Cultura

El día que conocí a Pilar Bardem

“Sólo estuve un rato con Pilar Bardem, pero creo que podría estar hablando de ella horas y horas. Así de especial fue”, cuenta el autor. La actriz murió el pasado sábado a los 82 años.

Pilar Bardem, en 2010. SUSANA VERA / REUTERS

La vida del periodista, al contrario de lo que se podría pensar viendo la imagen que se da de ellos en el cine, es normalmente sedentaria, aburrida y miserable. Solo algunas veces, muy pocas, de forma excepcional, casi milagrosa, acaba uno hablando con alguien que le hace agradecer haber elegido esta profesión. Alguien especial de verdad. ¿Cómo podría yo haber hablado con Pilar Bardem si no es en calidad de periodista? Fue una suerte inmensa, un privilegio que no podré olvidar nunca.

Ocurrió en 2008, en los camerinos del Teatro Infanta Isabel de Madrid, donde ella estaba representando La sospecha, la obra de John Patrick Shanley que, además, él mismo estaba adaptando al cine en esos momentos. Se encontraban en pleno rodaje y su papel lo interpretaba Meryl Streep. «¡Pero porque yo no sé inglés!», bromeaba la Bardem entre carcajadas. «Si luego gana el Oscar al menos podré decir que yo lo hice antes».

Aquella entrevista se publicó en el suplemento dominical de El Periódico de Catalunya. No quedó mal (con Pilar Bardem era imposible que quedara mal) pero la falta de espacio me dejó un sabor agridulce. El rato que yo había pasado con ella, más de una hora hablando apasionadamente de cine y de teatro, fue una experiencia sensacional que no supe transmitir correctamente en aquellas dos páginas escasas. Fue entonces cuando pensé que debía escribir un libro que se llamase Entrevistas mutiladas, con todas aquellas conversaciones especiales que he tenido que amputar para que encajaran en el espacio reservado para ellas en las maquetas. Nunca lo hice. Y, seamos sinceros, tampoco he tenido tantas conversaciones especiales. No como aquella con la Bardem.

El sábado, cuando se conoció su fallecimiento a los 82 años, no pude quedarme quieto, simplemente apenado por la muerte de una actriz extraordinaria a la que siempre he admirado, profesional, personal y políticamente. Tenía que sentarme a escribir, no para componer un obituario admirativo (los habrá a montones, magníficamente redactados además) sino para recuperar aquella entrevista y tratar de transmitir, esta vez con más fidelidad, la dicha que sentí. Ahora me hace gracia recordar el título de una de sus grandes creaciones, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Agustín Díaz Yanes, 1995). Yo, que solo estuve con Pilar Bardem un rato, creo que podría estar hablando de ella horas y horas. Así de especial fue.

Por aquel entonces la actriz volvía al teatro después de superar un cáncer. Su hijo Javier estaba nominado al Oscar por No es país para viejos (Joel y Ethan Coen, 2007), un premio que finalmente ganaría y que le dedicaría especialmente a ella: «Esto es para ti, para tus abuelos, para tus padres, Rafael y Matilde. Esto es por los cómicos de España que han traído, como tú, la dignidad y el orgullo a nuestro oficio». Aquella dedicatoria pronunciada en castellano incluía, de alguna forma, a todos los asistentes a la ceremonia. El texano Tommy Lee Jones, desde luego, la entendió y se inclinó sobre ella para apretarle cariñosamente el hombro. Al fin y al cabo, a su manera, él también pertenecía a esa raza extravagante y trashumante de «los cómicos».

La dedicatoria de Javier me recordó la conversación que había tenido con su madre unos pocos días antes. Ni siquiera sé si fue una entrevista en sentido estricto ya que al cabo de unos pocos minutos olvidé las preguntas que llevaba anotadas y nos dedicamos simplemente a charlar. La conexión fue inmediata porque, en definitiva, hablábamos de amor. El que los dos sentíamos por su oficio, ella como actriz y yo, desde que tengo recuerdos, como espectador. Cuando su hermano Juan Antonio recogió el Goya honorífico en 2002 canturreó aquello de there’s no people like show people. Y seguramente tenía razón.

