Cultura

Alejandro Simón Partal: “Las fronteras no tienen nada que ver con los márgenes, están en el centro mismo de quien las vive”

'La parcela', la primera novela de Alejandro Simón Partal, es un libro de amor. Amor como encuentro, amor como entendimiento, amor casi como sorpresa o milagro.

Alejandro Simón Partal. Foto: Nieves Arilla

Es el campamento de refugiados más grande de Europa. Lo llaman La Jungla, y está situado en Calais, al norte de Francia. Por allí han pasado desde 2016 decenas de miles de personas decididas a atravesar los apenas 40 kilómetros que separan esa costa de la de Inglaterra. Primero intentaban cruzar el canal de La Mancha –en el que tras el Brexit volvieron a instalarse los controles y alambradas que demarcan una frontera– escondidos en coches o camiones. Más adelante, también por mar: el pasado 24 de noviembre, 27 personas murieron en el naufragio de una patera. Es en ese territorio en el que transcurre La parcela (Caballo de Troya), la primera novela de Alejandro Simón Partal (Estepona, 1983).

Pero, dureza aparte, este es un libro de amor. Amor como encuentro, amor como entendimiento, amor casi como sorpresa o milagro. Decía Leonard Cohen que en todo hay una grieta, y que es por ella por donde entra la luz. En el férreo entramado de prejuicios y encasillamientos de una ciudad marcada por los límites, la relación entre un profesor universitario español y un refugiado sirio se convierte en esa grieta. Y la luz que entra deja ver la soledad y la miseria, pero ilumina también otro espacio posible, fuera de las dicotomías y las visiones preconcebidas: un espacio donde todo es un poquito más complejo de lo que parece, pero quizá también un poquito más sencillo. Tras cinco libros de poemas –reconocidos con premios como el Hermanos Argensola o el Arcipreste de Hita–, Alejandro Simón Partal se acerca a la narrativa con una mirada atenta, delicada, empeñada en rescatar los matices de lo que está vivo. 

Habría muchas maneras de empezar esta conversación, pero he pensado en contarle la primera nota que tomé cuando acabé de leerlo. Decía: “Un paréntesis de tiempo en un lugar en el que todo el mundo está de paso”.

Totalmente. En el que todo el mundo está de paso y todo el mundo está también pidiendo atención y amor, porque en los sitios más de paso es donde la gente está más sola, ¿no? Es un paréntesis de tiempo, pero también para ponerle paréntesis, para ponerle límites, al dolor. En ese tiempo, esa gente que está de paso, que son personas sufrientes, también tenían momentos de alegría. Al escribirlo he intentado entregarme a la necesidad interior que tenía, una necesidad más humana que literaria.

En la novela es fundamental el espacio donde transcurre: Calais. Usted estuvo viviendo allí.  

Esta historia nace en 2015, cuando a mí me destinan a trabajar al norte de Francia. El germen de novela es autobiográfico, pero porque todo es autobiográfico: aunque estuviese escribiendo una historia con un marciano de Plutón de cuatro cabezas, sería también autobiográfica. Pero sí, nace en ese momento en que voy a trabajar a Francia, que es también un momento personal de desgarro, porque mi padre estaba muy enfermo, con un cáncer potente de garganta. Y coincide que en ese tiempo, en ese lugar, es en el que se da el campamento de La Jungla, en Calais, a 20 kilómetros de Bolonia, donde yo vivía. De alguna forma toda esa atmósfera fue imponiéndose en mí. No tenía intención de escribir una novela. Allí escribí algunos poemas, pero porque los poemas me servían: a veces escribir un poema te salva el día; escribir unas notas da algún sentido a los días cuando no tienen sentido, nos devuelven la ilusión en un momento en que la ilusión está perdida. Pero con el tiempo la historia fue creciendo. 

¿Cuál era esa historia?

