Cultura
Cuba y el cine que se devora a sí mismo
La libertad de creación artística no existe tampoco en los países capitalistas. Allí el productor paga y decide. Y en Cuba el productor es el gobierno, lo que no ha impedido que en su cine se hayan abierto espacios para la crítica.
Este reportaje forma parte del dossier Cuba se busca a sí misma, publicado en #LaMarea84, que puedes comprar aquí.
Dependiendo de quién cuente la historia, el ICAIC es un monstruo burocrático y estalinista que cercena la libertad de los creadores o es una de las instituciones cinematográficas más importantes del mundo, impulsora de grandes talentos y pieza imprescindible para la financiación y el desarrollo del arte más caro que existe, lo que no es poca cosa en una sociedad marcada a fuego por una economía de subsistencia. El Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos nació en el primer año de la Revolución, en 1959, apenas tres meses después de que el ejército rebelde entrara triunfante en La Habana. Tenían claro que aquello del cine era efectivamente «un arte», como dejaron escrito en la Ley 169, y además «el más directo y extendido vehículo de educación y popularización de las ideas».
Desde sus inicios el ICAIC organiza festivales, alberga una filmoteca, supervisa guiones, produce las películas y, claro, antes que nada aprueba los proyectos o los tira a la basura. Esto último ocurría si los funcionarios del instituto consideraban que la historia en cuestión no tenía el suficiente «espíritu revolucionario». Lo peliagudo es que aquella ley original contenía ciertas sombras, cuando no contradicciones, y los cineastas, con el texto en la mano, se sentían naturalmente perplejos. En su primer artículo se hablaba, por ejemplo, de una industria que debía atender a «los fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el actual clima de libertad creadora». Y ambas cosas, por lógica, son imposibles.
Quizás sea necesario aclarar que la libertad de creación artística no existe tampoco en los países capitalistas. El productor paga y decide. Son muy pocos los directores consagrados que tienen el control total del montaje de sus películas. Hay un puñado en Europa y dos o tres en Estados Unidos. Podrá argüirse que los productores no lo hacen por ideología sino que buscan obtener la mayor rentabilidad para su producto, como si hacer dinero no fuese, en sí misma, una actividad ideológica y no artística. El caso es que en Cuba, antes de que el gobierno se declarase abiertamente marxista-leninista (lo que no ocurriría hasta después de la invasión organizada por la CIA en playa Girón, en abril de 1961), los límites no estaban claros. ¿Qué se podía escribir y qué no? ¿Qué se podía filmar y qué no? Aclárese, compadre. Y en eso llegó Fidel.
«Contra la Revolución, nada»
La reunión que el comandante mantuvo con los intelectuales en junio de 1961 marcó un antes y un después. Se supone que iba a señalar dónde estaba exactamente la frontera. Y lo hizo a su manera, en un discurso que ha pasado a la historia con el título de Palabras a los intelectuales, sin que del sustantivo «palabras» se pueda intuir brevedad o concisión. Las palabras de Fidel siempre fueron muchas. En este caso, dos horas y 37 minutos de palabras. Como ocurrió con los escurridizos principios del ICAIC, aquella disertación, que unos consideran magistral y otros una abominación, pecaba, vista en su conjunto, de incoherencia: decía una cosa y la contraria. Pero el comandante, en medio de toda esa verbosidad, sí fijó una tesis meridiana: «Con la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada».
Cuentan que en aquel encuentro el escritor Virgilio Piñera se levantó y expresó públicamente su sentimiento: «Tengo miedo». Hay quien dice que es una leyenda. No existen registros de aquel ejercicio de sinceridad. Esa interesante parte de la historia se perdió; el discurso de Fidel, en cambio, se editó en libro y puede oírse hoy, íntegramente, en YouTube. «Si alguien piensa que se le quiere eliminar, si alguien piensa que se le quiere ahogar, nosotros podemos asegurarle que está absolutamente equivocado», dice el comandante. Piñera, en cualquier caso, fue detenido en la «noche de las tres Pes», una redada masiva en octubre de ese mismo año contra «proxenetas, prostitutas y pájaros» (homosexuales). Se libró de milagro de acabar en los campos de reeducación de la UMAP (la Unidad Militar de Ayuda a la Producción), su teatro dejó de representarse en la isla a finales de la década y en los setenta se le impidió publicar.