Pilar Bardem me enseñó, además, a no ser esnob. Me explicaré: cuando ella empezó a trabajar en la telenovela Amar en tiempos revueltos (2005) yo lo consideré un paso atrás, una labor inferior a su categoría. ¿Por qué una mujer con su trayectoria y sus premios tenía que levantarse a las cuatro de la mañana para ir a grabar día tras día? ¿No se había ganado ya el derecho a poder elegir sus papeles? Pero es que «el oficio» no funciona así. No hay trabajos alimenticios para un cómico. Así opinaba también su amigo Fernando Fernán-Gómez, que nunca decía que no a un trabajo. «Si hay un papel del que me siento especialmente orgullosa es del de Elpidia en Amar en tiempos revueltos. Muchas mujeres de mi generación veían la serie y reconocían a Elpidia, sus fatigas, su compromiso. Y me paraban por la calle para felicitarme. Yo estaba encantada». Grabó 184 episodios de aquella telenovela. Y lo hizo porque era una obrera de los escenarios y estaba orgullosa de ello. Ahora, cada vez que pillo en televisión algún capítulo de Servir y proteger, Acacias 38 o Dos vidas me doy cuenta de la razón que tenía y de lo buenos que son todos los y las intérpretes que participan en ellas. Tienen la dicción del teatro. Tienen la formación. Tienen las tablas. Son «del oficio».

«Cuando yo tenía un año ya estaba gateando por los pasillos de este mismo teatro. Yo nací en el 39, en Sevilla, porque la compañía de mis padres iba por las ciudades conforme Franco las iba liberando, como decían los nacionales. Y en 1940 mi padre [Rafael Bardem], que era primer actor de la compañía de Isabel Garcés, estaba aquí haciendo Cui-Ping-Sing, una comedia de Agustín de Foxá en la que interpretaba a un emperador chino. Iba caracterizado y llevaba unas uñas postizas larguísimas y yo recuerdo aquello con verdadero terror. Estar aquí, casi 70 años después, desata en mí una carga emocional muy fuerte», empezó contándome en aquel camerino del Teatro Infanta Isabel. Esos 70 años ligados a la actuación explicaban la forma tan graciosa y tan familiar que tenía a la hora de hablar de sus compañeros. Para ella Fernando Fernán-Gómez era simplemente Fernando, Jesús Puente (el hombre que le dio su primer papel protagonista en teatro) era ‘el Puente’ y Antonio Banderas, Antoñito. Y no era falta de consideración. Todo lo contrario. Era amor y respeto.

Fernando Fernán-Gómez aceptaba todas las ofertas menos las teatrales. En cuanto se lo pudo permitir, dejó de hacer teatro. Pero usted sigue con el vicio.

¡Ja, ja! Es que Fernando era muy gracioso. Lo que él decía era: «Hombre, si no hubiera gente…». A él le gustaba crear un personaje, pero la servidumbre de dárselo a un público lo perturbaba muchísimo. «A mí –decía– es que me molesta mucho que me miren cuando estoy trabajando».

Tanto talento reunido en una sola persona es lo que debía asustar de él.

Yo he tenido la suerte de criarme a su vera porque era íntimo amigo de mi hermano. Ese ha sido uno de los lujos más grandes de mi vida. Y era una de las pocas personas que he conocido que me producía un temor reverencial. Cuando era joven yo le decía: «Tú debes ser de otro planeta». Fernando era un regalo que nos enviaron los dioses para escucharle. Al hablar tenía una capacidad de persuasión genial. Un día era capaz de convencerte de una cosa y al siguiente de la contraria. Cuando murió yo dije una cosa que alguien recogió de forma incorrecta. Yo no dije que se había muerto Dios. Yo no sé quién es el dios de cada uno. Lo que dije fue que se me había muerto Dios, a mí. Se había muerto el mío.

Sus tías Guadalupe y Mercedes Muñoz Sampedro también fueron como usted, muy teatreras y muy currantas.

Sí, claro. Y a lo largo de mi vida he ido cerrando círculos con ellas y con toda la profesión, por coincidencias, porque he trabajado con este y con el otro y con el de más allá… Por ejemplo, siempre me ha gustado mucho hacer a Jardiel. El personaje de Clotilde de Eloísa está debajo de un almendro es muy especial para mí. Creo que fue la única vez que mi hermano fue a verme al teatro, y lo hizo porque había ido también cuando mi tía la estrenó originalmente. «Eres igual que la tía Guadita, pero igual», me decían. Y yo sentía que era así, que realmente mi tía Guadita me llevaba de los pelos. Era algo mágico.