La historia de esa relación tan conflictiva entre los paisanos de allí con los refugiados. La veía en mis propios alumnos, hablaba con ellos y notaba el miedo de los alumnos a los extranjeros. Pero claro, no los juzgué, no los culpé, porque me parecía simplificar mucho decir que esos chicos eran racistas. Era la sensación de desamparo que ellos mismos tenían. Cuando la gente es muy cruel o muy insoportable, yo intento entender el daño que sufre el que provoca dolor, el daño que tiene dentro el que va a quemar un bosque o el que de repente abusa de una niña. Intentar entender los entresijos del ser humano, creo que para eso vale la literatura. Esa historia fue de alguna forma rumiándome y creía que tenía que contarla. A partir de ahí era muy sencilla: quería que mi personaje fuera un profesor que conoce a un refugiado sirio en un momento en el que los dos viven situaciones de frustración, de impotencia, y cómo el amor hace de esas desigualdades añicos. Creo que, a pesar de que hay mucha crudeza en la novela, es también una novela de amor al género humano, de amor a las personas. Creo que escribimos porque nos gusta la gente, nos gustan las personas e intentamos entendernos en este mundo. Y, cuando nos marchemos, por lo menos tener una noción de dónde hemos estado. Me preocupa mucho irme de aquí sin saber dónde he estado, porque ahora mismo no sé dónde estoy. Me doy cuenta de que no nos conocemos, de que estamos todavía como animalillos intentando encontrar nuestro hueco. Y me preocupa eso, morirme sin saber qué he hecho aquí, o qué ha pasado, o entender un poco de qué va la historia. Y creo que las personas son las únicas que nos pueden dar pistas sobre eso. 

Fotografía tomada en Calais por Alejandro Simón Partal.

Uno de los logros de la novela es transmitir esa complejidad. Mostrar que hay mundos que coexisten, que se despliegan unos al lado unos de otros, pero que a veces funcionan como compartimentos estancos. 

En una de las tesis sobre Feuerbach que escribió Marx decía que la esencia humana no es abstracta, sino que es el conjunto de nuestras relaciones sociales. Nuestra esencia no es algo intangible: es que estemos aquí, que nos podamos tocar y que haya un entendimiento. Es una buena definición para lo que creo que se puede proponer en la novela, el conjunto de relaciones entre personas y cómo esos universos al final van encontrándose, separándose y amándose. Porque la verdad es que la novela, aparte de que hay un contenido político y social que inevitablemente está, de lo que va es de personajes que se encuentran y que se necesitan. Me gusta mucho un verso de Marguerite Yourcenar que dice que todos necesitamos que nos tranquilicen. Yo me pregunto qué buscamos cuando estamos leyendo una novela o un poema, y creo que en buena parte es que lo leemos y nos sentimos entendidos y tranquilizados de alguna manera. Me gusta lo de la política y lo social, pero creo que es muy peligroso ese discurso que dice que todo poema es político, o que toda la poesía tiene ser política. Creo que va más allá de eso, que hay que mojarse más: decir que la poesía es política, por ejemplo, a veces es quedarnos en la orilla sin meternos hasta dentro. Creo que hay que intentar penetrar más, no acomodarnos y aliviarnos con esa idea. No, hay que romper esa coraza, intentar explicarnos más y adentrarnos en el fondo de lo que somos. 

Ese intento de romper la coraza está muy presente en La parcela, y también en sus libros anteriores. Pienso por ejemplo en La buena hora (Visor, 2019), que tiene también mucho que ver con esa celebración de los momentos en los que nos encontramos y nos entendemos. 

Bueno, pero fíjate que la novela también habla del forcejeo que siempre suponen las relaciones. Todas las relaciones de amor son desequilibrio, no hay una relación de amor de igual a igual. Yo nunca he tenido una historia amorosa o sentimental en la que haya estado en las mismas condiciones que la otra persona, y tampoco conozco ninguna en la que dos personas se encuentren en el mismo momento, siempre hay alguna desigualdad. Y ellos digamos que se agarran a sus desigualdades para crear un cierto forcejeo. El amor es capaz de llevarnos a la vivez más alta pero también al dolor más inexplicable. ¿Cómo algo tan efímero nos hace sufrir tanto o pasarlo tan bien? Por eso creo que es el tema del tema de la vida y de la literatura, el amor. ¿Por qué tenemos que estar siempre en búsqueda del amor? ¿Y cómo podemos vivir mejor? La forma en la que se va sanando la historia del protagonista es dejar de ser insaciable. La única forma de conseguir amar y estar en el mundo en paz es saciarnos de alguna manera en algún momento. Porque nuestro infantilismo, nuestras prisas, nuestra necesidad de euforia vienen de una insatisfacción perpetua. En la novela, se van saciando en esa historia y van avanzando desde ahí. 

