Opinión
Entre Walden y Puerto Hurraco: los vicios del neorruralismo
Pablo Batalla Cueto analiza la romantización y la nostalgia que se cierne sobre el actual debate en torno a las tradiciones y el mundo rural
«Et in Arcadia ego…». Cuatro pastores miran desconcertados lo que parece un sepulcro, y esa inscripción que los perturba, en el cuadro más famoso de Nicolas Poussin, pintado entre 1637 y 1638. «Y en la Arcadia, yo…». Aquel muerto vivió en la Arcadia. En la Arcadia también existe la muerte. «Yo, la muerte, reino incluso en la Arcadia». Puede llevarse más lejos la interpretación: la Arcadia, en realidad, no existe; no existe ese reino de paz y sencillez en que despreocupados cabreros viven en comunión con la madre nautraleza.
Existe tan solo en la literatura y el arte, para los que la Arcadia es un leitmotiv milenario, de las églogas de Virgilio al Palacio Valdés que en La aldea perdida, de 1903, pinta el fresco maniqueo de un valle bucólico, el de Llaviana, en Asturias, que la llegada de la industria destruye: «Bocas de mina que fluían la codiciada hulla, manchando de negro los prados vecinos; alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo agua sucia; los castañares talados; fraguas que vomitaban mucho humo espeso esperando que pronto las sustituirían grandes fábricas que vomitarían humo más espeso todavía».
La industria arrasa el campo también moralmente: los campesinos —«ángeles con madreñas», como bromea Noemí Sabugal comentando la novela en Hijos del carbón— son desplazados por tipos «agresivos, pendencieros, alborotadores», que profieren «blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se erizaban de terror».
Siempre en los momentos de crisis civilizatoria nos acordamos de la Arcadia, como un adulto remembra su niñez cuando la vida se le inclina cuesta arriba. Las épocas de decadencia demonizan la ciudad y se maravillan por el campo. Rousseau se inventa al buen salvaje en la crisis terminal del Antiguo Régimen que acabará haciendo estallar la Revolución francesa (y, en la misma época, María Antonieta juega en Versalles con sus amigas a ordeñar vacas con calderos de plata). Pero, igual que el adulto acordándose de su niñez, olvidamos el horror invisible que sostenía nuestra felicidad; el trabajo duro, las penurias de los progenitores que sacrificaban su dicha en favor de la nuestra.
«Vivir fue respirar tras la bufanda/ mientras iba encendiéndose la estufa,/ muy de mañana./ Hubo una libertad para los niños,/ nos la daba el que todo/ fuera difícil para los mayores», escribía Margarit. Hoy volvemos a atravesar tiempos de transformación, incertidumbre y percepción de decadencia. Y volvemos a acordarnos de la Arcadia y a llenar los expositores de las librerías de una literatura ruralista y naturalista de muy diversos pelajes, tanto nueva como vieja (reediciones de Thoreau o John Muir). Pero, en no pocas ocasiones, volvemos a acordarnos de aquel modo: idealizando el medio rural que no conocimos más que como niños que lo visitaban solo en verano, se bañaban en el arroyo y jugaban entre las alpacas, y del cual el recuerdo de las personas que sí lo conocieron en toda su extensión y profundidad no acostumbra a ser precisamente dichoso.
Guardianes y cautivas de la montaña
Cuando Sergio del Molino publicó su exitosísimo La España vacía, generó una reacción que, añadiendo dos letras al nombre otorgado a las tierras despobladas del interior ibérico, introducía un matiz crucial; el mismo por el cual no es igual hablar de lenguas minoritarias que de lenguas minorizadas. La España vacía es en realidad la España vaciada; territorios cuya sangría demográfica no fue un azar histórico, sino una barrabasada deliberada, acometida, por necesidades concentracionarias del capitalismo desarrollista, con métodos que incluyeron toda una producción cultural destinada a la estigmatización del aldeano.
Como escribe María Antonia García de León, «sacar en las películas el aeropuerto de Barajas (viniera o no a cuento), los hoteles, las torres altas de los nuevos apartamentos, las discotecas… se convirtieron en lugares comunes» del cine desarrollista, y «dentro de este entramado cinematográfico, siempre figuraba el hombre de la boina, el paleto, encarnado por Tony Leblanc, José Luis Ozores, Alfredo Landa y un largo etcétera». Aquello fue más grave cuanto no fue algo que sucediera en todas partes: en los años setenta, mientras en España el abandono del campo era alentado, en Francia el presidente Pompidou proclamaba (1971) que «salvar la naturaleza, que será mañana la primera necesidad del hombre, es salvar la naturaleza habitada y cultivada. Una naturaleza abandonada por el paisano, aunque esté cuidada, se convierte en una naturaleza artificial e incluso fúnebre».