¿Con qué personaje se queda de todos los que ha interpretado en teatro?

Uy, no sabría decirle. Hay tantos. Le tengo un cariño muy especial a Francisco Nieva y a La carroza de plomo candente. Y también a Mihura. Ver a María Luisa Ponte, que había hecho Maribel y la extraña familia antes que yo, de pie gritando «¡bravo, bravo!» fue algo muy especial. Era como si me pasara el testigo.

Y menudo vozarrón el de María Luisa Ponte.

Sí, sí, sobre todo la risa que tenía. Lo llenaba todo con su risa. Fernando la adoraba, era como una hermana para él.

El que menos ha pisado las tablas ha sido su hijo Javier.

Al principio sí hizo teatro y ahora también le gustaría, pero él siempre habla de una obra pequeña, de un papel pequeño… Recuerdo que cuando estaba rodando Jamón, jamón lo vio José Tamayo y lo quiso fichar inmediatamente.

¿El de la voz rara?

Ese, ese. Pobrecito, tenía un problema en las cuerdas vocales… Bueno, el caso es que estaba montando Un tranvía llamado deseo y veía a Javier perfecto para el papel de Stanley Kowalski.

Pues lo hubiera clavado.

Sí, supongo que sí. Pero aunque sea mi hijo no me lo puedo callar: Brando era mucho Brando. Con esa camiseta rota gritando ‘¡Stella, Stella!’…

Quizás por eso dijo que no, porque le daba mucho respeto.

Es posible. Pero Tennessee Williams nos sigue persiguiendo. Durante años se empeñaron en que mi hijo y yo hiciéramos Dulce pájaro de juventud, él como Paul Newman y yo como Geraldine Page.

¿Es usted muy mitómana?

No, aunque siempre he dicho que la mujer a la que más he envidiado en este mundo es a Joanne Woodward porque ha estado 50 años tirándose a Paul Newman. [Risas].

¿Y supersticiosa?

Muchísimo. Y si alguien me enseña una nueva superstición me la quedo. Los actores y los toreros somos muy supersticiosos. Unos y otros nos santiguamos tres veces antes de salir a escena o a la plaza. Lo hacemos malamente, deprisa, como un acto reflejo. Pero lo hacemos.

O sea, que a su manera es creyente.

Tengo la cartera repleta de estampas de santos. Andando por el Retiro me encontré tres de la Virgen Milagrosa. Y Antoñita Parrado, la exmujer de Julio Anguita, me ha regalado algunas más. Tengo a san Martín de Porres y a fray Leopoldo de Alpandeire… Y rezo todas las noches. Es una oración especial, inventada por mí, pero la rezo. Curiosamente rezo más a las vírgenes que a los santos. Será que soy muy feminista.

Pero la izquierda española siempre ha sido muy anticlerical, y usted es muy de izquierdas.

Una cosa es ser anticlerical, que creo que hay que serlo tal y como están las cosas, y otra muy diferente el rito de las oraciones, las vírgenes, las estampas… Eso es algo más cercano a la idolatría o al fetichismo que a la religión.

Ahora está interpretando a una monja.

Es que una actriz tiene que hacer de todo. Fíjese por ejemplo en Juan Diego: en Dragón Rapide hizo del Caudillo y fue una interpretación magistral. Eso es todavía más difícil, porque hay que buscar el lado humano del monstruo. Además, el personaje de la madre Luisa es muy especial.

¿La sospecha es una obra sobre la pederastia?

Yo creo que es un texto policiaco, como en Rashomon, donde se cuentan cuatro versiones de un mismo hecho. Es una cruzada personal de esta monja, que es de armas tomar, contra un supuesto caso de pederastia, pero sobre todo es una obra sobre la duda. Yo coincido con el autor en que la duda no es algo negativo sino algo que te ayuda a crecer. A mí lo que me horroriza es la gente que está en posesión de la verdad. Con esos no se puede discutir ni aprender nada.

Pues «esos» a los que usted cita le tienen una especial inquina.

A mí y a todos los Bardem. Es como una marca que utilizan para meterse con nosotros. «Ya están ahí los Bardem», dicen como algo despectivo.

A lo mejor es que a usted le gusta meterse en todos los charcos.

