Cultura | Entrevistas
‘Decapitados’: Un ensayo de emergencia sobre la destrucción de las imágenes
“Los monumentos de homenaje no son historia, son propaganda”, dice Peio H. Riaño. En su último libro habla de las estatuas que el poder impone en el espacio público y de su razonable destrucción.
Mi día a día transcurre a unos 63 kilómetros de Xàtiva, una de las ciudades más importantes de lo que fuera el Reino de Valencia. Poca gente, fuera del País Valencià, sabe que es el único lugar de toda España en el que se expone con orgullo, en su museo de Bellas Artes, la muestra palpable de su desprecio al primer Borbón que ostentó la corona de la monarquía hispánica. Se trata, nada más y nada menos, que de un retrato de Felipe V colocado bocabajo. Como bien han leído, el cuadro está colgado del revés, con el aplauso y beneplácito del pueblo xativí. No es este un reclamo turístico –aunque bien pudiera serlo–, ni siquiera un alarde de republicanismo, sino más bien la vandalización de un símbolo que representaba el poder de un monarca cruel que no dudó en ordenar quemar Xàtiva tras la guerra de sucesión. Una reacción despótica y criminal orquestada por Felipe V en venganza porque la ciudad hubiera apoyado a su oponente al trono. Y, no satisfecho con sembrar la muerte a su paso, decidió como colofón rebautizar el lugar como «Colonia Nueva de San Phelipe». No hay ejemplo igual a lo largo y ancho de todo el Estado. Se trata de la consagración del símbolo a costa de su modificación, en aras de perpetuar la memoria de un pueblo que no ha olvidado la masacre de 1707 y, por ello, nunca ha consentido recolocar el retrato en su forma original.
Es ese un ejemplo de lo que Decapitados (Ediciones B) nos cuenta centrándose en el arte de lo esculpido. El libro de Peio H. Riaño es un repaso a la historia de los monumentos que el poder impone en el espacio público a costa del silencio de una ciudadanía impasible y de cómo, un día, esa muchedumbre despierta al relato opresor que se esconde tras la piedra tallada. Este ensayo se gestó a la luz de los movimientos de protesta que, en Estados Unidos, se lanzaron a la calle para denunciar el racismo de las instituciones con motivo del asesinato de George Floyd, el 25 de mayo de 2020, a manos de la policía. El quejido de ese joven que, segundos antes de morir, recriminaba a sus verdugos que no podía respirar, fue la gota que hizo desbordar de indignación al pueblo afroamericano. Y, a su vez, sirvió de detonante para que Peio H. Riaño se sumergiera de lleno en la escritura de su tercer ensayo cultural que, por esta vez, le aleja de lo pictórico para abordar el contexto que envuelve a la estatuaria pública. Sus anteriores trabajos, La otra Gioconda. El reflejo de un mito (2013) y Las invisibles (2020), habían colocado el foco en los relatos que se esconden tras la aparente neutralidad del arte, haciendo hincapié en el tupido velo que nos impide ver con claridad el sesgo patriarcal con el que fueron concebidos.
«El monumento es un acto reflejo del poder que se impone sin preguntar» es una de las dovelas que sustentan la estructura de Decapitados. Para demostrar esta afirmación, el autor dedica 11 capítulos a distintos casos en los que la estatuaria pública es derribada, ya sea por la indignación del pueblo o, en el caso paradigmático de Roma, como resultado de la venganza de las élites. El primer capítulo, de hecho, lo dedica a la «damnatio memoriae», la forma de borrar la figura de alguien que se consideraba indigno de ser recordado. «En el Imperio romano había estatuas por todas partes. Los emperadores de piedra se acumulaban en los pórticos públicos, sobre los arcos, en los templos. Los grupos escultóricos eran los mejores canales de comunicación de masas, después de las monedas. (…) La civilización que abrazó y propagó esta manera de idolatrar no dudó en destruir sus iconos cuando lo que simbolizaban se había agotado». No fue esta una originalidad propia de los eternos enemigos de Astérix y Obélix, porque borrar la existencia de alguien a base de martillo y cincel ya lo hizo, hace casi 3.500 años, el hijo de la faraona Hatshepsut con su propia madre, con tan poco éxito, por otra parte, que hoy en día es a ella y no a él a quien seguimos recordando.
Después de caminar por el Foro, Riaño nos lleva de la mano, a través del espacio y el tiempo, a visitar la destrucción de las esculturas de icónicas figuras del comunismo internacional como Lenin o Mao Tse Tung, la del racista Robert E. Lee, la de los colonizadores Manuel Baquedano o el propio Cristobal Colón, y el derribo televisado del monumento a Sadam Hussein; hasta llegar a la València de 1983 para contemplar la destrucción pública del Gattamelata franquista, la primera escultura ecuestre del dictador que fue extirpada de una plaza pública en todo el país. «Es posible que no exista una imagen más redonda de lo que no es la historia que una estatua ecuestre que aplaude a un poderoso», afirma el autor para responder en su ensayo a las críticas que el poder ha vertido sobre quienes, en nombre de las víctimas de una opresión, han reivindicado la destrucción de las imágenes que homenajean a sus verdugos.
