Opinión
Emociónese así
"Nos hemos convertido en víctimas y marionetas de un ritmo insostenible, de una vida bajo presión económica, laboral, y social", escribe Mario Crespo
La muerte de Verónica Forqué ha puesto de nuevo sobre el escenario del debate virtual y presencial el problema de la salud mental; de la depresión y la tristeza, de algo que pertenece a la esencia del ser humano; el poder de las emociones, que, cuando son negativas, nos pueden llevar a un cuarto oscuro donde uno no puede entender que después de la noche viene un nuevo día.
En un entorno cada vez más complejo, más competitivo, más controlado —y, paradójicamente, vendido por los adalides del sistema socioeconómico como más libre— nuestras emociones, en diálogo constante con nuestro sistema nervioso, parecen más predispuestas que nunca al desequilibrio. Vivimos en un mundo en el que sobrevivir, al menos en Occidente, no es difícil; uno tiene resortes para alimentarse, para no morir de inanición, y, sin embargo, poseer una calidad de vida digna parece reservado a unos pocos. Nuestro día a día es, en resumen, una montaña rusa de hiperactividad y preocupaciones. Un festival emocional.
Titulaba el escritor Eloy Fernández Porta uno de sus ensayos, en el que reflexionaba sobre la mercantilización de las emociones, con el mismo epígrafe que he utilizado (que le he robado, más bien) para este artículo: Emociónese así. Como un imperativo. Como un eslogan. Nuestro dolor, nuestro sufrimiento sirve también, o se utiliza, para que florezca cierta actividad económica al margen de la ética o para hacer negocio con la sanidad o para aprovechar la necesidad de evasión de la realidad que tenemos la mayoría en la creación de la industria del ocio
Vertemos la culpa de nuestra falta de equilibrio emocional y nuestra necesidad de ansiolíticos al mundo actual, a la velocidad de las cosas, que diría Rodrigo Fresán, pero el problema reside más bien en nuestro interior, en nuestra mente; nos hemos convertido en víctimas y marionetas de un ritmo insostenible, de una vida bajo presión; económica (gente que no llega a fin de mes), laboral (jefes que en vez de ser líderes son simples tiranos que disfrutan abusando de su poder) y social (necesitamos un estatus, un buen puesto, un sueldo del que presumir). Y lo hemos aceptado.
En parte porque consideramos el triunfo que nos han vendido, esa colina de espuma llamada éxito, como el objetivo final; la cumbre, el ochomil de nuestras vidas, y desconocemos que muchos de aquellos que viven bajo los focos de la fama, en el punto de mira del público, los que consiguen lo que a ojos de otros podemos llamar éxito profesional, soportan una presión aún mayor que la del currito anónimo o el ciudadano de a pie, que la de la madre de familia o el portero de tu edificio, que la de la presidenta de la Asociación de Vecinos de tu barrio.
Adquirir fama implica la exposición pública, la pérdida de libertad, un bucle del que en ocasiones resulta imposible escapar. Por otro lado, el éxito, a cualquier nivel, manipula nuestro ego, lo camela y lo destruye, lo zarandea de un lado de a otro, lo iza y lo hunde y, en resumen, altera nuestras emociones. Es por ello que alguna gente rechaza la fama y prefiere esconderse de las miradas, retirase por un tiempo; cambiar de profesión, refugiarse en el bosque o incluso desaparecer de la faz de la tierra.
El éxito es, pues, una droga. Y la ansiedad que produce puede ser el primer aviso de algo más complejo y peligroso, de algo más temido; la depresión. Escapar de esa tristeza sin reconocer que tenemos un problema, sin dar muestras de debilidad, sin confesar que no podemos más, es como intentar salir de un pozo sin pedir auxilio, sin gritar, con la intención de escalar una pared resbaladiza. Y quien lo intenta termina por recurrir a “remedios caseros” como la automotivación.
