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Y ahora, ¿qué hacemos con los bares?
Han sido unos de los negocios más afectados por la pandemia: algunos han echado el cierre definitivo y otros sobreviven como pueden. El escenario se plantea incierto para un sector importante en la economía española en el que la precariedad y la explotación ya existían. ¿Qué alternativas hay? ¿Podríamos vivir sin los bares?
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FOTOS: ÁLVARO MINGUITO Y KIKE RINCÓN // No puede ser, no se pueden cerrar los bares. Bares fuera, vida fuera. Sin beber no se puede vivir. Esto es una afrenta a todo el personal de este país”. Con estas palabras comenzaba un vídeo que se hizo viral las navidades pasadas, protagonizado por un hombre de unos 70 años que, con pañuelo rojo en el bolsillo y copa de vino en mano, pronuncia una oda a los bares en plena calle, con un coro de espontáneos aplaudiendo cada afirmación. Las quejas de este hombre han sido repetidas –aunque seguramente con menos estilo y pasión– en centenares de terrazas, reuniones con amistades y tardes perdidas sin poder ir a tomarse unas copas, unas tapas o un simple café. En España, tópicos aparte, los bares forman parte de una cultura –acompañada por el clima– que disfruta de las cañas al sol, las bravas, los vermús, la ensaladilla o los pintxos. Y, como con casi todo, la pandemia vino para cerrarlos.
Hace más de un año, el sector vive en la incógnita, intentando alcanzar la ansiada y escurridiza nueva normalidad. Los cálculos de Confederación Empresarial de la Hostelería de España indican que la covid-19 ha podido cerrar más de 100.000 persianas a final del primer trimestre de 2021. Se han perdido ya casi 270.000 empleos solo en los bares. El sector, que suponía el 6,2% del PIB nacional antes de la pandemia, hoy acumula el 40% de los ERTE, según el Ministerio de Trabajo.
Primero cayeron las persianas, cerradas a cal y canto –algunas de las cuales ya no se levantarían jamás–. Meses después, algunos abrieron pero no por mucho tiempo. Más adelante lo hicieron con restricciones, diferentes en cada comunidad. Que si hasta las cinco de la tarde, que si hasta las once de la noche. Que si cuatro o seis personas por mesa. Que si al 30, al 50 o al 75 por ciento del aforo. Que si cenas sí, que si no, que si sí, pero solo para llevar. Los bares y restaurantes se enfrentan a medidas cambiantes, mientras la ciudadanía, que ha leído más veces el BOE este año que en toda su historia, espera a cada comparecencia del consejero de Sanidad de turno –el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ya solo lo hace en contadas ocasiones–. Es ocio, por supuesto, pero son puestos de trabajo y algo más que cuatro mesas de metal colocadas sobre la acera. “Forman parte de nuestra identidad”, asegura el antropólogo José Mansilla.
Las restricciones y la pandemia no solo se han llevado las copas de después de trabajar o la cerveza tras la pachanga del domingo. “Se ha llevado ese espacio de los amores furtivos, las conversaciones para arreglar el mundo, la intimidad y los trapicheos. En los bares pasan cosas extraordinarias que muchos añoramos y otros no han llegado a vivir”, expone el antropólogo, en referencia a aquellos y aquellas jóvenes a quienes la pandemia les ha abordado en sus primeros años de universidad. “Donde pasan las cosas es en la cafetería. En los bares se fraguan gestas y revoluciones. Marx y Engels redactaron el Manifiesto Comunista en un bar”, recuerda. A pesar de ser un espacio abierto a cualquiera o, incluso, situado en medio de la vía pública, los bares son “umbrales”. “No estás en tu casa, pero te sientes cómodo; estás en la calle, pero a salvo del ambiente hostil de la ciudad. Expuesto y oculto a la vez”, asegura.
