Internacional
Óscar Martínez, el periodista de la brutal honestidad
El jefe de redacción de Elfaro.net Óscar Martínez publica 'Los muertos y el periodista", una 'crónica-ensayo', como él la define, sobre las preguntas que no suelen verbalizarse sobre reporterismo, violencia, barbarie, víctimas y victimarios.
Óscar Martínez, uno de los reporteros más reputados en castellano, publica Los muertos y el periodista (Anagrama, 2021), un brillante ejercicio de radical sinceridad sobre el ejercicio de este oficio en contextos tan violentos como Centroamérica. Tras 13 años cubriendo la región para el prestigioso periódico salvadoreño El Faro, y varios libros traducidos a otras lenguas, Martínez ha escrito su texto más audaz, con el que nos sumerge sin paños caliente en los márgenes de Centroamérica. Allí, donde emerge la barbarie del ojo por ojo, diente por diente, rigen otras reglas y cuando le preguntas a un adolescente que desconoce su edad por un recuerdo feliz de su infancia te contesta «¿Cómo que así?».
De esa respuesta, que recoge la imposibilidad de la comprensión mutua, va tirando Martínez, que escribe como quien machetea y remienda la herida a la vez, para contarnos hasta dónde está dispuesto a llegar el ser humano para «ser alguien», cómo un niño puede convertirse en un monstruo cuando crece en una sociedad que te repite que no eres nadie, y cómo ese que no se resigna a ser un don nadie puede ser asesino y víctima a la vez. Y, sobre todo, cómo la función del periodismo es explicar esa complejidad, demostrar que en la vida real no hay contradicciones porque la incoherencia es parte misma de la lucha por la supervivencia. Y que si se quiere ser realmente libre para cumplir con esa importante labor, lejos de temer al odio de la lectora o del lector, hay que nutrirse del mismo para ser fiel sólo a la historia. O, como escribe: “Uno debe pelear contra sí mismo en cada investigación”.
Deformación, salvajismo y crueldad son los tres sustantivos que emplea para adelantar qué vamos a encontrar en el libro. Un submundo que se rige por otras reglas, como explica, en una de las regiones más violentas del mundo: Centroamérica. Como periodista que ya sabe que esos tres conceptos definen en buena medida a la especie humana, ¿de dónde saca el empuje y la curiosidad por seguir reporteando?
Me reconozco una persona muy pesimista, antes de escribir el libro ya sabía que el resultado iba a ser el que ha sido. Pero sigo pensando que el periodismo cambia cosas. Un hecho sanador que he logrado a lo largo de mi carrera es irme desilusionando de la manera en que cambian las cosas. No cambian con un artículo como creía cuando comencé a los 17 años. He ido aprendiendo que la urgencia con la que el mundo cambia nunca responde a la urgencia de las cosas que contamos.
Cuando veía llegar a diario a decenas de mujeres violadas al albergue de Ixtepec, después de pasar por una zona del sur de México llamada Arrocera… Los cambios ocurrieron años después. Pero sigo pensando que es la mejor manera que tengo de incidir en el mundo, pero por una razón personal: porque es lo que sé hacer mejor. No me conozco habilidades tan precisas en otro ámbito de la vida. Por eso sigo teniendo ánimos para hacer esto.
De hecho, hay un momento del libro en el que explica que tras años cubriendo la ruta migratoria hacia Estados Unidos, precisamente en ese mismo albergue, se le acercó una mujer para contarle cómo la habían violado varios hombres. Con la radical honestidad que atraviesa el libro, explica que después usted jugó un partido de fútbol con los migrantes que seguían llegando. Escribe: “Esa noche entendí que era inútil para contar esas historias”. ¿Cómo encontró otra vez el rumbo?