Pero fue precisamente el cine, más que la literatura, el que protagonizó aquellas reuniones de 1961 de Fidel con los intelectuales. La prohibición de exhibir el corto documental PM, de Orlando Jiménez Leal y Saba Cabrera Infante (hermano de Guillermo), provocó un terremoto que sacudió el mundo cultural cubano en su totalidad. En él se retrataba una noche de juerga por las calles del barrio de Casablanca, en La Habana. Se veía la lanchita de Regla dejando a los pasajeros en tierra y cómo estos comen, beben, fuman, ríen y bailan, un poco achispados, al son de los tambores afrocaribeños. Nada que pueda escandalizar a nadie. El ICAIC consideró que PM, «lejos de dar al espectador una correcta visión de la existencia del pueblo cubano en esta etapa revolucionaria, la empobrecía, desfiguraba y desvirtuaba». Aquella decisión se tomó sin contar con la presencia del consejero más insigne del ICAIC, Tomás Gutiérrez Alea, que dimitiría tras la arbitrariedad.
«Aunque nosotros no hemos visto esa película –dijo Fidel sin asomo de rubor– nos hemos remitido al criterio de una serie de compañeros que han visto la película (…). De más está decir que es un criterio y es una opinión que merece para nosotros todo el respeto». La censura de PM, aparte de innecesaria y contraproducente para la Revolución, evidenciaba un racismo subconsciente. Era como decir: «No nos gusta cómo se divierten estos negros. No son buenos revolucionarios». De la misma forma que tampoco les gustaba aquella Gente en la playa (1960) retratada por Néstor Almendros, más inocente si cabe e igualmente censurada.
Si Vargas Llosa no sabía el momento exacto en el que «se había jodido el Perú», sí es probable que la Revolución cubana se jodiera entonces, cuando empezó a hablar del «Hombre Nuevo» y a legislar sobre moral, usurpando el sórdido papel de la Iglesia y expulsando incluso a aquellos que, honestamente, querían creer, como confiesan entre lágrimas los protagonistas de Regreso a Ítaca (Laurent Cantet, 2014). Aquella película surgió de un fragmento de La novela de mi vida (2002), de Leonardo Padura, y tras retirarse de la programación del Festival de Cine de La Habana pudo proyectarse finalmente en la Semana del Cine Francés.
Un pulso consigo mismo
Enfrentado continuamente a sus contradicciones, el ICAIC lleva 60 años manteniendo un pulso consigo mismo. Entre sus asignaturas pendientes (y lacerantes) está el acceso de las mujeres a la dirección de ficción, algo que sólo ha conseguido un número marginal de cineastas: Sara Gómez (fallecida muy joven y caso paradigmático del cine cubano, ya que además era negra), Rebeca Chávez, Marilyn Solaya, Blanca Rosa Blanco y Magda González Grau. Y ya. El catálogo de injusticias del ICAIC es, pues, larguísimo, pero ni con todos sus tics autoritarios, ni estando dirigido con mano de hierro, cayó nunca en la mamarrachada propagandística. Como la Revolución ha marcado toda la producción cultural de Cuba hasta el punto de convertirse en monotema, en literatura, como en el cine, no había más remedio que hablar de Cuba. Y en ese espacio, sin duda vigilado, tutelado, ha habido siempre (al menos tras el error cometido con PM) un cierto espacio para la crítica.
Lo hubo incluso bajo la égida del terrible Alfredo Guevara, el personaje más condecorado y más odiado de la cinematografía cubana. «Guevara también fue un buen y mal demonio», escribe Vladimir Cruz en el libro Cuba en la encrucijada (Debate, 2017). «Bueno por todo lo que hizo en favor del cine cubano y latinoamericano (el llamado ‘nuevo cine latinoamericano’, que defendió hasta su muerte), y malo por otras muchas cosas. Siempre fue un hombre poderoso, de esos de quienes se dice que tienen un teléfono de color especial capaz de comunicarse con dimensiones prohibidas para el resto de los mortales». Que es otra forma de decir con Fidel. Los cineastas que más lo odiaban y que le acusan de arruinar sus carreras recurrieron antes que nada a su velada homosexualidad para atacarle (la homofobia es ideológicamente transversal). Ya en el exilio, lejos del apático, intransigente y despótico Guevara, estos directores han dispuesto de toda la libertad que, al parecer, exigía su genial creatividad. Así y todo, el mundo sigue esperando sus obras maestras.