En un bar se cocinan lenguajes y argots comunes entre los parroquianos, pero ajenos a las personas que recién llegan. Sabemos cuánto cuestan las tapas y el camarero sabe qué nos gusta. Conocemos los códigos de esos bares de barrio que ahora aguantan como pueden el chaparrón. Uno de ellos es La Nova Farga, abierto en el barrio barcelonés de Sants desde hace siete años. Para Ramon Puñet, su propietario, esta no es la primera crisis que afronta como hostelero. Su establecimiento nació en 2014, en plena crisis, un momento muy duro que superó gracias al propio barrio. “Conocemos a muchos vecinos de la zona y somos amigos de otros hosteleros, que nos ayudaron y con los que hicimos piña”, cuenta Puñet.
La situación hoy no es muy distinta: son los vecinos y vecinas quienes están salvando los muebles de este bar en el que trabajan, además del dueño, Pere como cocinero y Soto como camarero de mediodías. “Nosotros nunca hemos vivido del turismo, no nos gusta. Nos debemos a los vecinos y trabajadores de la zona. No queremos dedicarnos a un cliente que vendrá un día y no volverá. Somos parte del barrio y por eso aguantamos”, explica Puñet mientras comienza a servir los acostumbrados cortados y carajillos a su clientela casi antes de que entre por la puerta. Bares como La Nova Farga son “mucho más que meros expendedores de bebidas alcohólicas: son espacios de socialización que crean y estrechan relaciones”, opina Mansilla.
Es por eso que, aunque durante el confinamiento se agotaran en supermercados las cervezas, las olivas y los berberechos, esa emulación de vermú en el salón de casa –o, con suerte, en el balcón– y con los amigos apretujados en una llamada de Zoom, no resistió ni medio segundo cuando abrieron de nuevo los bares. “Intentamos mantener nuestros rituales de manera online, pero nos faltaba encontrarnos. Y los bares son los escenarios de estos rituales”, dice Mansilla, quien añade una cuestión: “Hasta el capitalismo se ha dado cuenta de lo necesarios que son los bares en nuestra socialización. Por eso y nada más se han popularizado tanto los afterworks”.
Las ayudas al sector
A pesar de que la importancia que tienen los bares en la sociedad española es indiscutible, lo que sí está sobre la mesa de debate es su papel en la propagación del virus. “Hubo mucha reticencia entre los clientes cuando volvimos a abrir, la gente no quería estar en las mesas de dentro”, recuerda el dueño de La Nova Farga. Parte de estas dudas responden al baile de restricciones y declaraciones públicas a las cuales ha sido sometido el sector.
Por un lado, a principios de enero, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, aseguraba que la medida que más éxito había tenido hasta la fecha había sido la clausura de los bares. Por el otro, algunas autonomías relajaron en cuanto pudieron las restricciones para dar aire a la restauración. El ejemplo más paradigmático fueron las decisiones políticas en la Comunidad de Madrid. Con su vídeo Madrid es libertad, su presidenta regional Isabel Díaz Ayuso lo dejó claro: imágenes de una capital atestada de turistas, que hacían de las calles pista de baile pasado el toque de queda. Agradecían, así, esa “libertad” que no encontraban en sus países.
Para hosteleros como Ramon Puñet, la cuestión es clara: el problema no son los bares o restaurantes, sino el comportamiento de algunas personas. “Dejan los bares abiertos hasta las tantas, la gente se emborracha, nadie los manda para casa, suben los contagios y ¿la culpa es de los bares?”, ironiza desde Barcelona, donde estos establecimientos cierran a las cinco y el toque de queda es a las 10 de la noche en el momento de la entrevista. “Nos echan la culpa de todo, que nos dejen un poco en paz. La responsabilidad es de todos, no solo nuestra. Y bastante nos estamos sacrificando ya”, lamenta. Las ayudas al sector han sido diversas, dependiendo de la comunidad autónoma.