Romper con las certezas para encontrarse. En la novela cita a Unamuno para decir que la única fe válida es la que duda.

Decía también Feuerbach que el fundamentalista es el hombre de la cosa segura. Lo contrario de la cosa segura es el que duda, que es el que no es fundamentalista. Los fundamentalistas lo tienen todo claro. Dudar, y sobre todo la incertidumbre, es lo único que nos hace avanzar. Si tuviésemos claro todo lo que va a ocurrir, el mundo se habría acabado. Estamos siempre esperando lo inesperado. Si no hubiera nada inesperado, estaríamos abocados a lo yermo y a la muerte en vida. Dependemos de lo inesperado, realmente.

Algo que también está muy presente en el libro es la idea de frontera. No solo por lo evidente, que también. Hay otras fronteras, como esa piscina de los padres del protagonista en la que no se permite bañarse a una persona que trabaja en la casa.

Las fronteras no tienen nada que ver con los márgenes. Muchas veces se habla de las fronteras como sitios donde acaba una cosa y empieza la otra, pero lo que tienen en común las fronteras es que siempre están en el centro mismo de quien las vive. Todo en la frontera es centro. A veces me han dicho que si es una obra de los márgenes: yo no sé dónde están los márgenes, sé dónde están los centros de las personas. Y también cómo el deseo rompe todas esas fronteras. En la vida estamos siempre forcejeando, nos han enseñado a tener que desconfiar de los demás para conseguir algo. Esas son las fronteras más peligrosas, porque nos separan de las personas cuando en realidad lo que queremos constantemente es llamar la atención. Esas fronteras están muy marcadas, efectivamente, pero intentan derribarse por el deseo más esencial, también, que es que alguien te gusta. Es algo bastante básico.

Pero no por ello fácil de contar. El libro describe la miseria, el dolor, y la alegría que se puede dar en medio de ellos, pero no los estetiza.

Era muy delicado hacer una relación entre un profesor acomodado y un refugiado porque podía caer en ciertos clichés, y quería contar la historia de la forma más neutra y más cruda posible, y entender al final que esas historias se pueden dar efectivamente. También hay una imagen erótica, homoerótica, la de la persona que trabaja en la casa, que es una propuesta bastante peligrosa. Esas imágenes de las películas de las relaciones con las personas que trabajan en la casa siempre me han parecido muy seductoras, pero muy peligrosas también, porque hay un deseo oblicuo, que va cayendo entre clases. Proponer esa historia en la novela me pareció interesante a la vez que arriesgado. He estado muy atento a no caer en la sexualización del pobre. Quería que hubiese esa historia entre las dos personas pero que no se idealizase ninguno de los dos mundos. Tratarlos de igual a igual, pero sin olvidar las diferencias, evidentemente, de origen y de necesidades.

Empezando por el título, esa “parcela” polisémica.

Las parcelas son los espacios que nos habitan y que habitamos, también los espacios interiores que tenemos. El cuerpo se divide en parcelas vitales y en esas parcelas es donde crecen nuestros secretos. Me refiero al secreto que no supone perversidad, el secreto que nos hace crecer, que no supone mentiras y monstruos ni oculta algo que produzca dolor. Lo que no podemos compartir, no por desconfianza, sino por necesidad interior, me parece una parte muy, muy interesante. Igual que la compasión. Intento que no haya nada de condescendencia en el texto, pero sí compasión. La compasión me gusta mucho porque es vivir la intensidad de los demás. Siempre se la relaciona con la tristeza, pero también es acompañar en las alegrías. Quizá sería una solución, que volvamos a ser personas compasivas, que no tengamos solo un acercamiento momentáneo a esas penas y esas alegrías. Y también la perseverancia para continuar con todo en la vida a pesar de lo mal que estamos. No tenemos trabajo, nos deja la pareja, nos echa al casero, el padre se muere, pero aun así el cuerpo resiste sorprendentemente bien. La perseverancia me gusta mucho porque es ir más allá de la constancia. La constancia es repetir, pero la perseverancia es una virtud que nos ponga por encima de lo insoportable. Se habla mucho de resistencia, pero la resistencia el cuerpo la hace sola. La perseverancia es la que necesita del ánimo, del alma. Necesitamos ser seres perseverantes para ponernos por encima de todo lo insoportable que nos rodea. 

Menciona otro elemento que también es central en la novela: el cuerpo. Que se manifiesta a través del deseo, pero también de la enfermedad. 