Con Guevara (o a pesar de él) se rodaron sátiras tronchantes como La muerte de un burócrata (1966) y críticas directas al puritanismo revolucionario como Fresa y chocolate (1993), ambas de Gutiérrez Alea. Con Julio García Espinosa al frente del ICAIC (1983-1991) se produjeron películas como Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), de Daniel Díaz Torres, una metáfora feroz sobre la vida bajo el socialismo que enfureció a los guardianes de la Revolución. Hasta enviaron militantes a los cines para armar escándalo y reventar las proyecciones. Díaz Torres repetiría el desafío con Hacerse el sueco (2001), una comedia de enredos sobre las necesidades del pueblo cubano, que debe deshacerse en atenciones hacia los extranjeros para poder sobrevivir.
El techo de permisividad
Padura toma prestada de su amigo Manuel Vázquez Montalbán la expresión «techo de permisividad» para explicar el límite que los artistas deben forzar para aumentar sus cotas de libertad de expresión. «Este es un proceso que empezamos en los años 80 sin tener una conciencia clara de lo que estábamos pretendiendo, pero ya en los años 90 sí se convirtió en una forma de entender y de expresar la literatura. Y cada vez más la narrativa cubana, el teatro, el cine, tienen una visión más crítica de la realidad y hemos logrado abrir muchos espacios», contaba Padura en una entrevista.
Esa presión sobre el «techo de permisividad» es una maniobra que también puede observarse en el cine iraní, con diferente suerte para los retadores: los dos Oscars de Asghar Farhadi dificultan mucho el castigo oficial; Jafar Panahi, en cambio, ha ido a la cárcel, ha sufrido varios años de arresto domiciliario y se le condenó a 20 años sin poder abandonar el país y sin poder hacer cine, prohibición ésta última que ha burlado rodando en su casa con un teléfono móvil. «Lo que no puedes hacer es abandonar –explica Padura–. Lo importante es crear esos productos. Crear es tu función como artista. La función del censor será censurártelos pero la tuya es crearlos».
En ocasiones, esa lucha contra el «techo de permisividad» constituye el propio argumento de las películas. Así ocurre, por ejemplo, con la obra de Ernesto Daranas. En Conducta (2014) narra la historia de Chala (Armando Valdés Freire), un niño que malvive con su madre, prostituta y drogadicta, y que cuenta con el único apoyo de una veterana profesora, Carmela (Alina Rodríguez). Los métodos de enseñanza de ésta, adquiridos a través de toda una vida de docente trabajando con chicos conflictivos, chocan con la pedagogía oficial, contra la que tendrá que luchar a brazo partido.
En su filme posterior, Sergio & Serguéi (2017), un radioaficionado tiene que burlar la vigilancia de las autoridades para comunicarse con un cosmonauta soviético en los días de la caída del Muro de Berlín y del terrible Periodo Especial en Cuba. Además de radioaficionado, Sergio (Tomás Cao) es profesor universitario y apoya a una alumna de Bellas Artes que se niega a seguir el protocolo habitual para entregar su tesis: primero, leer el proyecto y luego presentar su escultura. Ella se empeña en hacerlo al revés, lo que constituye un ataque velado a la censura previa del ICAIC… que el propio ICAIC se encargó de producir.
En todas las películas de Daranas aparece, además, alguna alusión a la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba, en otro desafío a un Estado que algunas décadas antes mandaba a los campos de la UMAP, junto a los homosexuales y los disidentes, a los creyentes más fervorosos. Daranas, que sigue trabajando para el ICAIC, ha sido uno de los creadores que más claramente se ha expresado tras las manifestaciones del pasado mes de julio. «Sabemos que la mayoría de los que han salido a las calles no son delincuentes o confundidos porque mucha gente que queremos y respetamos ha estado entre ellos. La violencia del Estado contra su pueblo es inaceptable», publicó a través de las redes sociales.
Quienes han optado por un lenguaje más poético, como es el caso de Fernando Pérez, también han deslizado en sus obras una visión crítica hacia la deriva del país. En La vida es silbar (1998), la madre que abandona a su protagonista (Luis Alberto García) se llama Cuba. La metáfora es obvia. En Últimos días en La Habana (2017) cuenta la historia del melancólico Miguel (Patricio Wood), que sueña con emigrar a Nueva York, y de su compañero Diego (Jorge Martínez), un homosexual vitalista y parlanchín que agoniza postrado en una cama, enfermo de SIDA. La vida íntima de ambos, en su juventud, se vio alterada por un choque con la política oficial que les dejaría marcados para siempre.