El economista y profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Pablo Díaz Luque las define como una lotería: “Así como en otros países las ayudas fueron más abundantes, extendidas y tempranas, en España las prestaciones económicas por cierre no han supuesto un salvavidas para la hostelería”. Según el experto, si el sector aguanta es gracias a la política extendida de los ERTE, que “está salvando a los trabajadores, pero no tanto así a los propietarios”. En autonomías como Catalunya las ayudas han consistido en pagos únicos de entre 1.000 y 3.000 euros por local. “Se ha hecho muy mal. No tenemos que olvidar que el 96% de los bares son pequeños negocios, no grandes firmas, regentados por autónomos que trabajan 12 horas al día y no han podido hacer frente a los alquileres y facturas”, señala Paco Galván, delegado de Hostelería de Comisiones Obreras (CCOO).
Es el caso también del bar La Nova Farga, que tuvo que pedir un crédito ICO de 12.000 euros. “Al principio vimos cómo iban bajando los ahorros, dos mil euros menos cada mes. Llegué a tener 47 céntimos en el banco. Estuvimos a punto de cerrar, porque las facturas llegaban igual”, dice Puñet. Cuando pudieron reabrir, el ERTE estaba descartado, porque el bar no podía funcionar sin ninguna de las dos personas que trabajaban en él. “Si el cocinero viene a trabajar, aunque solo haga un menú, tiene que cobrar igual”, asegura. Él se define como “un patrón bueno”. Si su cocinero cobraba su sueldo íntegro, él solo ingresaba lo que quedaba en la caja a final de mes. “Ha sido muy duro porque tenía que mantenerme a mí, a mis dos hijos y a una perra”, recuerda.
La explotación ya existía
La precariedad en el sector de la hostelería es anterior a la pandemia. Concatenación de contratos temporales, trabajar el doble de horas de las que se debería, pagos en B o, directamente, estar sin contrato son realidades frecuentes en el sector. Estos abusos preocupan al economista Pedro Díaz Luque, quien lamenta que las ayudas y los ERTE no lleguen a personas que no están debidamente regularizadas. “Esto es muy frecuente en zonas que dependen del turismo que, a su vez, son las que peor lo van a pasar y donde más va a costar volver a encontrar trabajo”, advierte. El sindicalista Paco Galván define estas prácticas como una “picaresca” que se ha extendido tras la pandemia. “Muchos trabajadores han sido llamados a trabajar a pesar de estar en ERTE”, denuncia.
Para Galván, acabar con estas irregularidades pasa por abordar la reforma laboral y por aumentar la organización de los trabajadores de la hostelería. Este sector cuenta con unas cifras muy bajas de sindicación debido a que la mayoría de bares son empresas de menos de seis empleados o empleadas. “Es muy difícil cuando dependes directamente de tu jefe, que piensa que puede hacer lo que quiera porque el bar es su casa. En casos así la democracia no llega a los puestos de trabajo”, alerta Galván. A esto se suma que el trabajo de camarero es, frecuentemente, una salida temporal. “Muchos están de paso y hay mucha rotación. Así es difícil fidelizar al trabajador y conseguir que luche por sus derechos laborales”, añade.
La terciarización de la economía, ligada a una dependencia excesiva del turismo, ha supuesto para sectores como el de la hostelería una pérdida progresiva de derechos. “Se pasó de ser obrero a camarero y a tener menos seguridad laboral en un mercado cada vez más líquido”, opina el antropólogo José Mansilla. Pero, con la pandemia, el cierre de los bares y el confinamiento, hay otro actor que ha subido con más fuerza a la palestra, lo que ha aumentado más si cabe la precarización. El sector del delivery, que ya estaba en auge, ha visto su filón de oro con la restauración cerrada. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma. El problema es que quienes nos traen las cenas, los llamados riders, no han visto mejorar ni un ápice sus condiciones a pesar del éxito de las plataformas: mantienen su condición de falsos autónomos y cobran sueldos bajísimos por jornadas interminables.