La paz de las estatuas españolas
Es una mañana apacible de otoño cuando Peio H. Riaño y yo, por fin, nos conocemos en persona después de dos entrevistas previas en pleno confinamiento. El autor, que además de periodista es historiador del arte, acude a nuestra cita en la preciosa librería La Mistral, de Madrid, con su perra, que se queda acurrucada bajo la mesa mientras mantenemos una estimulante conversación de más de dos horas.
Me confiesa Riaño, nada más comenzar la entrevista, que algunas voces críticas han tildado su libro de «oportunista», pero que él defiende el concepto de «ensayo de emergencia». Tras la irrupción de Black Lives Matter en el contexto americano, él advierte que lo que allí ha supuesto la llama de una insurgencia activa contra los monumentos coloniales y supremacistas, en España «no sucede». «No estamos teniendo ese debate y esa ausencia me produce un extrañamiento total. Por eso defiendo la necesidad de este trabajo, porque creo que es una virtud ser capaz de reaccionar ante los acontecimientos de nuestro tiempo y eso tiene que ver con el olfato periodístico y con una vocación de ciudadanía atenta. Me interesa mucho el ensayo de emergencia, el no académico pero que se sustenta en mimbres científicos. Porque no quiero escribir para un nicho cerrado y muy concreto, quiero que lo que escribo llegue a toda la sociedad. Algo que también fue fundamental para mí en la concepción de Las invisibles».
Riaño me explica que necesita de la escritura para pensar con claridad. Y ha sido gracias a ella que ha llegado a la idea de «la historia desilusionante». » Para mí, el verbo desilusionar alude a la tarea de eliminar los elementos de mentira, de falsedad, en definitiva, de ilusión que componen el relato. Esos condimentos que engañan a nuestra visión y modelan la percepción que tenemos de las cosas. En el Museo del Prado –tal y como demuestro en Las invisibles– era evidente que se había construido un discurso interesado por parte del patriarcado para anular a las mujeres, uno que justifica que el arte y el mundo son así por naturaleza. Lo mismo sucede con la equiparación del homenaje con la historia o el patrimonio, cuando no es ninguna de las dos cosas. Los monumentos de homenaje no son historia por el mero hecho de que, por definición, son propaganda. Podríamos conservarlos en un museo como elemento ilustrativo de los honores que rinde cada comunidad en un momento determinado. Porque cuando un historiador en un museo hace su trabajo, al situar la obra en su contexto, desactiva la propaganda, la ilusión, y hace que la verdad aflore».
Pero Decapitados no es una apología de la destrucción, como algún escritor enmascarado tras un pseudónimo femenino ha pretendido caricaturizar. Lo que pretende Riaño es contextualizar el proceso de derribo y vandalización de la estatuaria pública que se viene produciendo desde hace siglos. «El libro pretende ser un acto de construcción. La destrucción solo me interesa si se construye algo con ella. Porque cuando los colectivos indígenas derriban la estatua de un conquistador, están rebelándose contra la mentira. Es un acto de desobediencia contra un legado heredado de manera autoritaria». En el propio ensayo encontramos la conclusión más rotunda al eterno debate que iguala monumento con historia: «La verdadera amenaza para la historia no es la retirada de estatuas, sino la retirada de los presupuestos destinados a la enseñanza pública».
Tal y como explica la historiadora británica Mary Beard, tanto en sus libros como en sus documentales, la historia del arte no es más que una historia de la mirada, y a ella alude constantemente Riaño para recordarnos que nuestras interpretaciones del mundo no son una respuesta biológica al entorno, sino el resultado de una miscelánea de condicionantes que determinan nuestra observación. «En mis trabajos busco ofrecer herramientas a la sociedad en la que vivo para que sea capaz de detectar y librarse de la mentira, ya sea cuando va a un museo o caminando por la calle. Mi objetivo es contribuir a la generación de una mirada soberana que entre al debate y lo enfrente». Entonces le pregunto acerca de todos esos monumentos con los que, diariamente, las viandantes nos cruzamos pero que rara vez nos detenemos a observar. Riaño no desdeña el poder de las imágenes tampoco en ese caso: «Es una falsa invisibilidad, un elemento de propaganda inversa. Creemos que es invisible pero no lo es porque está ahí y, por tanto, con su presencia lanza su discurso. El caso más llamativo en Madrid, por ejemplo, es el del Arco del triunfo franquista. No podemos restar poder a los símbolos. Somos una especie animal profundamente necesitada de ellos, por eso el proceso de desmonumentalización tiene que ver con la pervivencia de los símbolos que nos son impuestos y no nos representan, pero debemos construir los nuestros propios. Porque necesitamos referencias, necesitamos sentirnos reflejados en nuestro relato vital y político. Por ejemplo, en Virginia, a raíz de la muerte de George Floyd se retiró una escultura del supremacista Robert E. Lee y se dejó el pedestal. Ese fragmento de piedra es el mayor homenaje, la mejor representación de los valores de esa comunidad. La destrucción del monumento es, a su vez, una máquina de generar iconos. Y eso lo tenían bien claro los estadounidenses cuando en la guerra de Irak, tal y como cuento en un capítulo, recrearon para la televisión el derribo de una gran estatua de Sadam Hussein».