Es verdad. No había caído en esa relación. La enfermedad me interesa mucho desde siempre, por las circunstancias familiares de haber tenido una persona constantemente enferma cerca. Y me interesa sobre todo la intensidad de la vida que da la enfermedad. Cuento en la novela lo que decía James Baldwin que si vives bajo la sombra de la muerte, eso te da libertad. Y esto lo he aprendido clarísimamente. La vida de mi padre fue mucho mejor con enfermedad que sin enfermedad. Si lo hubiera escuchado él, me hubiera pegado dos cates, pero quiero decir… El dolor es lo que no se puede soportar. Pero si no tienes dolor, cuando sabes que tienes una enfermedad sacas cosas de tu vida, te despojas y vives tu vida con más libertad, vas a la esencia, no pierdes el tiempo. Cuando pasa un azote de estos te preguntas: ¿por qué quiero yo ser profesor titular? ¿Por qué quiero llegar a ser catedrático? ¿Qué estamos buscando y qué nos pasa para tener esas metas? Quizá la enfermedad te hace olvidarte de las metas, porque esa es la mentira de las metas, que después de una meta hay otra meta, lo único que hay es camino. La enfermedad ayuda a ver mejor el camino, a estar más disponible al camino. Los libros sobre la enfermedad, sobre el duelo, me han interesado siempre mucho para intentar lo que te decía al principio, poner límites al dolor. Es un sitio por el que vamos a pasar inevitablemente: el dolor, o la enfermedad, o la pérdida. Y la literatura nos ayuda a estar más preparados. 

¿De nuevo, una manera de entender?

Escribir no nos da conocimiento, ni nace del conocimiento, ni nada de eso. Escribimos por intuición. Hay catedráticos de Filología que son incapaces de escribir un poema, igual que hay críticos de música que son incapaces de componer una canción. Ese es el milagro de la creación, que tenemos que mirar como sagrado. A veces tendemos a desacreditarnos a nosotros mismos, decimos que se publican muchos libros, criticamos mucho. Pero yo creo que hay que defender a los creadores. Pues qué bien que se publican muchos libros, ¿no? ¿O qué queremos, que haya más Granieres en la ciudad? Está bien que se publiquen muchos libros. Y España es un país generoso, porque se traduce mucho. En Francia, de España solo están traducidos Javier Cercas, Muñoz Molina y tres más, los bestsellers españoles que todos conocemos. Y aquí en España traducimos casi todo lo que va resonando en otros países. Tenemos que denunciar nuestras estafas y nuestros desastres, pero también defender eso, esa parte de la literatura que aquí hacemos de diálogo con el mundo. Otros países son mucho más pobres en ese sentido que nosotros. 

Ahora que habla de ese diálogo entre España y “lo de fuera”… Otro tema que atraviesa el libro es la necesidad que siente el protagonista de irse de su pueblo. Ese sueño de irse a Francia, porque allí será posible otra vida. 

Huir es una cosa también bonita. Ahora que se defienden mucho los cuidados… Los cuidados están bien, pero también tenemos que tener cuidado con ellos, porque nuestra revolución no tiene que pasar necesariamente por los cuidados, no es una obligación. Cuando nacemos en sitios pequeños, ahora que también se idealiza la vuelta al campo… yo alucino. Esa idealización de lo rural, de lo pequeño, evidentemente está bien si lo sientes así, pero también hay que ser honestos. A los que teníamos otras urgencias, vivir en los pueblos nos ha amputado muchas libertades, nos hemos sentido muy oprimidos y muy señalados, y para esa gente la ciudad ha sido siempre un lugar donde podíamos por fin ser nosotros sin que nos juzgaran. Yo empecé a jugar al baloncesto para que alguien me sacase del pueblo, tenía que destacar en algo para que alguien me llevase a algún lugar, y como era alto empecé a jugar al baloncesto, y con quince años pude salir del pueblo, aunque fuera a Sevilla. Era una manera de huir. Y seguimos huyendo de muchas cosas. 

Hasta ahora había escrito poesía, y esta es su primera novela. Pero en ella sigue habiendo mucho de poético: no solo el cuidado del lenguaje, también la atención a lo escondido, o cierto modo de hacer avanzar la historia más a través de las imágenes que de los hechos.

