar los mítines de Podemos, por ejemplo, en el fondo hablaba de nuestra incapacidad de construir nuevos mitos, relatos o símbolos con los que nos pudiéramos identificar en un momento histórico diferente», asegura Cano. «La utilización de ese imaginario cultural es una derrota de Podemos. Estábamos utilizando símbolos viejos que no hablaban más que a un determinado grupo ya muy convencido y con una educación sentimental muy concreta. En ese sentido, sí creo que aferrarse a símbolos del pasado habla más bien de una derrota en el presente».
«Siempre estamos echando de menos el pasado», apunta Layla Martínez. «Eso tiene que ver con el marco cultural en el que estamos inmersos, en el que el futuro es un sitio hostil. Por eso tendemos a buscar refugio en el pasado. Enzo Traverso hablaba de esto en su libro Melancolía de la izquierda. Él decía que esta melancolía viene de la cultura de la derrota en la que está inmersa la izquierda, sobre todo a partir del auge del neoliberalismo. La victoria de Thatcher sobre los mineros también es un símbolo. Por eso la izquierda se remonta a otros acontecimientos en los que venció o, al menos, lo intentó, como ocurrió en la Comuna de París, que acabó ahogada en sangre. Se idealizan hasta las derrotas. Romantizar el pasado siempre es peligroso porque te impide ver la estrategia».
Germán Cano impartió durante 2021 un curso sobre la idea de ‘cancelación del futuro’ que parece haberse apoderado de nuestra sociedad tras dos crisis enormes, la de 2008 y la provocada por la COVID-19. «Que tantos jóvenes españoles en torno a los 30 escriban con tanta nostalgia del mundo de sus padres es un síntoma profundo del no future, pero también de una desesperanza terrible. Porque ese mundo no era tan feliz», escribía en su cuenta de Twitter. Layla Martínez abunda en esa idea: «Romantizar un suceso histórico no es igual que vivirlo. Incluso los que lo vivieron tuvieron que hacer frente a muchas tensiones, contradicciones y problemas. Pero cuando tú lo estudias en un libro de Historia eso no se ve». En cualquier caso, hacer una genealogía de los mitos de la izquierda puede ser muy útil. «Esa genealogía debe hacerse de forma crítica y utilizarse para aprender –advierte Martínez–. Para dotarnos de herramientas prácticas, simbólicas y discursivas. Cosas que se han hecho y funcionaron. Y al contrario. Cosas que quizás hay que cambiar porque no valen para este contexto».