Todas esas decisiones trascendentales que vamos tomando son las que llamamos carrera. Y quien te dé una fórmula para tomarlas, cuando son resultado de circunstancias personales, es un gurú al que no hay que escuchar. En mi caso, esas epifanías terribles me han llegado de dos formas. En el caso que cuentas del proyecto En el camino, cuando me di cuenta de que la historia de una mujer que había sido violada hacía unas horas, incluso analmente, no hizo que me sintiera interesado. Era la septuagésima mujer que me contaba eso y me di cuenta de que yo permanecía allí por si ocurría algo, pero ese algo diferente de lo que yo ya había visto era un canon muy salvaje y abusivo. La realidad viene a veces en reiteración y si como periodista no encuentro algo que decir sobre esa realidad, el problema lo tengo yo, no la realidad. Entonces tienes que decir que te vas al carajo. Y de hecho, me fui de México porque entendí que no podía seguir buscando porque no tenía habilidades para encontrar.
En el caso de Sala Negra, el proyecto de investigación sobre la violencia que montamos en El Faro, para el que trabajamos en muchos países, el proceso fue más suave y natural. Tras cubrir tanta barbaridad y barbarie, a los miembros del equipo nos costaba cada vez más encontrar el interés absoluto para encontrar un tema. Ese proceso que teníamos de encontrar una premisa ambiciosa: qué querés contar a través de esa pequeña historia; qué pedazo del universo, por pequeño que sea, querés contar a través de esa historia con nombre y apellidos. Sentíamos el agotamiento, como le ocurre a un futbolista que ya corre menos y no mete tantos goles.
Empieza el libro planteando una de las claves del oficio que raramente se verbaliza: hasta qué punto, en determinados contextos, la presencia del periodista no solo no mejora las circunstancias de sus habitantes, sino que las puede empeorar hasta, incluso, la muerte. Cuando conoce a uno de los protagonistas del libro, Rudi, escribe en su libreta: “Hoy he conocido a un muchacho que será asesinado”. Pero la cuestión que se dedica a reconstruir es si lo habrían sido también sus dos hermanos de no haber aparecido usted en sus vidas. Muchos pueden preguntarse en su fuero interno por esa posibilidad, pero pocos se atreverían a escribir un libro para desbrozarla. Ser consciente de ella, ¿le ha cambiado en algo su relación con su oficio de periodista?
Como escribo en el prólogo, había restringido esta historia como quien encierra y amarra el animal que solo muerde. No le encontraba más allá. Venía de escribir con mi hermano Juan El niño de Hollywood, que explica las pandillas a través del perfil de uno de sus sicarios. Pero ese era un pandillero veterano, y Rudi era un pandillero inicial, que venía del fondo más fondo, y a medida que me fui internando en él veía que era la oscuridad más pura. Así que cuando me puse a escribir me fue imposible encontrar una narración que no incluyese grandes partes de análisis y de ensayo sobre el oficio mismo. Por eso es una crónica-ensayo o un ensayo-crónica, no sé muy bien.
Yo ya tenía nociones previas, como el caso de Consuelo Hernández, la mujer de la masacre de San Blas que también aparece en el libro. Ella escuchó cómo asesinaron con disparos a su hijo que estaba hincado de rodillas. Se metió en un proceso judicial de años, nos contó su verdad a la que pudimos dar verosimilitud con las pruebas forenses y los policías se quedaron libres. La mujer tuvo que huir, una vez más, por las amenazas que recibía contra su vida, incluso desde el teléfono de su hijo asesinado. Así que yo ya tenía la noción de que una historia podía acabar mal. Lo que pasa es que en este caso mal se queda corto: A Wito le cortaron la cabeza, a Herbert le dejaron con la cara destruida a machetazos, mientras que Rudi quedó reducido a un cráneo perfectamente incinerado sin rastro de humanidad.
Yo creo que mi presencia aquella noche en su cantón influyó en que los policías los mataran. El hecho de que nos pararan cuando los perseguíamos en coche y nos reconocieran a mí y a los hermanos de Rudi intentando salvarle, los convirtió en testigo de algo que no querían que se atestiguara. Lo que no sé es qué les habría pasado si yo no hubiese llegado. Pero sí tengo claro que a Rudi lo habrían matado antes.