No es verdad. Estoy donde creo que debo estar. Y eso no justifica los ataques tan terribles que nos hacen a toda la familia. Parece que los Bardem tenemos la culpa de todo. Y si la cosa es especialmente gorda, la culpa la tengo yo directamente. Hasta de que se rompa España tengo yo la culpa. Y además, no son solo insultos, que duelen, es que además no paran de decir mentiras.

¿Como cuál?

Tengo una alerta de Google en el correo electrónico y leo todas las noticias en las que parece la palabra Bardem y en una de ellas decían que mi hijo se había comprado una isla en Brasil.

Y era mentira.

¡Hombre, pues claro que era mentira! ¿Pero cómo se va a comprar una isla? ¿Es que estamos todos locos? Fue una invención para poder decir: «Mira el progre, que se compra una isla».

En su caso está claro que uno no se vuelve necesariamente más conservador con los años.

Yo creo que si siempre te han interesado las leyes sociales y la defensa de lo público, eso no lo pierdes. Al contrario, te reafirmas más en tus convicciones porque ves en peligro la sanidad para todos o porque ves que sigue en vigor el Concordato.

Siempre la Iglesia…

Es que creo que es un milagro que no hayamos salido peor con la cantidad de barbaridades que nos han contado desde pequeños. Yo llegué a pensar después de comulgar que si se caía el ascensor en el que iba sería maravilloso porque iría directamente al cielo.

¿Usted estudió en un colegio religioso?

Sí, como casi todo el mundo en aquel tiempo. Pero mis monjas, las del Colegio de Loreto, quizás porque eran andaluzas, eran muy graciosas. Pero en general todo allí era muy sombrío. Además, todo era pecado. Era importantísimo que las mangas o la falda no se movieran ni un centímetro porque te condenabas al infierno. Y había una crueldad soterrada, silenciosa, que era todavía peor.

¿Qué pasaba?

Una vez en un pasillo vi a una niña en babi que no sabía de dónde había salido. Luego, con los años, me enteré de que era una de las llamadas ‘alumnas gratuitas’. En 13 años de colegio nunca más me volví a cruzar con ninguna. Resulta que nos separaban por clases sociales: las que podían pagar y las que no. Vamos, una atrocidad. A las gratuitas las tenían escondidas en otra parte y no salían jamás al patio, no jugaban con las demás niñas, compartíamos edificio pero no dejaban que nos mezclásemos. Para mí eran como los niños de Los otros.

¿Todo eso le influyó políticamente?

Sí, claro, pero fue precisamente un jesuita el que me hizo militante. Fue el padre Llanos, que había sido confesor de Franco y que después se fue a una parroquia de El Pozo del Tío Raimundo.

Supongo que esa militancia le cerraría muchas puertas.

Bueno, yo no milité nunca en el Partido Comunista. Me hice de Comisiones Obreras en la clandestinidad por el padre Llanos, pero no del PCE. Soy el gran fracaso de Juan Diego. A mi hermano sí que le cerraron puertas, todas las puertas, hasta las de la cárcel, con él dentro.

Con su hermano trabajó muchas veces, ¿no?

Pues no crea. A pesar de eso que se dice, Juan Antonio siempre fue un poco alérgico al nepotismo. Eso lo hemos aprendido de él: hay que dejar el vínculo familiar a un lado. Esta obsesión llegaba a tal punto que cuando trabajaba con mis padres se dirigía a ellos como «señor Bardem» o «señora Muñoz Sampedro». Nunca como papá y mamá.

¿Y sigue siendo así entre los Bardem de ahora?

Sí, sí. Javier y yo rodamos juntos La madre, el corto de mi sobrino Miguel que ganó un Goya, y el tratamiento fue así de serio. Solo en una ocasión me salió la madre de dentro. Fue en una escena en la que los dos primos estaban discutiendo desde qué altura de una escalera debía lanzarse Javier con una silla de ruedas. Ahí no pude contenerme. «¿Pero qué barbaridad estáis hablando? ¡Pero no ves que te puedes matar!», les decía yo. Me fulminaron con la mirada, así que me fui del rodaje, a esperar a una taberna cercana a que se rodara esa escena. ¡Qué bronca me echaron después!

Pero su hermano Juan Antonio la ayudó en sus inicios, ¿no?