“Los riders son la última vuelta de tuerca de la desregularización del mercado laboral. Los camareros podían estar más o menos explotados, pero tenían contrato y podía haber una inspección en su bar. Los trabajadores de las plataformas están a la deriva”, apunta Mansilla. La precariedad y las batallas judiciales perdidas por su modelo laboral contrastan con las cifras al alza de estas compañías. Una de las más conocidas, Uber Eats, aumentó su facturación en un 54% solo en el primer trimestre del año 2020. Aparte de las franquicias más conocidas, cada vez más bares y restaurantes se suman a la fiebre del delivery para suplir que no se pueden servir cenas debido al toque de queda.
“Algunos de nuestros clientes son riders y no nos gusta cómo tratan estas empresas a sus trabajadores”, lamenta el dueño de La Nova Farga, quien defiende la negativa a usar estos servicios de reparto. Además, el volumen de menús que sirven no compensaría el canon que se quedan estas empresas. “Entendemos que todo el mundo tiene que vivir, pero si pagaran sueldos dignos, nos lo pensaríamos. Antes, no”, sentencia el hostelero. Si ya entre camareros se dan las dificultades para organizar a la plantilla y conseguir su sindicación, entre los riders la cosa empeora. A pesar de que existen iniciativas de reparto a domicilio como Mensakas, que funcionan como cooperativa, la mayoría de trabajadores están en las grandes plataformas como Uber, Just Eat o Glovo. “Intentamos llegar a ellos, porque la situación es flagrante, pero la rotación es elevadísima y el hecho de que trabajen sin contacto con sus compañeros dificulta mucho la organización masiva”, admite Paco Galván.
Un futuro oscuro e incierto
La pandemia ha supuesto un pisotón en el acelerador del cambio y digitalización de la economía. Cada vez hay más acciones que se pueden realizar a golpe de clic. Desde la compra por Internet a la consulta del médico. Incluso hay grandes franquicias de comida rápida que han sustituido a sus cajeros por máquinas en las colas que recogen el pedido mientras esperas. La nueva normalidad nos dejará un panorama en que la llamada uberización de la economía estará al orden del día. La última pista de esta distopía nos la dieron Madrid y Barcelona a finales de marzo con su gestión dispar de las dark kitchen. Estas cocinas oscuras o cocinas fantasmas son un fenómeno en auge desde 2018 que, con la crisis de la covid, se ha catapultado.
Al igual que las plataformas de delivery, toman el sector de la hostelería y lo exprimen hasta poder sacar el máximo beneficio con el mínimo coste. No se trata de otra cosa que de cocinas industriales, con sus chimeneas, cocineros con carné de manipulación de alimentos y fogones a todo gas que son aprovechados por las apps de Glovo, Deliveroo o Uber Eats, que les hacen llegar sus pedidos. Hasta aquí no habría problema si no fuera porque estas cocinas industriales no deberían poder estar donde están, según las normativas municipales. Escondidas discretamente en el centro de las grandes ciudades, se aseguran que los pedidos lleguen a su destino en menos que canta un gallo, obviando que este tipo de establecimientos no pueden ubicarse en zonas residenciales. La oposición vecinal fue rápida tanto en Madrid como en Barcelona ante este modelo de negocio que recuerda el ‘hecha la ley, hecha la trampa’ que esgrimía Airbnb. La respuesta de sus ayuntamientos no fue tan pareja.
Así como Barcelona anunció que paralizaba las licencias durante un año, debido a las quejas vecinales, Madrid avanzó que modificaría su plan urbanístico, pero sin moratoria. Lo que supone que estas gallinas de los huevos de oro podrán seguir solicitando licencias hasta que llegue el cambio, que puede tardar meses. Mientras, estos negocios revientan los precios y suponen una competencia feroz para un sector de la economía que ya está en la cuerda floja y que, al menos mientras duren las restricciones por la covid, no puede batallar en igualdad de condiciones. “Por mucho que me duela, el futuro está ahí. El coronavirus, de una manera u otra, ha llegado para quedarse y, con él, la costumbre cada vez mayor de comer en casa”, reflexiona Ramon Puñet.