Si hacés una inmersión tremenda en este tipo de contexto de violencia extrema, en países con Estados de derecho raquíticos, llega un momento en el que vos llegás a cambiar la vida, a influir en la resolución de la historia. No me veo como quién lo hizo, pero sí como una pieza esencial para que esta historia acabase así.
Por eso, volver a repensar la honestidad periodística me parece esencial. Y para los periodistas que no se quedan tanto tiempo en un sitio, deberían alejarse de aquello que mi hermano Juan escribió, De safari (periodístico) por Centroamérica, porque las consecuencias pueden ser así de tremendas.
Me enorgullece saber que he aprendido a ser brutal con la fuente a la hora de ser honesto, a dejar de hacer promesas y a decir cosas que pueden ser muy hirientes para las fuentes; de eso, que es triste, me enorgullezco.
Hay un dilema que no termino de resolver en el libro, por eso lo digo honestamente: el libro pregunta siempre, responde solo a veces. El dilema, el fondo es que usted no puede evaluar a estas personas, que son víctimas de circunstancias del bajo mundo, pero a veces también victimarios. Rudi fue asesinado y matador también. Las personas no nacen víctimas y se mueren víctimas, eso es una etiqueta terrible de ponerle a alguien. Las personas son víctimas de unas circunstancias, pero no podemos considerarlas como sujetos pasivos e idiotas que no entienden lo que están haciendo. La responsabilidad de decidir contar sus historias es terrible, pero asumida también. Consuelo entendió que ella quería poner en riesgo su vida para contar la verdad de lo ocurrido con su hijo.
Ahora, lo que sí depende de un periodista es no andarse con rodeos para ser honesto, para ser brutal, no caer en la tentación de sacarse tres eufemismos a la hora de hablar con estas personas. Si vas a cubrir estos temas es una condición indispensable ser brutalmente honesto.
De hecho, una de las prácticas que más daño está haciendo al periodismo es la tendencia en el ámbito de los derechos humanos a autocensurarse, a crear relatos simplistas de ‘víctimas perfectas’ con la supuesta intención de generar empatía y contrarrestar así los discursos de odio de la ultraderecha.
A los periodistas de El Faro, por ejemplo, les han acusado de ser afines a las pandillas por documentar las ejecuciones extrajudiciales practicadas por escuadrones policiales. ¿Cómo viven este rechazo de parte de la sociedad a los relatos que recogen la complejidad y los matices?
Recomiendo a los y las colegas que se sacudan cualquier intención de recibir aplausos. Es muy liberador cuando vas a hacer periodismo. Creo en dos frases. Una la pronunció Caparrós, “Escribir contra el público”, y otra Carlos Dada, “El periodismo no se debe a su público, sino a sus principios”.
En El Salvador a la gente le encanta que se masacre a las pandillas. Y si hubiera una encuesta sobre si habría que meter a los pandilleros en una gran hoguera, la mayoría diría que sí. Y creo que si preguntaran si a sus familias también, también una mayoría estaría a favor.
Pero eso no importa porque esos no son los principios del periodismo, que tiene que explicar la complejidad de una sociedad de 6,5 millones de habitantes en la que 64.000 son pandilleros y tienen familia. Yo no voy a justificar, sino a explicar. Y como hace mucho tiempo que me liberé de la lógica de no herir la susceptibilidad de mis lectores, pues ya no tengo ese dilema.
En mi carrera me he dado cuenta de que a la gente le encantan las víctimas perfectas, y las narrativas en las que las víctimas puras y los victimarios muy malos están en las antípodas. Cuando publicaron Los migrantes que no importan en Estados Unidos, hubo mucho consenso sobre ese libro, mucha gente lo interpretó como victimarios contra víctimas. Pero la realidad es que hay migrantes que han violado a otras migrantes mientras migraban. ¿Eso hace que no tengas que explicar cómo los Zetas los secuestraban y los asesinaban? No. Con El niño de Hollywood, el desconcierto fue mucho mayor. Algunos me decían que por qué utilizábamos metáforas que empleaba Trump como la de animal asustado. Y yo les respondía que si se habían quedado con la copla de que esa expresión es propia de Trump es porque tienen poco mundo. Nos preguntaban si el protagonista era víctima o victimario. Y podría pasar lo mismo con Rudy, que es asesino y asesinado.