Pero a regañadientes. Era muy reacio a trabajar con la familia. ¡Si hasta cortó mi papel en 7 días de enero! Cuando yo volví a Madrid en 1970 le pregunté si tenía algún papel para mí en la película que estaba haciendo. «No», me dijo. «Sólo hay dos mujeres, Sara Montiel y Trini Alonso». A la semana siguiente insistí. «Bueno, hay una extra pero no lo puedes hacer porque tiene que estar muy buena». Y otra semana más tarde me presenté en el rodaje con tetas postizas y un top despampanante y me dijo: «Bueno, vale».

Y a partir de ahí, a trabajar como una burra.

No paré ni un momento. Hubo una época en la que dormía exactamente una hora y 20 minutos al día. Hacía televisión, dos funciones y por la noche trabajaba en un café teatro. Fue muy duro sacar a la familia adelante.

Fue la época en la que los conoció a todos.

A todos, a todos. Es una pena que el recuerdo de aquellos primeros actores se esté perdiendo. Hace poco, rodando un corto en un teatro con los alumnos de la Escuela de Cine, me di cuenta de que no conocían a nadie. Los camerinos llevaban nombres de actores como José María Rodero o Carlos Lemos, y esos nombres no les decían nada. Desde la AISGE [Artistas e Intérpretes, Sociedad de Gestión] estamos luchando contra eso con el Taller de la Memoria de la Escena Española, que ha pedido a los actores más veteranos que escriban su autobiografía.

Los actores son una comunidad muy cerrada, ¿no?

Fernando siempre decía que esta profesión es una isla de libertad. Es cierto que profesionalmente había mucha gente experta en dar puñaladas, pero en el plano personal jamás. Ni siquiera entonces nadie se preocupaba de las creencias, de la opción sexual o de si estabas casada o arrejuntada. Y ese mundo me gustaba. El mundo de fuera me parecía muy triste, muy gris, no lo quería para mí.

Eran una piña y lo demostraron en la huelga de actores de 1971.

Lo paramos todo. Protestábamos contra el Sindicato Vertical y pedíamos un día de descanso. Al final lo conseguimos paradójicamente gracias a la ley franquista del Fuero de los Trabajadores. Ese documento decía que todo trabajador tenía derecho a un día de descanso, ¿y qué éramos nosotros sino trabajadores? Todavía vivía mi tía Guadita cuando lo conseguimos y se echó a llorar. Ella había vivido durante años haciendo dos funciones diarias y sin un solo día de descanso. Había actores que se preguntaban: «¿Pero cómo es posible que no nos hayamos muerto viviendo así?». Nos unimos todos y lo conseguimos.

Y cuando dice todos, es todos. Hasta los artistas que no tenían reparos en aparecer continuamente junto a Franco, como Lola Flores o Carmen Sevilla, apoyaron la huelga.

Efectivamente. Bueno, cada uno tenía sus ideas, en fin… Sobre Carmen Sevilla hay una anécdota que demuestra su profesionalidad. Mucha gente no se acuerda pero el primer español en optar a un Oscar fue mi hermano Juan Antonio, en 1959. Lo nominaron por La venganza, una película que originalmente se llamaba Los segadores pero a la que hubo que cambiarle el título porque se pensaba que aludía al canto que hoy es el himno de Cataluña y que por aquel entonces, naturalmente, estaba prohibido. Las condiciones del rodaje no fueron precisamente cómodas, bajo un sol abrasador y con un calor sofocante. Mi hermano ponía a la gente del pueblo en fila y les decía: «Por favor, présteme esa blusa o esa falda o ese sombrero». Y con ellos vestía a los actores. Y hacía hincapié en que no lavaran la ropa, quería que estuviera sucia y sudada para dar sensación de realidad. Pues bien, cuando Carmen Sevilla rodó La venganza, aparte de ser una mujer bellísima, ya era una estrella, pero no se le oyó ni una queja.

Ese reparto tiraba para atrás.

Uf, imagínese. Con Carmen, Raf Vallone y Jorge Mistral. ¡Pero qué guapos todos! Si Jorge Mistral hubiera sido americano hoy sería un mito.

[Cuando mantuvimos esta conversación fue justo entre las nominaciones a los Oscar de 2008 y la ceremonia, y Javier Bardem estaba entre los cinco finalistas. Su madre ni siquiera había visto aún ‘No es país para viejos’].

Su hermano no consiguió el Oscar pero su hijo lo está acariciando.

Estoy deseando ver la película de los Coen, aunque creo que me va a dar miedo. Tiene un papel tremendo, muy fuerte.

