Cultura
Si la cultura caduca, ¿qué haremos con este reportaje?
La cultura se ha convertido en un producto de usar y tirar que se gasta y se quema rápido
Este artículo forma parte de El Periscopio, el suplemento cultural de #LaMarea83. Puedes conseguirla aquí.
La sensación es ampliamente compartida: al parecer, llegamos tarde a todo, también al encuentro con la cultura. El frenético ritmo social marca el compás de nuestra relación incluso con eso que llamamos ‘productos culturales’. Llegamos tarde a tal autor, a aquel single, a aquella película. También en la cultura hablamos de consumo.
Música, libros, cine: que la “cultura” —en su sentido más amplio— es susceptible de convertirse en mercancía y cómo eso modela nuestras subjetividades, creíamos saberlo, al menos en teoría. Ya los autores de la Escuela de Frankfurt vinculaban la existencia de una “industria de la cultura” con la denominada “industria de la consciencia”. Desde este punto de vista, la cultura de masas es una herramienta al servicio del capitalismo que funciona transmitiendo valores, modelos de comportamiento y homogeneizando mentalidades. Sin embargo, cómo todo ese engranaje se inserta en el ámbito de nuestros deseos más íntimos, favoreciendo ese estado de angustia que nos lleva a aceptar —consciente o inconscientemente— la llamada “obsolescencia cultural”, es otro cantar.
Llegamos tarde, decíamos. Pero ¿cómo se experimenta esta realidad desde el mundo de la propia creación y la producción cultural? ¿De qué forma afectan estas lógicas de la caducidad cultural, amplificadas en la actualidad por las redes sociales, a los propios creadores y creadoras?
Aceleración y banalización de la cultura
Una cosa es reflexionar sobre la producción cultural y las lógicas mercantiles del capitalismo acelerado en abstracto, y otra muy diferente intentar descender a tierra y explicar de qué manera se refleja todo ello en campos de trabajo concretos. Para Belén Maya —productora, coreógrafa y bailaora de flamenco y danza contemporánea—, el efecto de estas dinámicas impacta con fuerza en el trabajo creativo. “Para satisfacer este nivel de consumo se produce un arte efectista, inmediato y desechable”, explica.
Esta relación ineludible entre consumo y producción quiebra la imagen romántica por la que contemplamos al editor y al creador como figuras “libres” al margen de las relaciones de producción. También Beatriz García Dorado —editora de Traficantes de Sueños e integrante del Observatorio Metropolitano de Madrid— apunta a esta tensión: “Está claro que la presión de que hay que vender mucho y esa necesidad continua de generar novedad desemboca en una banalización de los productos culturales. No hay que olvidar que las industrias culturales son industrias multinacionales que juegan la liga de las grandes empresas mundiales y se rigen por la lógica del beneficio”.
Esta demanda afecta, a su vez, a los y las artistas. “Los managers, gestores culturales y directores de festivales convencen a los/las artistas de que es el público quien exige una nueva creación. Mienten”, afirma Belén Maya, refiriéndose al ámbito de la producción musical flamenca. Pero su análisis es extrapolable a cualquier otro: “Esa producción artística forzada es devorada por la industria, que crea un escaparate de espectáculos muy costosos que el/la artista nunca amortiza económicamente pero que le mantienen ‘visible’ como producto dentro de un mercado globalizado y, en un mundo post COVID, altamente virtual”.
Las implicaciones económicas, laborales y propiamente culturales que se derivan de ello son inabarcables. De igual modo, se invisibilizan las relaciones de poder que hacen que se instalen estos fraudulentos ritmos y criterios de cantidad y calidad. Para Maya, todo esto condiciona a los artistas porque causa “como mano de obra, un extrañamiento en relación con el producto creado, su propio arte, y también en relación a sus cuerpos, como herramientas de producción”.