Supongo que entender eso cuesta porque el consumo cultural generalizado que nos venden está creado en base a buenos, malhechores, realidades perfectas, muy definidas, que te hacen pensar poco. Un sistema de entretenimiento en el que, incluso cuando te presentan series como complejas, el desenlace es sencillo, la misma narrativa de víctimas y victimarios. Yo me sacudí eso hace muchísimo tiempo. Hay mucha gente que está convencida de que yo tengo una especie de pacto con las pandillas y que el hecho de explicarlos parte de querer justificarlos. Ese grupo sencillamente no ha leído mis artículos.
Pero cuando los periodistas por un lado, los activistas por otro muy distinto, las oposiciones políticas en su espacio, no pronuncian las verdades complejas, las terminarán pronunciando los Trump de este mundo, y de una manera muy simple. Y con eso terminan ganando elecciones y estableciendo narrativas como ‘todos los árabes son asesinos’, ‘todos los salvadoreños son mareros’. Si no hacemos discursos complejos, si renunciamos a elaborarlos, el discurso sobre ellos va a terminar tomándolo gente como el de Vox en España. La progresía de nuestras sociedades está embadurnada en un buenismo demasiado extendido. Así terminamos autocensurándonos porque la gente no está lista para escuchar estas palabras. Esa es una forma de reducir tu argumentación a una forma muy flaquita. Tenemos que hacer honor al principio periodístico de que lo que hacemos es profundo, que el crisol que mostramos es amplio.
Si negamos esa conflictividad intrínseca a cualquier sociedad, estamos negando la experiencia a quienes son testigos de ella que, por tanto, terminarán por dejar de creer en nuestra honestidad y sintiéndose validados por la ultraderecha. Hablaba también de esa diferenciación tan importante entre periodismo y activismo. En Centroamérica observan también esa creciente confusión entre ambos ámbitos.
En Centroamérica tenemos unos presidentes nefastos: en El Salvador, Bukele, un autoritario; en Nicaragua, Ortega, un dictador; en Guatemala, Giammattei, que está acabando con la independencia judicial. Ellos nos han querido convertir en oposición política y en aliados de los partidos opositores, cuando los partidos son de las instituciones más desprestigiadas en la región. Bukele, que tiene una aprobación del 83% de la población, nos relaciona con el peor activismo, el partidario político, lo cual es terrible.
Mi línea sobre la distinción entre periodismo y activismo es clara, el problema es que la discusión está muy viciada porque se interpreta lo que no está dicho. El periodismo no puede ser activismo, no porque me parezca mal el activismo, todo lo contrario: me nutro de él y en casi todos mis reportajes aparecen activistas. La distinción es una cuestión muy técnica y desapasionada: periodistas y activistas tenemos métodos diferentes de aproximarnos a la realidad.
Como ejemplo, recuerdo una cobertura en México sobre la llegada de refugiados centroamericanos que, cada vez más, para salvar sus vidas, solicitan asilo allí. Una organización que les daba apoyo me dio acceso a algunas de estas personas y uno de ellos era pandillero. Al final, la asociación me pidió que no dijese que era pandillero. Él me había dado el permiso y habíamos acordado la forma para que no se viera en riesgo. Los de la asociación decían que su método era el de proteger a quienes se deben y yo que el del periodismo es revelar realidades complejas, así que no podía no decirlo. De hecho, ese hombre representa un gran sector de los centroamericanos que necesitan pedir refugio. Si un pandillero te dice que le van a matar, créele porque tiene todas las razones para decirlo, lo van a matar y huye de la muerte. Lo cual no quiere decir que no haya cometido delitos.