Nuevas generaciones
Pérez y Daranas pertenecen a otra generación y siguen fieles a una forma de trabajar que, aunque agotadora, pretende seguir filtrando sus críticas a través de los cauces oficiales. Con los cineastas más jóvenes no ocurre lo mismo. Carlos Lechuga, uno de los representantes de la nueva hornada, consiguió que el ICAIC participara (mínimamente) en la producción de Melaza (2012). En ella el director se aparta de las calles de La Habana, omnipresentes en el cine cubano, para rodar las privaciones que se viven en el ámbito rural. La pareja protagonista (Yuliet Cruz y Armando Miguel Gómez) se ve obligada a delinquir para pagar una multa que es inasumible con sus respectivos sueldos. Así, la empleada de una fábrica de azúcar tendrá que jinetear y el profesor que enseña a sus alumnos los principios revolucionarios no tendrá más remedio que ponerse a vender carne de contrabando. Cumplir con la ley les empuja al crimen.
La siguiente película de Lechuga, Santa & Andrés (2016), otra historia polémica (escritor gay represaliado traba amistad con una campesina que debe vigilarlo), la financió de forma independiente y fue prohibida en Cuba por expreso deseo del ICAIC. El de Lechuga no es un caso único. Por el mismo trance han pasado Miguel Coyula (Memorias del desarrollo, 2010, y Nadie, 2017), Jessica Rodríguez (Espejuelos oscuros, 2015) o Carlos Quintela (La obra del siglo, 2015). Lechuga, enfrentado ya directamente con el gobierno cubano, postea en sus redes sociales fotos de jóvenes artistas detenidos tras las manifestaciones del 11 de julio reclamando libertad para ellos. «El Estado nos invita permanentemente a abandonar el país y empuja fuera a la juventud que quiere cambiar Cuba», ha declarado a la revista francesa Télérama. En septiembre participó en el Festival de San Sebastián, en la sección WIP Latam, y fue premiado: consiguió la financiación necesaria para terminar la post-producción de su próximo filme, Vicenta B.
Lo que el ICAIC y la otra gran institución cinematográfica del país, la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, se resisten a aceptar es que ya no pueden controlar el cine que se hace en Cuba. La revolución digital ha abaratado enormemente los rodajes y allá donde haya un director o una directora con una historia que contar, acabará rodándola. Otra cosa es que sea una buena película (algo que el sello ICAIC, con todos sus defectos, garantizaba) y que obtenga público, en el extranjero o en la propia isla de forma clandestina. Si es así, el ICAIC se habrá pegado otro tiro en el pie. Su labor, así lo creen muchos intelectuales oficialistas u opositores, debería ser promover el talento y no coartarlo. Impedir que las producciones independientes se estrenen en los cines del país no hace sino darles un barniz de prestigio a películas del montón que quizás no lo merezcan (que fue el caso de PM, por cierto).
Hace justo un año más de 200 artistas e intelectuales se concentraron para protestar ante el Ministerio de Cultura. «Se desperdició una oportunidad histórica», escribió Ernesto Daranas. «El diálogo que pudo empezarse con un grupo de jóvenes artistas para extenderse al resto del pueblo cubano fue reemplazado por una burda campaña de descrédito. Durante meses, una parte de esos jóvenes han sido incomunicados, detenidos y sometidos a medidas cautelares arbitrarias. No era difícil prever cuál sería el resultado de la escalada que se había iniciado».
Aquella manifestación (lo mismo que la ya prohibida Marcha Cívica por el Cambio, prevista para el próximo 15 de noviembre) estuvo encabezada por el actor y dramaturgo Yunior García, cara visible del movimiento de oposición Archipiélago. Según el gobierno cubano, se trata de un agente contrarrevolucionario que trabaja en favor de intereses extranjeros y que está pagado desde Miami y Washington. Y algo de eso hay, sin duda, pero no lo explica todo en Cuba. Ya no.
Fidel, que fue siempre un analista político muy lúcido, dijo que había una sola manera de destruir la Revolución: hacer las cosas mal. «Esta Revolución puede destruirse… Nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra». El aviso, lanzado en 2005, resuena hoy con ecos de profecía.
Actualización 13.45h (05/11/2021)
Dónde y cómo se contradice Fidel Castro en esa alocución a los intelectuales? No lo encuentro, manolín, que me registren.
Q el es ICAIC es una de las instalaciones cinematográficas más importantes del mundo??? Permitame carcajearme. Un comentario ligero ligero. Sí el q escribió esto es cubano, demuestra que el etnocentrismo los ciega. Aldeano vanidoso que cree el su aldea es el centro del mundo