Y la caverna, ¿qué es lo que más odia?
Tras la experiencia de publicación de un ensayo feminista como Las invisibles y este último de carácter anticolonial y antirracista, le pregunto cuál de los dos le ha reportado una respuesta más virulenta por parte de los voceros de la caverna: «El feminista. De hecho, ese libro lo comencé con otro editor que pretendió modificar tanto las tesis del libro que lo tuve que abandonar. Capitán Swing no, ellos lo leyeron y les encantó. Sin embargo, el ensayo anticolonialista ha costado menos. Por otro lado, sé que hay historiadores jóvenes que ya advierten que el arte no se puede mirar sin perspectiva de género, es una parte más del análisis. No es una salsa de la que se pueda prescindir porque si la eliminas estás cometiendo un error científico».
Urgen ensayos como este, que se atrevan a explicarnos el presente con una perspectiva crítica, de género y de clase. Porque en pleno siglo XXI sigue siendo revolucionario hablar de patriarcado y colonialismo como sistemas de dominación imperantes. Por eso su análisis es más necesario que nunca. En estos aciagos días en que los adalides de la derecha extrema criminalizan a las poblaciones indígenas y se siguen vanagloriando del negro tiempo de la conquista americana es importante que se estudien los movimientos sociales que han llevado al derribo de símbolos racistas, desde la posición de los de abajo, de las víctimas, las únicas legitimadas para definir lo que les ofende. Y así, desmontar los intereses que se esconden tras los discursos que defienden la sacralidad innata de los monumentos, como si su existencia en el espacio público fuera el fruto del azar o la naturaleza y no del deseo expreso de una oligarquía.
Mientras Riaño sigue presentando Decapitados, ya trabaja en su nuevo libro, también centrado en la rabiosa actualidad y en la capacidad del arte para convertirse en propaganda cuando sirve a quien le paga. Aún tendremos que esperar un tiempo para verlo expuesto en las librerías, pero para ir abriendo boca adelantaremos su título, que condensa a la perfección su nuevo objeto de estudio: Borbones y membrillos.
¡Que barbaridad! Nunca de la destrucción salió nada bueno. Destruir es propio de corazones miserables anegados en odio. Yo nunca fui franquista, mi familia paterna y la materna tampoco, pero nunca hubiera retirado una estatua del dictador Franco, y mucho menos destruirla, le hubiera puesto, eso sí, una placa explicado quien era el personaje y lo que le hizo a la sociedad española. Tanto presumir de civilizados y algunos pretenden emulara a los talibanes y al estado islámico, destruyendo obras que, te gusten o no, no dejan de ser las obras de los artistas que las esculpen.
Sinceramente, destruir estatuas de Colón o Junipero Serra me parece una memez. Y lejos de demostrar un supuesto desagravio a los indígenas americanos, en mi opinión lo que demuestra más bien es un evidente racismo a lo hispano.
Como dice Eduardo Galeano en uno de sus libros; el único de los padres fundadores de los EEUU que liberó a todos sus esclavos tras la independencia fue Robert Carter, ni Washington ni Adams ni Jefferson ni Franklin lo hicieron. Sin embargo Carter es el más olvidado de todos e imagino que tendrá muchas menos estatuas en su país que los otros citados.
Otro dato, no fue hasta 1924 cuando los nativos norteamericanos obtuvieron la ciudadanía estadounidense.. pero el malo al parecer era un genovés del s.XV. Sorprendente.
Por cierto el retrato de Felipe v que se encuentra en Xátiva fue girado en los años 50 del siglo pasado por Carlos Sarthou, director del museo, que ni siquiera era socarrat (setabense) sino de Castellón.
¡Salud!
Interesante y acertado artículo. En efecto, Black Lives Matter y los Borbones tienen algo en común: La vulgaridad. Para la gente vulgar, ciertamente, es más fácil destruir que crear. Unos destruyen ciudades y otros estatuas.