Creo que la pasión y lo no dicho ha gobernado esta discusión porque no se trata de que estemos poniendo al periodismo en un pedestal sobre el activismo. Sino que, sencillamente, tenemos objetivos, métodos y técnicas completamente diferentes.
Creo que lo no dicho no solo gobierna solo ese debate, sino que cada vez más asfixia el ejercicio periodístico por el ambiente de polarización. Resulta muy frustrante ver cómo cada vez más personas desacreditan una información alegando cuestiones que nunca fueron escritas, con lo cual, el debate de ideas es imposible.
Recomiendo a todo colega, a toda colega, que se den un baño de odio. No le teman, es muy liberador, déjense odiar por sus lectores, sientan ese odio, abrácenlo, les va a fortalecer. No es lo ideal, no lo que uno querría, en El Faro también tenemos lectores muy cercanos que te cuestionan con argumentos. Pero hay un sector de la población que nos odia porque no ha querido más que creer el discurso demagógico de un presidente. Pero como llevamos tiempo recibiendo ese odio, me he nutrido de él y he perdido el temor a que tu audiencia te putee.
¿Cuál es la situación actual con el presidente Bukele dándole todo gas a la máquina de odio que ha creado contra el periodismo independiente y, fundamentalmente, contra El Faro?
El momento es sumamente complejo. En El Faro habíamos enfrentado tener que llevar escolta, cuando publicamos la investigación sobre el cártel de Texis o, incluso, abandonar el país, cuando publicamos la investigación sobre la masacre de San Blas –nos llegaron a buscar a nuestra casa para matarnos–. Pero nunca habíamos tenido una situación sistemática e integral. Ahora mismo toda la maquinaria del Estado, porque Bukele controla el Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo, está de acuerdo en que su objetivo es destruir El Faro. El presidente lo anunció en un discurso presidencial cuando dijo que nos iba a perseguir por un delito que él se inventó de lavado de dinero. Ahora mismo tenemos cinco auditorías de Hacienda para encontrarnos yo qué sé qué, rompiendo además el procedimiento legal por el que nos podrían auditar. De hecho, nos han auditado muchísimas veces desde que Bukele llegó a la presidencia.
Pero también están decididos a romper nuestra credibilidad y, para ello, el presidente ha dedicado discursos a la nación, noticieros y periódicos que son enteramente suyos para difamarnos. Y no va a cejar en su empeño porque si algo define a este hombre es que no da marcha atrás, él siempre sigue en la línea que toma. Cada vez que hemos pensado que iba a incrementar los ataques, nos hemos quedado cortos. Mientras él tenga el poder va a intentar destruir El Faro y el periodismo independiente. Yo no tengo ninguna duda de que esto va a acabar con algunos de nosotros encarcelados.
Hablaba antes de la unidad de investigación Sala Negra, que se creó hace una década para entender por qué el Triangulo Norte es una región tan profundamente violenta. Con la perspectiva de este tiempo, ¿cuál sería su conclusión?
En primer lugar, porque nunca ha habido procesos de paz, así que la paz no es no es algo que comprendamos muy bien. Desde que El Salvador firmó la paz en 1992, la paz ha sido más violenta incluso que la guerra. En 2015, llegamos a tener un índice de 103 homicidios por cada 100.000 habitantes, superando con mucho el promedio de la guerra (En España fue de 0,71 en 2019).
Nunca enseñaron paz, entonces la gente no es mala, es que mucha sigue esperando que algún caudillo autoritario le resuelva sus problemas. Nunca hubo un proceso de paz por el que no solo convirtieran a las guerrillas en un partido, por ejemplo, sino en el que se diera un proceso de reconciliación. Aquí se le dijo a la gente que el fusil que tenía al día siguiente no le iba a servir de nada, pero no sabían hacer otra cosa. Así que siguieron con el fusil como herramienta de trabajo.
