Opinión
Puntadas con hilo
"Mi deseo tiene que ser seguir tejiendo la urdimbre que arrope, los vínculos que nos impulsen a pensarnos como parte de algo más que el espejo, hilanderas que sólo detienen la rueca cuando hay que dar la mano", escribe Azahara Palomeque
Un regreso puede acoger muchas razones. El mismo camino de vuelta puede albergar viajes tan diferentes como la expulsión de un lugar, la ruta calmada de quien acostumbra a recorrer -de tiempo en tiempo- las huellas de los mismos pasos, e incluso la llamada inequívoca que logrará progresivamente mitigar la nostalgia, cuando no cargársela de un plumazo.
Como algunos ya saben, 2022 será el año que –si las cosas van bien– España me verá retornar a sus lindes no como una esencia grande, libre y sin salubres fisuras (el país), no como una fanática patriotera que irá besando la tierra que pisa o guardándosela en los bolsillos (yo misma), sino desde el punto final que supone una emigración de más de una década y lanzándome, no al vacío, sino a un pequeño salvavidas hecho de afectos, los mismos que he extrañado tantísimo y cuyo recuerdo la pandemia ha hecho aflorar hasta abrirme, de cuajo, los ojos. Si algo me corresponde anhelar para este año que comienza es precisamente la construcción y, allá donde existan, el fortalecimiento de las relaciones que nos tornan más humanos, desde todos los flancos posibles y en múltiples direcciones.
“No te preocupes, hay redes” –me dijo una amiga cuando le conté que, por fin, había tomado una decisión que llevaba meses fraguándose en mi cabeza y a la que guardo un respetuoso vértigo capaz de encogerme el estómago tanto como de alegrarme, consciente de que los comienzos no van a ser fáciles. Debe haberlas, me digo, más allá de mí misma y hasta que el tejido sea tan tupido que nadie se caiga por las rendijas, pues ahí radica la máxima definición de red.
Su existencia es crucial, a pesar de encontrarnos en mitad de varias crisis, sanitaria, económica, que han ido mermando el bienestar material de muchos y provocando otro temido contagio, el que se deriva de la salud mental precaria y un ánimo que grita “ya no podemos más”, es demasiado el esfuerzo personal exigido, hemos aguantado un cataclismo y aún no se acierta a ver la luz al final del túnel. El aislamiento al que nos ha obligado un virus que parece habérsenos posado sobre los hombros como un desastre natural ha podido quizá disminuir esa telaraña afectiva que otras veces ha impedido a muchos caer en el abismo, y no hay nada más peligroso que la atomización tanto para la vida como para el funcionamiento de cualquier sociedad democrática; sin embargo, quedan innumerables retazos de solidaridad y desde ahí quiero partir, dando puntadas, erigiendo un alegato contra el individualismo que nos mantenga no sólo a flote, sino en condiciones de mejorar lo presente.
Puntadas para hilvanar el tejido asociativo y hacer de nuestros barrios enclaves donde la soledad se dé sólo si se la necesita para la reflexión pero no desde el abandono; puntadas, además, entre vecinos que ofrezcan ayuda y compañía, como quienes le llevaban comida a mi abuela los años que fue la única habitante de su casa; puntadas que, en un contexto laboral, signifiquen compañerismo, echar un cable, y salir a la calle si es preciso a reclamar derechos, de la misma forma que pretendo que se enhebre la aguja y se cosa asimismo un civismo que pase por la protesta no criminalizada y la derogación de la Ley Mordaza.
Porque agrandar la maraña de afectos y adensarla mientras nos asumimos como seres vulnerables conlleva, debería conllevar, una protección del bienestar entendido también en su vertiente institucional y no el parche que oculte sus carencias o la masilla que tape el agujero. Querernos más, a partir de una época que ha visto crecer las agresiones instigadas por el odio y una polarización política que amenaza en varios rincones del globo con multiplicar la confrontación social, no es un suspiro de buenos propósitos caducos sino, más bien, el imperativo ético y ciudadano que puede aliviar muchos males, rescatar a quien se hunde y contribuir a construir un país mejor, sin que la frontera sea su límite.
Quizá porque me han faltado, por momentos, tantos apoyos en lo que suele ser una experiencia tan alienante como la emigración, ahora preparo el regreso con una visión de lo imprescindible perdido que pasa por lo más básico –un abrazo– y exige su escalada hasta el terreno de la política que se dirime en los grandes despachos; quizá debido a la exclusión y discriminación vivida como inmigrante, me corresponde más que nunca, ahora que voy a dejar de serlo, pedir que nadie se quede fuera, independientemente de nuestras diferencias, que tanto enriquecen. Si me permito, por una vez, ser optimista; si, entre la ira, la queja y la rabia que motiva muchos de mis textos, logro encontrar el ovillo esperanzador que desbaste el terreno y lo abone con una amplia diversidad de ingredientes, mi deseo tiene que ser seguir tejiendo la urdimbre que arrope, los vínculos que nos impulsen a pensarnos como parte de algo más que el espejo, hilanderas que sólo detienen la rueca cuando hay que dar la mano.
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