Aunque el hostelero cree firmemente que, cuando se pueda volver a salir sin restricciones, la gente preferirá cenar fuera a hacerlo en el sofá, duda de que los bares y restaurantes puedan llegar a hacer frente a “la competencia desleal” que suponen actores como las dark kitchen o las plataformas de delivery. “Antes nos preocupaba la explotación turística sin freno y el auge de las franquicias. Ahora, que estamos peor que nunca, sumamos esto”, añade. Por su parte, José Mansilla no se muestra tan seguro de que el futuro sea tan oscuro. Confía plenamente en el “encanto de los bares como lugar ritual de encuentro” y opina que la gestión que han hecho los consistorios de Madrid y Barcelona con las dark kitchen son una especie de fantasma de las navidades futuras.
“¿Cómo saldremos de esta? Dependerá de lo que podamos forzar la maquinaria. En Barcelona los vecinos han conseguido frenar este modelo de negocio. En Madrid todavía no. Así que, en este caso, el modelo catalán marca el camino”, sostiene el antropólogo. La economía ha parado en seco y parece que el virus nos ha dado la oportunidad de reflexionar sobre un sistema revolucionado. “Es el momento de repensar hacia dónde vamos. Por muchos motivos: por la precariedad laboral, por la resiliencia de los barrios y por ecologismo. Tenemos que repensar nuestras economías y nuestro modelo turístico porque las ciudades no son parques de atracciones, son para vivirlas”, expone Paco Galván. La oportunidad actual es única, pero no durará mucho. “Los hoteleros y grandes empresarios dicen que nos olvidemos de cambios, que hay que salir del bache y sobrevivir al paro cardiaco”, añade Pablo Díaz Luque.
El economista se hace eco de las recientes declaraciones de diversos tótems del sector turístico, que auguran volver a estar al 100% en solo dos años. Para Luque, la recuperación total llevará más tiempo, durante el cual se corre el riesgo de que “actores como los fondos buitre se aprovechen de los edificios y locales de los negocios caídos durante la crisis”. Los intereses de las grandes empresas enfocan a volver al punto de partida, a como estábamos antes de que la covid lo parara todo, aderezando la nueva normalidad con la presencia de empresas y modelos que buscan el beneficio inmediato al mínimo coste. “¿Es muy posible que eso ocurra? Sí. ¿Que depende de nosotros que no suceda? También”, sentencia Mansilla. Así, el futuro lo dibujarán los que resistan, los que, como el bar La Nova Farga, apuesten por modelos sostenibles y de proximidad.
El barrio de Sants, donde se afinca el bar de Ramon, es conocido por sus fuertes vínculos sociales y cooperativos entre vecinos y vecinas. De esa esencia colaborativa nació D.O. Sants, una organización de pequeños negocios hosteleros del barrio. Empezaron siendo dos y ahora son más de 30. “No somos competencia de nada. Somos compañeros de hace muchos años y teníamos que ayudarnos los unos a los otros. Tenemos que hacer piña y movilizar el barrio”, explica Pere, el cocinero de La Nova Farga, mientras divide su atención entre la conversación y unas carrilleras de cerdo que se guisan en los fogones de su pequeña cocina.
Sus miembros se encuentran en asambleas y planifican rutas de calçots por las calles de Sants para fidelizar a los clientes. Saben que si el bar de la esquina aguanta, es positivo para todos. “La buena comida, una cerveza fresca y un bar de confianza están para que los vecinos los disfruten. Y nosotros ahí estaremos, pero solo si podemos hacerlo como nos gusta y nos hace felices”, relata Pere, con la vista puesta en unas cebollas que pronto saltarán a la cazuela, mientras canturrea la canción que suena en la radio.
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