La segunda característica es que hemos tenido clases políticas sumamente violentas. En el uso de sus aparato represivos, en sus discursos y en su estrategias y, evidentemente, se han robado todo lo que han podido. Los últimos cuatro expresidentes están acusados de haber robado millones de dólares. Dos de ellos, los de izquierda, están refugiados en la Nicaragua de Ortega; otro, de derechas, está en prisión porque reconoció haberse llevado 300 millones y otro, también de derechas, murió durante el juicio. Eso genera una frustración terrible.
Además, cuando tienes una clase política tan concentrada en robar, dejan de atender otros asuntos menos complicados de resolver, como las pandillas. Al principio, en los años 90, las pandillas eran 4.000 miembros deportados a tres países. Ahora son más de 100.000. Tienes que haber sido muy insistente en la estupidez para llegar a esa situación. En 2003, crearon el plan Mano Dura para decirle a la población, ‘tranquilos, salimos y los matamos’. Y así fueron creando nuevos planes de matonería que iban subiendo los homicidios.
El otro factor que influye muchísimo es la marginación en la que tenemos a gran parte de la población. No te hacés pandillero a menos que no tengas otra opción de vida. Ser pandillero es solo para los que tienen unas condiciones de vida nefastas. Pero a mínimo que tuvieran la oportunidad de sentirse mínimamente parte de algo, tan pequeño como un equipo de fútbol con una cancha, una esquina de la vida de la que ser parte, carajo. El problema es que hay muchas personas que la única mano que han visto es la que les decía, ‘Vení, mi hombre, sigamos bajando juntos’, porque no había un camino para otro lado. Ante ese abandono de la población que no ha sido educada en la paz, pues tiene que rebuscarse para sobrevivir. Y encontraron algunos mecanismos muy violentos para hacerlo. No es su culpa, es una derivación histórica de decisiones políticas.
De hecho, en el libro expone que los policías de base y los pandilleros pertenecen al mismo estrato social, el más bajo, y son vecinos de los mismos barrios. Muchos de los policías asesinados lo son en sus horarios de descanso y cuando aniquilan a los pandilleros buscan venganza. ¿Quién se lucra de esta guerra de pobres masacrando a pobres?
Esta guerra ha beneficiado a muchos gobiernos que se han beneficiado de unos planes de matonería. Y le sirve a una industria enorme en El Salvador: las empresas de seguridad. Aquí hasta un ultramarinos tiene a un hombre armado en la puerta. También ha servido a caudillos como Bukele, que quieren incrementar el Ejército hasta los 40.000 miembros en un país de 6.5 millones de habitantes y que no pretende hacer la guerra a nadie. No sabemos a quién pretende invadir. Los Acuerdos de paz estipularon que el Ejército debía reducirse no sólo en número sino en funciones. Queremos descubrir para qué lo quiere. Yo creo que ha hecho cálculos de un futuro en el que necesitará un Ejército sólido y grande. Y si quieres un Ejército sólido y grande es para algo que da miedo.
Esta guerra también ha servido a todos los políticos que han utilizado a las pandillas para hacer control social. En El Salvador y me atrevería a decir que también en Honduras, cualquier político que quiere mantener a sus bases sólidas, ha de tener una relación con las pandillas. Nosotros hemos contado como el actual presidente Bukele negoció secretamente con las pandillas. Aquí, la clase política ha utilizado a las pandillas, a esos grupos criminales, para ganar elecciones, para asegurar mercados, para ganar votos, para atemorizar a votantes de otros partidos.
Hablaba antes sobre el artículo escrito por su hermano Juan José Martínez en Altäir. Tras tantos años conociendo a periodistas extranjeros que llegan a Centroamérica para documentar las violencias, ¿cuáles serían las reflexiones que les invitaría a hacer?
Los periodistas extranjeros han marcado la historia de Centroamérica. Si no hubieran venido Alma Guillermoprieto, Susan Meiselas, Jon Lee Anderson o Raymond Bonner no conoceríamos hechos como la masacre del Monzote, la más numerosa de América Latina, que tuvo lugar en 1981. Pero cada vez más, con estos métodos de elección rápida de un tema, me encuentro con periodistas que no vienen por un interés real por entender. Suena sencillo pero no lo es: sigan teniendo un interés real por entender, no vengan con un pinche menú de lo que hacer.