¿Le va a dar más miedo que en Perdita Durango?

Bueno, es que en esa película se hicieron barbaridades. Fue un rodaje muy peligroso porque Álex de la Iglesia es muy burro. Y, además, yo siempre lloro cuando mi hijo muere en la pantalla, no lo puedo evitar. Da igual si hace de bueno o de malo, yo lloro sin parar. ¡Y encima en Perdita Durango lo mataba su hermano Carlos! ¡Aquello era el colmo!

Pues la visión de Mar adentro le debió de resultar insoportable.

¡No se puede hacer una idea! Mi hija Mónica se ponía malísima y no podía verla hasta el final. Por no hablar de Antes que anochezca. En las escenas en las que aparecía enfermo lloró hasta Carlos. Yo le decía: «¿Pero que te pasa? Cálmate». Y él: «Es que no puedo, mamá. Es que es igual que ‘el Gordo’». El Gordo era mi marido. Le llamaban así, pero no de forma despectiva.

Ahí cayó la segunda nominación para los Bardem. Y usted lo acompañó en la alfombra roja.

Sí, pero un paso por detrás, por respeto. A mí no me gusta ir de madre del artista. Yo primero le pregunté si le importaría que me sentara a su lado. Todo con mucho respeto. El protagonista era él, pero yo sentí que tenía que estar allí porque aquello ocurrió en unas circunstancias muy difíciles para mí. Una semana antes me habían diagnosticado un cáncer de colon. Pero yo soy una mujer que le gusta hacer las cosas por orden. Le dije al médico: «Yo primero me pongo un vestido de lentejuelas y me voy a Hollywood y después me ingresa usted y que sea lo que Dios quiera».

Si le dan el Oscar será como premiar a toda la dinastía de los Bardem.

Pues sí. A mí me hizo especial ilusión la presentación del premio del Círculo de Críticos de Nueva York que hizo Daniel Day-Lewis, que además es un hombre que me encanta. Dijo que se premiaba al representante de una gran familia de actores. Claro, como es inglés, lo de la familia de actores ligada al cine y al teatro pues lo consideraba muy importante.

Y además, su hijo tiene una cosa que a los ingleses les gusta mucho: llena la pantalla. Ya sabe lo que dicen, los actores americanos quieren recitar a Shakespeare como un inglés y los ingleses simplemente quieren ser Robert Mitchum, ponerse delante de la cámara y… ya está.

Yo también creo que Javier tiene esa cualidad. Si no fuera por que sé lo mucho que se lo curra, diría que es un don. Pienso que ha hecho películas que se aguantan por su sola presencia. Las lleva él solo sobre sus espaldas.

* * *

La conversación se alargaba. Podíamos haber seguido hablando durante horas, pero Pilar necesitaba descansar un poco porque esa misma tarde tenía función. Antes de despedirnos, y después de haberme enseñado hasta las estampitas que llevaba en la cartera, me contó una anécdota sobre la pulsera que llevaba, una esclava repleta de abalorios de lo más variado. Uno de ellos era una estrella de David. También tenía una historia estupenda que contar sobre ella.

–Pues nada, que estaba yo en la consulta con el médico que me trataba del cáncer, me vio la estrella de David, ¿y sabe lo que me dijo?

–¿Qué le dijo?

–Pues que yo no debería llevar la estrella de David.

–¿Pero por qué?

–Me dijo: ‘Yo soy judío y creo que usted no debería llevarla porque la he visto en alguna manifestación rodeada de banderas palestinas’. ¿Y sabe qué le contesté?

–¡Me lo puedo imaginar! [Risas].

–Le dije: ‘Mire, ¿quiere usted saber por qué llevo la estrella de David? Pues se lo voy a explicar para que le quede bien clarito. Es muy sencillo, además. Llevo la estrella de David porque… ¡¡¡yo me pongo lo que me da la gana!!!’.

Y nos tronchamos de risa.

Nos despedimos, salí del teatro y fui andando por la calle Barquillo como si estuviera flotando. Eso, cuando eres periodista, sucede muy pocas veces.

Gracias, Pilar.

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Comentarios
  1. Una gran persona.
    Inteligente, honesta, luchadora.
    Nos van dejando lxs mejores.
    Pilar, seguimos contando contigo. Desde tu nuevo destino, necesitamos que nos sigas echando una mano. Más que nunca.

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