Patacho Recio, presidente de SEDA (Sociedad Española de Derechos de Autor), recuerda que en la música “existen dos mundos ya desde los años 70, cuando una canción que se escribiera para la radio no duraba en ella más de dos semanas”. Con esta fórmula, según explica, “desaparece el concepto de obra frente al de canción. Una canción la cantamos, la bailamos y cuando se gasta, buscamos otra. La obra, y no hablo solo de Tchaikovsky, sino también de Nirvana o de los Beatles, te acompaña toda la vida”. En su caso, por ejemplo —fue uno de los integrantes del grupo Glutamato Ye-Ye—, se da la paradójica situación de que “las canciones que se han mantenido vivas y [le] han mantenido vivo son las más antiguas, las que no dependían de editoriales”.
El entierro de los productos culturales
En ese contexto, los productos culturales y artísticos también se desgastan y, peor incluso, se queman. Si hay prisa es, precisamente, porque hay consciencia de un final. El paso del tiempo se ha convertido en un tabú y, a la vez en una jugosa obsesión instrumentalizada por el capital que permea las prácticas culturales. “Tu libro se acaba”, “tu single debe salir este día”, “tu película estará en las salas hasta la fecha x”. Pero ¿qué pasa después? ¿Qué ocurre con un producto cultural tras el tiempo previsto para su compra-venta? ¿Y qué ocurre si, después de ese tiempo protocolario, no se ha vendido?
El mundo editorial es, según explica Beatriz García, “un ecosistema muy frágil” precisamente por este funcionamiento de la gran máquina. “Si has sacado tiradas de novedades y no se han vendido, tienes que colocar inmediatamente otra novedad para que te salgan las cuentas. Porque el gasto de los libros no vendidos que te devuelven las distribuidoras y las librerías se compensa con las novedades que tú colocas”. Según el informe de CEGAL (Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros) de 2018, que es el último publicado, el índice de devoluciones está entre el 25 y el 30%, pero la entidad afirma que no existen datos sobre el tiempo que los libros pasan en las librerías o el índice de rotación.
Aunque no haya estadísticas, Verónica García, de la distribuidora Machado, cuenta con los números que le da la experiencia cotidiana: calcula que de media los libros se quedan dos meses en las mesas de novedades; y después o bien se devuelven todos o se deja un ejemplar en la librería. Además, recuerda que hay libros que ni siquiera llegan a la mesa de novedades y se devuelven inmediatamente. Siempre según el informe de CEGAL, en España se publican más de 86.000 títulos al año, entre los que la novedad ocupa cada vez más espacio en la oferta: el 97,7% de las publicaciones son nuevas ediciones mientras que las reediciones solo alcanzan el 2,3%.
En la música, como apunta Patacho Recio, la dinámica ha cambiado en los últimos años debido al auge de las plataformas: “Los libros se destruyen pero discos no se fabrican”. Así, habría diferentes tipos de consumo: “Tienes toda la discografía de los Beatles o de Serrat en Spotify, pero si miras las escuchas ves que la gente no escucha esa música en las plataformas: guarda los vinilos en sus casas, como un bien preciado”. Esa pérdida de valor de la música consumida digitalmente ni siquiera tiene solo que ver con su precio: “Por ejemplo, en iTunes, aunque pagas, es por escuchar en el ordenador. No puedes ni siquiera grabarlo en un CD o dejar el disco en herencia. Se muere si se muere el ordenador”.
Otros tiempos, otros sentires
Toda esta fragilidad, sin embargo, apunta a una interdependencia que, para Beatriz García Dorado, “también nos sitúa ante la posibilidad de transformar el sector”. Pero existen pocos espacios para colectivizar la experiencia creativa y, sobre todo, para el análisis compartido de su relación con los tejemanejes cotidianos del mercado. La resistencia ante el mercado no pasa por respuestas individuales, tampoco en el espacio de la producción cultural. Sería sencillo abogar por una idílica relación sosegada con el propio trabajo de producción cultural, pero se trata de un problema de salarios, subsistencia y formas de vida.