Decía también que «el abandono de tierras casi siempre es el resultado de la conjugación de fenómenos socioculturales y económicos» y explicitaba el compromiso de su Gobierno de salvar la vida rural. En la misma línea, en 1977, Giscard d’Estaing proclamaba en Vallouise que «la agricultura es el mejor guardián de la montaña. […] Cualquiera que sea la actividad, debemos apoyar sobre todo la instalación de los jóvenes y sus familias, ya se trate de jóvenes nativos o de aquellos venidos de otras partes». En Italia o Alemania, parecidas cosas: el contadino y el Bauer no solo no eran objeto de mofa, sino figuras respetadas, y existía y existe hoy un compromiso colectivo, de Estado, sobre la necesidad de protegerlo y defenderlo.
Todo lo anterior es cierto. Pero, siéndolo, señalarlo con energía indignada ha redundado a veces en otra mirada simple e injusta de la España vaciada y de lo que ocurrió con ella y en ella: la que olvida que abandonar el pueblo fue para muchos (y, sobre todo, muchas) un anhelo que —a diferencia de los protagonistas de Surcos, la película de 1951 del falangista hedillista Nieves Conde sobre una familia campesina que emigra a Madrid, y a la que la ciudad tritura y acaba haciendo volver a su aldea— jamás se arrepintieron de cumplir. Como Everett Lee señalaba en los sesenta, había factores push en el éxodo rural, pero también pull; factores de expulsión, pero también de seducción. Y estos hicieron mella especial en la mitad femenina del campesinado: mujeres para las que la vida en el agro no era un juego versallesco, ni «las inocentes horas, de júbilo y paz llenas», del «zagal» que «las auroras ve alborear serenas […] al salir tras su ganado» a las que cantaba Meléndez Valdés, sino trabajo durísimo y desagradecido, control social asfixiante o un machismo terrible.
Mujeres que —como comenta el antropólogo asturiano Adolfo García Martínez de las del ager astur— «en los años sesenta […] empezaron a ver, a través de la televisión, los periódicos, el turismo, los emigrantes que volvían, etcétera, que había más mundo y otras formas de vivir, y como ellas ya estaban casificadas hicieron la revolución a través de sus hijas, a las que mentalizaron para que se fueran del campo». Quienes han estudiado con mayor atención la memoria campestre de los antiguos labriegos emigrados a la ciudad señalan que la añoranza atesora típicamente un componente de género: extrañan más la aldea perdida los hombres que las mujeres (y, por supuesto, más los propietarios, siquiera pequeños, que los jornaleros; no digamos los heterosexuales que los homosexuales). «¡Qué dichosos los hombres de los campos, si conociesen su felicidad!», escribía Virgilio. Pero los hombres y mujeres de los campos siempre fueron perfectamente conscientes tanto de su felicidad, cuando la había —porque también la había en ocasiones—, como de las punzadas de la infelicidad.
La hipermnesia y la amnesia
A la España vaciada afluyen hoy, tímida todavía, pero ya notablemente, gentes que huyen de la despersonalización y el frenesí desquiciante de las ciudades modernas y los ritmos diabólicos del tardocapitalismo, y en el campo recobran un sentido perdido de comunidad. Es una buena noticia. La España vaciada debe llenarse; es deseable que se llene y, llenándose, conforme un país más equilibrado, menos megacefálico, más vivible. Pero debe llenarse, no de lo que fue, sino de una idea nueva de comunidad rural, que no olvide, y no olvidándolos no corra el riesgo de reeditar a largo plazo, los aspectos oscuros de la antigua.
En los panegíricos comunitaristas y renaturalizadores de nuestros días palpitan muchas veces vetas inquietantes; ansias de colectividad que se pasan de frenada y demonizan, no ya el individualismo, sino la mera individualidad; no ya el mal progreso, sino el progreso en sí, empuñando el salvoconducto de una crítica al neoliberalismo que ha comenzado a valer para un roto progresista y un descosido reaccionario. Reaccionario de reacciones variopintas: trovas a la comunidad orgánica, llamadas a rebato a parirle hijos a la patria o el anticientifismo pueril con que cierto naturismo, más peligroso que un barbero con hipo, cuela enfermedades erradicadas por la gatera de sus loas a lo natural (un ungüento de caléndula es natural; la peste bubónica, también). Tan importante ante cualquier enemigo de la emancipación humana es la crítica como la crítica de la crítica; la revisión cotidiana de las posiciones propias, que evite que el remedio acabe siendo peor que la enfermedad. No podemos —tuitea el siempre lúcido Jónatham F. Moriche— «concluir de la crítica al neoliberalismo y/o posmodernidad que hay que retroceder respecto a sus promesas incumplidas»; tan absurdo sería «como si Marx hubiera propuesto, en conclusión a El capital, volver al absolutismo o al feudalismo».