Lo de venir de la poesía es una etiqueta que a veces parece que te resta, ni que vinieses de un grupo terrorista… ¡Es una transición lógica, pasar de la poesía a la novela, lo raro es que fuera ahora cazador de patos! Pero lo de la poesía da una sensación como de “uf, es poeta, la novela va a ser inaccesible”, porque la imagen de la poesía es que es algo que no se comprende, arcaico, elitista. Pero la poesía lo que nos hace es ir a la esencia, no carpintear el libro, despojar. Me interesan las historias concretas y sencillas, con pocos personajes, que entren dentro de los avatares de las personas. Valoro mucho a las autoras que hacen novelas de ficción extraordinarias, pero a mí me parece que lo que me rodea y lo que veo que turba a la gente a mi alrededor también tiene mucha chispa, mucha esencia para trabajar. La ficción está para llevar eso a otro punto, pero en lo que nos rodea tenemos historias sin parar, podemos seguir alimentándonos de eso. Y al final lo hacemos de alguna manera para que lo injusto no sea la última palabra. No es que la novela nos vaya a llevar a una vida mejor, pero yo creo que sí, que la literatura tiene un valor comunitario y social de mejorar la vida de alguna manera. Nos tiene que hacer de alguna manera más capaces de vida. Acercarnos a la intensidad de la vida. Que cuando acabes el libro, algo te haya zarandeado y ese zarandeo te haga estar más atenta, más alerta.

¿Y cómo se ha sentido en esa exploración de un terreno nuevo, el de la narrativa?

Escribir la novela fue una cosa de verdad por impulso y porque estaba dentro. Parece muy romántico, pero ha sido así, y me lo he pasado muy bien. Aunque no sé si volveré a escribir otra. Me lo preguntan mucho, como ha ido bien… “¿Para cuándo la siguiente?”. Eso lo veo muy complicado, porque hay otro tema, que es que hay que permitirse escribir una novela. No es solo que es que quieras o no quieras, es que nuestros ritmos de vida son complicados y económicamente no te puedes permitir estar dos años escribiendo una novela, que son seis horas al día, porque los adelantos no dan para dejar de hacer lo demás. Eso habría también que ponerlo en cuestión: ¿por qué se escribe tan bien como dicen en otros países? Hay franceses de nuestra generación que viven de la literatura porque se lo pueden permitir. Aquí se habla mucho de las subvenciones, pero son más bien fogonazos: ¡mira, ahí vienen dos años en no sé dónde! Pero luego vuelves y estás en el desamparo, no hay una continuidad real para el trabajo de la escritora o del escritor. Yo me lo pude permitir porque había trabajado antes. Y lo he disfrutado, mira. Con la poesía no podemos sentarnos ahí y decir “voy a escribir un poema”: lo vas escribiendo de otro modo, es dar forma a los misterios que nos van llegando para agrandarlos. Y el trabajo funcionarial de la novela me ha sanado. Saber que tenía un compromiso, después de haber entregado los primeros capítulos y que gustaran y que se iba a publicar. Tener ese tiempo, y esa certidumbre, y esa necesidad, es lo que me ha posibilitado escribirla.

¿Y después, qué llega? ¿En qué anda trabajando ahora? 

Ando en sobrevivir. En encontrar un sentido a las cosas. Es un momento complicado, ando en el duelo, y hay que decirlo. Digo en la novela que el dolor ajeno es la nacionalidad más temida; que, cuando compartimos el dolor, el otro aguanta tres veces pero a la cuarta te dice: “Venga, supéralo ya, que todo el mundo se muere”. El duelo no se permite, porque estamos en una época de infantilismo, de frenesí. Pero cuando estás mal, estás mal. Un señor que me dio el pésame me dio un consejo bueno: “No hay solución, ahora vives una vida distinta de lo anterior, y lo que tienes que hacer es asumir que es una vida nueva, que no hay que sanar ni encontrar respuestas”. En vez de intentar entender, se trata de asumir que ahora es una vida distinta. He aprendido también a ver la muerte como entrega de la vida y no como arrebato de la vida. Cuando la gente se va bien, se va en paz, me gusta ver que han entregado la vida para hacer hueco, como decía un teólogo. No nos quitan la vida, la entregamos y volvemos a casa. Así que, como respuesta: estoy intentando ver hacia dónde va a ir mi vida, y qué voy a hacer con ella. 

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