En la inmensidad archivística de YouTube encontramos miles de vídeos motivacionales. Montajes audiovisuales que nos arengan para superar algo; para triunfar en nuestro campo, para salir de la depresión, para mejorar en el deporte de competición, para hacernos ricos. La motivación puede ayudarte a seguir adelante, pero no puede resolver tus problemas de ansiedad. Al contrario: genera una ansiedad aún mayor.
Vivir es complejo, hay que lidiar con el dolor y la pérdida, con los caprichos del destino, con el miedo y la enfermedad, y no voy a ser yo quien dé lecciones o aporte la sabiduría que da el equilibrio, pues no soy precisamente un ejemplo, pero sí puedo decir, porque lo he experimentado, que controlar tus emociones, como propugnan algunos gurús de la psicología, implica controlar también las buenas emociones: la gratitud, el afecto, la pasión, el amor. Y, lamentablemente, por lo que veo a mi alrededor, es algo que hemos asumido como una actitud de defensa, como una estrategia, un truco, una triquiñuela para mantenernos a salvo del vaivén emocional.
Su consecuencia es sin embargo la deshumanización, la robotización, la virtualización de las relaciones de amistad y de pareja. ¿Por qué la gente se emociona tanto cuando se desvirtualiza y se conoce después de años de convivencia en redes sociales? Al fin y al cabo, ese contacto, esa cercanía, es la esencia de la especie; el hombre es un ser social y conocer nuevas personas le genera felicidad.
Sucede parecido con las relaciones de pareja, creadas hoy día, en muchos casos, por medio de algoritmos de aplicaciones para ligar en un proceso inverso al de la atracción y la química. A la postre, las matemáticas nos unen por afinidades, pero su naturaleza es fría, es numérica, y reprime, o tamiza, nuestras emociones. Entre ellas sentimientos tan importantes como el amor, que se transforma en un sentimiento más racional y menos intuitivo.
El amor satisface y duele a partes iguales; nos trastorna porque es incontrolable, irracional y mágico, y nos desorienta en nuestro mundo de aplicaciones y trenes de alta velocidad, en nuestra rutina de envíos exprés y compras en un clic. Puede que esto suene cursi, incluso que lo sea, pero no por ello es menos cierto; todos y cada uno de nosotros hemos vivido en polos emocionales opuestos, todos, o casi todos, hemos sentido la plenitud de un amor y el calor de las brasas del infierno tras una pérdida. Y, qué duda cabe, preferimos la luz del primer escenario antes que las tinieblas del segundo.
Así pues, sentir amor, enamorarse de alguien o de algo, vivir con pasión y en libertad, sin que nada ni nadie te coarte, ayuda a encontrar el equilibrio y la armonía; a mejorar la salud mental. Querer más, o querernos más, o incluso dejarnos querer un poquito, ayuda a que no tengamos que querer a posteriori, a toro pasado, a esas personas que ya no están porque cuando estaban no solo no las quisimos, sino que las despreciamos, las tratamos como débiles, blandas, pusilánimes; indignas de un mundo de triunfadores como el nuestro.
Excelente artículo.
Dicen que cada generación es más preparada; pero yo veo que en el arte de vivir no.
Poco a poco y sutilmente se han dejado mercantilizar por un calculador y controlador sistema capitalista, que encima se sabe vender por democracia, y el resultado es la pérdida de valores, de sensatez o sentido común, hasta llegar a esta situación de sinrazón, de vacío interior, con pocas esperanzas, y con perspectivas nada halagüeñas: precariedad, injusticias sociales, conflictos….
Pero no luchan. Creo que encima les han hecho creer que son ricos y afortunados.
Muchxs de lxs que ven la realidad y el engaño no tienen ganas ni valor para vivir en un mundo así.
“Hemos aprendido a surcar el aire como los pájaros, a navegar los mares como los peces, pero aún no hemos aprendido a caminar en La Tierra como hermanos y hermanas” decía MartinLuther King en sus tiempos. ¿Qué diría en éstos?