Quieran entender algo, y para hacerlo tenés que hablar con quien lo entiende. Pero hay mucha gente que viene con un esquema armado de lo que buscan y para qué lo quieren, así que vienen a completar una check list. Tengan un interés concreto de entender algo, porque sin entender algo no podés explicar. Casi todas las sentencias profundas del periodismo se pronuncian de una forma muy sencilla, pero no lo son en la práctica. En ser capaz de entenderlo nos va nuestra vida y la de un montón de gente a la que cubrimos.
¿Por qué se hicieron periodistas usted y sus dos hermanos, Juan José y Carlos?
Estoy convencido de que mis padres marcaron eso. Mi padre era sociólogo y dirigía una organización de vivienda mínima. Mii madre es trabajadora social y también dirige una asociación que trabaja con los hijos de las vendedoras ambulantes, un colectivo en el que están todos los problemas porque es el sector obrero más a ras de suelo del país. Además crecimos en el contexto de la guerra, una guerra que mis padres se encargaron de explicarnos. Y mi familia es muy compleja, porque la parte materna es de ultraderecha, mi tío es Roberto d’Auvison, el fundador de los escuadrones de la muerte, y mi madre estuvo muy involucrada en los movimientos de izquierdas cercanos a la guerrilla.
Así que crecimos entendiendo que el mundo era un lugar complejo, en el que a veces teníamos en casa a heridos de la guerra que nos traían organizaciones guerrilleras y a los que aprendimos a reconocer como tíos, así les llamábamos. Pero en navidades íbamos a visitar a mi abuela, y allí estaba mi tío Roberto con algunos de los que serían después presidentes del país, rodeados de hombres armados. Así que salimos a buscar complejidades y todos lo hicimos muy pronto, a los 17 o 18 comenzamos a escribir en medios de comunicación.
¿Por qué necesitó contar toda esta complejidad en un libro atravesado por sus propias reflexiones?
Lo hago de una manera más radical que en otros libros, pero la razón es la misma porque la que yo siempre he ocupado la primera persona, solo que esta vez me he permitido reflexiones personales. El único sentido de la primera persona es si crees que ayuda a la gente a entender. El incluirme como uno de los personajes centrales ayuda a entender por qué he cubierto esta historia y qué significa esa historia.
Para la vida de Rudy, en los momentos en los que me involucro, sirvo de pared de rebote para entender la miseria en comparación con vidas más privilegiadas; cuando le pregunto a Rudy por un momento feliz de su infancia y me dice ‘¿Cómo así?’, yo me pongo a recordar mi infancia, que fue maravillosa a pesar de una guerra civil. Mi participación ayuda a comprender mejor las complejidades que el libro trata de desmenuzar: la desigualdad, los puntos de vista que podemos tener sobre situaciones tan miserables, la exclusión, el ejercicio del periodismo. Y estoy orgulloso porque explico mi oficio con mis errores porque creo que la construcción de una carrera es principalmente el reconocimiento de tus errores. El periodista que no la caga muchas veces nunca va a ser un buen periodista. Estoy seguro de que yo la cagué varias veces, lo cual me alegra porque si no no habría llegado al resto de la conclusión.
Inspirador. Compré el libro veamos que tal.
Larga vida a «El Faro» y a lxs bravos y honestos periodistas, como Oscar Martínez, que bajan a los «infiernos» para poder contarnos la realidad de como son.
Valioso periodismo, claro que cambia cosas aunque no sea de inmediato, como querría Oscar.
Policía, ejército y empresas de seguridad no paran de crecer también en España.
A menos derechos, más injusticia, más protestas (aunque aquí tragamos hoy día todo lo que nos echen sin protesta alguna), y claro hay que aumentar las medidas y fuerzas represivas.
SIN COMPARTIR NO HAY JUSTICIA SIN JUSTICIA NO HAY PAZ.