El neorruralismo de nuestros días debe ser un arma cargada de futuro, que en el agro no busque —plagiamos a María Sánchez— ni la cabaña de Walden, ni la de los hermanos Izquierdo en Puerto Hurraco, sino una comunidad moderna: memoriosa, pero no nostálgica; horizontal, pero no apisonadora; reticular, pero no orgánica, y que preserve los espacios de intimidad e individualidad que antaño estaban vedados a la gente del campo, sin caer, en este caso, en la misantropía de cierto antihumanismo que salva al capitalismo no atribuyéndole a él, sino al ser humano como especie (como plaga), los males del planeta. Un espacio, también, libre de condescendencias: de la del urbanita altanero hacia el señor Cayo y sus saberes oceánicos y ancestrales, pero también de la inversa; el tosco antiurbanitismo de los refractarios a preocupaciones como el maltrato animal o las quemas incontroladas, frecuentemente encarnado, por otro lado, no por labriegos born and raised, sino por urbanitas conversos; neocampesinos y neoganaderos con estudios superiores, dotes comunicativas y pericias cibernéticas y audiovisuales que les posibilitan volverse la voz del campo y vocearla con una antipatía histriónica más característica del pijo radicalizado con ansias de matar al padre que del proletario auténtico.
La nostalgia suele olvidarse de las mujeres. Lo hace la ruralista y también cierta morriña obrerista que prospera en nuestros días, replicando de manera curiosa los trazos que caracterizaron a aquella en los albores de la revolución industrial: añoranza de un mundo estable, predecible y orgánico, en el que cada cual tenía su lugar y una fe rocosa organizaba la vida (la fe cristiana y su tañir de campanas para Palacio Valdés, la fe en la revolución y su tañir de turullos para estas églogas de la chimenea y el castillete), y que el tsunami terrible de la (pos)modernidad vino a arrasar con sus costumbres desconcertantes, sus aberrantes libertinajes, sus blasfemias enajenadas y disolventes. Aquel mundo también era esto que Noemí Sabugal recoge en Hijos del carbón, citando a una de las primeras mujeres que entraron a trabajar en la mina asturiana:
«Nos las hicieron pasar putas. Había gente muy buena y también gente muy mala. Malos de verdad. Era peor cuando venía de la gente que menos te lo esperabas. De lo primero que me dijeron fue: cuando te metas en la jaula, ponte con los brazos cruzados y pegada a la pared. Con eso ya te lo digo todo. Pellizcos en el culo, pellizcos en las tetas. Todos los días salíamos llorando. Éramos las primeras y no nos querían. Y nos lo hacían saber. De las cuatro que entramos, una lo dejó. La volvieron a llamar y la colocaron fuera. No se había ido por el trabajo, fue por el ambiente. Era un ambiente hostil.»
La nostalgia recuerda, pero también olvida; es, a la vez, amnesia e hipermnesia. Y, hermosa como tema literario y artístico, y también potente como energía motriz de construcción política, puede ser peligrosa si no se la administra con tiento, como aquellas sustancias a las que una determinada medida hace medicina, y otra veneno.
Tambien me queda el recuerdo de aquellos años que en los pueblos «mandaban» el cura y la guardia civil.
A mi padre por trabajar en domingo, que no es que trabajara por gusto sino por necesidad, el cura le impuso una multa de 500 pesetas que para aquellos años (y para una familia que sólo tenía lo puesto y que si se ponía enfermo un familiar te endeudabas para toda la vida, pues no había SS ni ayudas de la PAC) debía ser como ahora diez mil euros o más.
Así ayudaba el franquismo a los más desfavorecidos del medio rural.
Muy bien documentado este artículo. Sabe de que habla. Soy hija de agricultores de subsistencia y de secano.
La España vacía es en realidad la España vaciada, territorios cuya sangría demográfica no fue un azar histórico, sino una barrabasada deliberada, acometida, por necesidades concentracionarias del capitalismo desarrollista.
Mientras en España, EN LA ESPAÑA FRANQUISTA, DE PAN PARA HOY Y HAMBRE PARA MAÑANA, el abandono del campo era alentado, (más que alentado casi te obligaba el régimen a que te fueras ya que lo suyo era malpagar las cosechas cuando las había y cobrar abusivos impuestos).
El machismo del hombre rural hizo el resto para que la mujer emigrara a «servir» a la ciudad. En comparación con la vida más que de esclava laboral que llevaba en el pueblo, trabajaba con el hombre en el campo; pero al llegar a casa éste no le ayudaba a ella, ni con los animales, ni con las faenas caseras; en el servicio doméstico se sentía como una señora.
Me queda el recuerdo infantil de unas gentes envejecidas prematuramente por el trabajo y las privaciones, menos hambre, quien trabaja la tierra nunca pasa hambre; pero que silvaban y cantaban por los caminos de mulos y las puertas de las casas estaban abiertas. Hoy en mi aldea tienen todas las comodidades; pero las puertas están cerradas y ya no hay alegría ni buena vecindad.
Se ha instalada la codicia propia del sistema capitalista en todas partes.