Análisis | Opinión

Samuel y esa homofobia que hace gracia

La homofobia, como la lgtbiqfobia, es uno de los pilares de la agenda involucionista para cuya implantación la ultraderecha internacionalista lleva años coordinándose. Y entre sus aliados juegan un papel estratégico esos hombres hetero supuestamente progresistas que hacen bromas sobre maricones y 'hombres con tacones'.

Concentración por el asesinato de Samuel en A Coruña (Ana Veiga)

C. era el más bajito de la clase y el empollón, así que el sitio más seguro que encontró en la escuela era entre las niñas. Era raro el recreo en el que los niños-machos-alfa de nuestro curso no le pegaban, le empujaban o le metían en el contenedor para el papel reciclado mientras le gritaban maricón. Estábamos a mediados de los 90, ya habían pasado las Olimpiadas del 92, la Expo de Sevilla y este país seguía siendo, mayoritariamente, igual de cazurro. Lo sé porque durante los, aproximadamente, ocho años en los que se sucedió diariamente ese maltrato nunca sentí que los profesores le protegieran, a pesar de que era de sobra conocido que era víctima de una violencia física y psicológica brutal en ese salvaje oeste que eran -y que seguirán siendo, imagino– los patios de las escuelas.

Cualquier personita que se saliese de la maldita (hetero) norma –demasiado buena estudiante, demasiado gorda, demasiado delgada, demasiado fea, demasiada pluma, demasiado hombruna…– era machacada por una minoría de niños-verdugo. Eran el fiel reflejo del antiguo régimen del que veníamos, reproducían lo que veían en su entorno, legitimados por la impunidad que le brindó con su inacción parte del profesorado: el siempre necesario silencio de los cómplices. Fue así como sus víctimas no encontramos en la escuela pública la protección que habría supuesto una verdadera inmersión en una cultura democrática y la enseñanza de una ética pública compartida.

El mundo en el crecimos seguía siendo el de la ley del más fuerte, también cuando un profesor entrado en canas empleaba la regla contra los más revoltosos y uno muy joven se esforzaba por hacer pasar por juego con sus alumnas lo que era, a todas luces, pederastia. Teníamos entre 11 y 14 años. Todo eso pasaba ante nuestros ojos infantiles, sin saber descifrar ni nombrar la incomodidad de lo que nos estaba pasando porque eran los adultos, la autoridad, quienes lo permitían. No era un mal colegio para la época. Tampoco excepcional. Me acordé mucho de C. viendo la serie de Bob Pop Maricón Perdido porque mi compañero, de quien desconozco su orientación sexual, también hacía como que no pasaba nada: quitaba importancia a las agresiones, a los insultos, y seguía sacando las mejores notas. Tan pequeños y ya habíamos aprendido a actuar para sobrevivir.

Por aquel entonces, el PSOE llevaba gobernando unos quince años y resultaba evidente que no había conseguido recuperar el espíritu de las Misiones Pedagógicas de la República ni el sistema educativo de la Institución Libre de Enseñanza. La educación seguía perpetuando un sistema de castas que se establecía en parvulitos: ahí ya se determinaba quiénes serían los listos, los tontos, los que llegarían al Instituto, los que se decantarían por el trabajo en la obra…. Las niñas y los C. también tuvimos que aprender desde tan pronto que íbamos a crecer rodeadas de depredadores y primates. 

Ya de adulta, me sorprendió compartir mantel de tela blanca con una subcategoría de estos: apoyaban los paquetes de tabaco y los gin-tonics de las sobremesas en los libros de sus ‘amigos’ y ‘referentes’, a los que peloteaban hasta la vergüenza ajena para ver si algún día les designaban a dedo como sus dignos sucesores en las columnas de los semanales, en las estanterías de los más vendidos y en el reino de sus batallitas dialécticas: ganaba el más ingenioso para conjugar clasismo, homofobia y sexismo. Un sexismo, por cierto, muy retorcido: habían visto cómo sus líderes supremos aceptaban de vez en cuando a una mujer vanguardista e inteligente entre sus filas, para convertirlas en su estandarte de progresía y aperturismo.

No solo eran la crême brûlée de la intelectualidad de izquierdas sino que compartían amistad con algunas de las mujeres más vanguardistas del momento, que nos abrieron buena parte del camino que después nosotras hemos transitado pero que, en algunos casos, tuvieron que asumir las maneras de tíos enrollados, misóginos y patanes para poder participar en la vida pública del tardofranquismo. Por eso, si hay algo que no soportan ahora sus cachorrillos, tras tantos años interpretando su rol de groupies a la espera del asalto a los cielos de la popularidad, es constatar que se han hecho viejos y reaccionarios muy rápido mientras una revolución cultural les pasaba por encima.