Desde esa consciencia del problema, Beatriz García apuesta por una reconsideración del modelo de política cultural en el que nos movemos y el papel que cada cual ocupa en él: ”Como editores, lo que nosotros pretendemos es no solo lanzar contenidos sino establecer un diálogo colectivo entre nuestros libros y el momento presente. En este sentido, los circuitos independientes alternativos que se arriesgan son muy importantes, ya que, si queremos generar autonomía económica, debemos apoyar proyectos económicos alternativos. Por eso, nosotros decimos que la mejor política cultural sería la renta básica”. Una apuesta que recuerda que, a la hora de pensar opciones, no todo se dirime entre el modelo de subvenciones estatales y el privado.
No podemos seguir intentando proteger neuróticamente los procesos de creación artística y cultural como si “la respuesta” hacia otro orden posible en nuestros campos de trabajo fuese a producirse de repente, por sí sola, o gracias a la belleza o a la potencia estética, conceptual e incluso política de lo que hacemos. Como apunta Belén Maya, ”el tiempo de ‘sólo bailar’ y no pensar y no hablar, pero, sobre todo, de no crear a nuestro propio ritmo, respondiendo a la inquietud y necesidad impuestas por nuestras carreras y el mercado, debe quedar atrás. Necesitamos resignificar la industria cultural de forma colectiva en unos términos más humanos y dignos”.
“Este es un libro sobre arte y dinero”. Así se anuncia, desde la primera línea, y así se desarrolla en las 140 entrevistas a artistas de diversos ámbitos que le sirven de base. Lo que Deresiewicz pretende es mostrar cómo se ganan la vida —o lo intentan— las personas que se dedican al arte en un tiempo en el que el contenido digital se ha desmonetizado y la llamada economía gig —la de los contratos para trabajos concretos— es el modelo imperante en el sector.
Los testimonios desmienten ese mantra —que el autor atribuye a Silicon Valley— según el cual “nunca ha existido mejor momento para ser artista”; la idea de que “si tienes un móvil tienes una cámara y un estudio de grabación y solo tienes que dejar brotar tu creatividad”. Para el autor esto fomenta un contenido que sigue el modelo de la comida rápida: un arte del que podemos “atiborrarnos hasta hartarnos”, pero “cómo de enriquecedores son estos productos y cuán sostenibles son los sistemas que los crean son preguntas que nos debemos plantear”.
Frente a las historias virales de éxito rápido que apuntalan esta especie de nuevo sueño americano, las pesquisas del libro apuntan a que “se necesitan entre tres y cinco años para convertirse en un éxito repentino”. Así, de la cuestión del dinero se desprende también la cuestión del tiempo. Frente a ese modelo, Deresiewicz defiende la idea de que el arte requiere tiempo y dedicación; “en otras palabras, profesionales”. La calidad está directamente relacionada con las condiciones en las que se crea, y “lo que no es bueno para los artistas, no es bueno para el arte”.
Por eso, aboga por la existencia de “un espacio que no aparece en los mapas del dinero”, un “orden de tiempo posible gracias a otro orden de dinero —dinero ganado en horas, no en segundos—, que hace posible a su vez otro orden de valores”.
QUE MUERA LA INTELIGENCIA!!!!
La imparable involución de Madriz.
Almeida, muy cuestionado por devolver al callejero a Millán Astray: ?Homenajea a los que lucharon contra la democracia?
«Se demuestra que Madrid tiene un alcalde que tiene un nulo compromiso con la democracia y con la memoria democrática de la ciudad. Es terrible ver quitar el nombre de una maestra comprometida con las mujeres y sustituirlo por el de Millán Astray»
Es que amiga Rita, España sigue siendo franquista a pesar de que se llena la boca de hablar de democracia. Dime de que presumes y te diré de que careces.
85 AÑOS DEL ASESINATO DE FEDERICO GARCIA LORCA.
«Si yo tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan sino que pediría medio pan y un libro». (Federico García Lorca)