Ahora, el músico bisexual del que se reían cuando coincidían en un festival es el que está ganando todos los premios con su última novela, mientras ellos siguen creyendo que algún día alguien les comparará con Paul Auster. Lo que más les molesta -ellos, que siempre se creyeron los más listos y vanguardistas–, es que las mujeres que están cambiando el canon cultural con su talento, inteligencia, esfuerzo e ideología feminista no tienen ni el más mínimo interés en perder tiempo con ellos, ni con sus ingeniosas frases salpicadas de ‘maricones’ y ‘mujeres con tacones’’, ni con su concepto ayusístico de la libertad para verbalizar discriminaciones disfrazadas de jocosas ‘incorrecciones políticas’, ni con su humor que cada vez hace menos gracia y da más pena. 

Porque claro que el crecimiento de la extrema derecha en las tertulias, en las urnas y en los parlamentos –recordemos ese orden cronológico para no omitir responsables– tiene una correspondencia directa con el aumento de las agresiones y asesinatos de personas del colectivo LGTBIQ+; porque por supuesto que tener una judicatura a la que mayoritariamente ha podido acceder miembros de la clase social más alta y reaccionaria del país conlleva sentencias como la que ha dado patente de corso a la propaganda xenófoba y de odio contra los menores que migran solos del partido neofascista de Vox; y claro que todo ello, contribuye a afianzar una agenda involucionista para cuya implantación la ultraderecha internacionalista lleva años coordinándose -y que tiene en la abolición de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres otro de sus puntos fuertes–; y acaso alguien duda de que en este país sigue faltando formación entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y los trabajadores de la Administración de Justicia para entender los delitos de odio, investigarlos correctamente y que así sus ejecutores sean condenados… 

Pero tampoco podemos omitir la responsabilidad de los supuestos ‘progres’ que con sus bromas, sus silencios o su displicencia abonan el estiércol de los que medran, se lucran y ganan poder con el odio, el sufrimiento y la muerte de los que consideran ‘los otros’, y que somos la inmensa mayoría menos ellos. A Samuel le gritaron maricón mientras le apalizaban a patadas y, como escribía Begoña Gómez Urzaiz sobre este crimen, “lo que te llaman cuando te matan importa”.  Hace una semana, también le gritaron “maricón” a un chico mientras le dejaban inconsciente a golpes en las fiestas de Sant Cugat del Vallés. La víctima tenía 20 años y los presuntos agresores 15 y 17. También recibieron insultos homófobos los dos jóvenes que este fin de semana recibieron una paliza por parte de una decena de hombres, como ha publicado Miquel Ramos.

Desde 2017, tanto el Ministerio de Interior como los distintos observatorios autonómicos de LGTBIQfobia han registrado un aumento notable de las agresiones a este colectivo, de hasta un 15% en Catalunya y un 25% en la Comunitat Valenciana. Y aun así, sus responsables estiman que solo se denuncia entre un 2 y un 5%. 

Las personas del colectivo LGTBIQ+ son las más discriminadas, agredidas, violadas, empobrecidas, torturadas y desaparecidas en la inmensa mayoría de los países del mundo. También son entre las que se registra un porcentaje más alto de pensamientos suicidas e intentos de suicidio no solo en la etapa adulta, sino cuando aún son menores.

Niños, niñas y adolescentes que recién empiezan a vivir y ya se quieren morir porque sienten que el mundo no solo no les quiere, sino que les odia. Y hay una parte de la clase política, la de derecha y la extrema derecha, que se ha constituido y que crece atizando ese querer que no existan, que se mueran. Si pudiesen llevarlo a cabo, se trataría de un genocidio por razones de orientación sexual e identidad de género. Como por ahora no pueden, cobran salarios de dinero público por proponer políticas que les hagan la vida tan imposible que sean ellos y ellas mismas quienes terminen por acabar con ella. Y lo más eficaz es sembrar la semilla del odio y del auto-odio en las aulas, en su etapa más vulnerable. Por eso la extrema derecha se está volcando en extender su basura mental en los institutos, en los que está consiguiendo que, como contaba en un artículo Noelia Isidoro,  una parte de su alumnado sienta que la rebeldía juvenil es cantar el Cara al Sol, odiar a los catalanes y machacar a los maricones. 

Las élites reaccionarias de todo el mundo están en guerra con la igualdad y la libertad de las mujeres, de las personas LGTBIQ+ y de las migrantes y que buscan refugio. Somos sus enemigos porque nuestra mera existencia impugna el modelo de sociedad que quieren imponer. No tienen ningún problema con los hombres heterosexuales que votan a partidos de izquierda y van de modernitos, pero en la práctica son igual de machistas, lgtbiqfóbicos, racistas y clasistas. Porque, en el fondo, son también de derechas, pero al ocultarlo contribuyen a esa falacia de que se puede ser fascista, abierto de mente, progresista y hasta buena persona. Y no. A Samuel lo mataron, presuntamente, trece asesinos, pero el odio que impulsaba y engrasaba sus patadas y puñetazos es responsabilidad de todos y todas. Sobre todo, de a los necios a los que el odio les sigue haciendo gracia.

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