Cultura

La llama y las cenizas: tradicionalismo progresista en la escena musical contemporánea

"La tradición muta, siempre está mutando, se renueva, se rehace, y hasta se inventa", sostiene Pablo Batalla en este artículo sobre folclore

El artista asturiano Rodrigo Cuevas. DONOSTIA KULTURA / Licencia CC BY-SA 2.0

Al oeste de la provincia de Valladolid se encuentra la villa amurallada de Urueña, famosa por el número sorprendente de sus librerías. En Urueña hay una casona del siglo XVIII, conocida como de La Mayorazga. En la casona hay una fundación «cuyo fin principal es contribuir a la valoración y difusión del patrimonio legado por la tradición», el hogar del sabio que le da nombre, una nutrida biblioteca, varias colecciones valiosas y, entre ellas, una de viejos instrumentos musicales, pecios de un mundo desaparecido: gaitas, ocarinas, pífanos, matracas, zumbadores, pitos cabreros, flautas, panderetas, también algún violín.

El sabio se llama Joaquín Díaz y con ellos graba discos consagrados al salvataje del acervo español, rescatado lo mismo en rastreos documentales que mediante trabajo de campo. Discos con canciones de los dos bandos de la guerra de España (casi siempre romances populares a los que se cambiaba la letra), con romanzas sefardíes, con nanas infantiles. Casi nadie sabe, en España, tanto como Díaz sobre la tradición; y, por ello, casi nadie sabe tanto de sus equívocos y cómo la tradición no es una quietud, sino un movimiento; no una montaña, sino un cauce que fluye o, por mejor decir —metáfora de Ramón Menéndez Pidal— los guijarros por él pulidos, solo tradición verdadera si el río sigue puliéndolos, y que dejan de serlo cuando se los saca del lecho y se los coloca en una vitrina.

La tradición muta, siempre está mutando, se renueva, se rehace, y hasta se inventa, como puede acreditar el etnógrafo vallisoletano: el célebre Romance del enamorado y la muerte, cantado, entre otros, por Víctor Jara Paco Ibáñez, casi siempre presentado como de origen medieval, fue compuesto, en realidad, por el propio Díaz. De tan zambullido en los romances que investigaba, se hizo capaz de crearlos indistinguibles de los auténticos, copiando sus estructuras y sus prosodias. 

Tradición, decía Jean Jaurès, no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. Podría ser evidente, pero si Jaurès se sintió obligado a decirlo, era porque había a su alrededor quienes consideraban que tradición no era mantener encendida la llama, sino preservar las cenizas. Las dos corrientes atraviesan la modernidad: hay un tradicionalismo reaccionario, autoritario, que enarbola una tradición embalsamada y exige que la sociedad se embalsame a su vez, tomándola como modelo. Pero hay un tradicionalismo progresista que en la tradición ve un árbol que regar y del que extraer semillas para plantar otros, a los que encaramarse para, desde su altura, pregonar mensajes de cambio y emancipación. Los referentes pueden ser los mismos. Como ejemplifica Fruela Fernández en Una tradición rebelde,

«La apropiación franquista de los bailes tradicionales […] no vino determinada por los propios bailes, sino porque algunas de sus características —como las relaciones y las distancias entre los cuerpos— podían desarrollarse en una vertiente nacional-católica y, de esa manera, oponerse a las posibles innovaciones de otros bailes contemporáneos, donde la cercanía corporal provocaba la sospecha moral del régimen. Sin embargo, esos mismos bailes […] podrían adquirir hoy un valor político completamente distinto si nos proporcionan, por ejemplo, un espacio donde volver a relacionarnos con nuestros vecinos más allá de los circuitos comerciales y del consumo»

La tradición, razonaban Gramsci o Ernesto de Martino, no es una materia uniforme, sino una intermitencia estratigráfica de fósiles y tierra viva; de elementos reaccionarios y creativos. En la tradición hay validaciones del orden establecido, pero también, por ejemplo, las Jotas heréticas de Navarravehículo de mensajes antimilitaristas o anticlericales, recopiladas por José María Esparza contra «el afán oficialista de constreñir la jota popular a lo políticamente correcto, que le ha negado toda espontaneidad y capacidad de subversión». Siempre las tuvo la música popular, a pesar de todos los intentos reaccionarios de acallarla.

De la copla, tan fomentada por el franquismo, Lidia García estudia y divulga hoy en su podcast «¡Ay, Campaneras!» la poderosa corriente freática de disidencia que nunca dejó de subyacer a aquellas apropiaciones. Era la copla —dice— «la melodía de la ropa recién tendía, del remiendo y la corrala, la sinfonía de los cuidados, el ritmo de las labores invisibles que sostenían y sostienen el mundo», pero, sobre todo, un «mecanismo de supervivencia»; aquello que servía «para canalizar lo que no se podía decir en voz alta»: sexualidades clandestinas, morales transgresoras, pecados inconfesables. Cuando Miguel de Molina cantaba «compuesto y sin novia, porque tengo mis razones», se refería a lo que se refería.

Hay una «batalla por el folclore», y hoy que —como es propio de todas las épocas de crisis— corren tiempos de obsesión por el pasado, y también de un interés en la tradición que permea e impulsa best sellers literarios y hits musicales, las dos vertientes de la vindicación de lo tradicional y lo popular vuelven a desplegarse. Hay quien preserva las cenizas. Pero hay también quien mantiene encendida la llama, y en la música, quien consagra los pífanos, las matracas, las ocarinas, las panderetas, los vocablos vernáculos, los ripios ancestrales, a poner banda sonora a los combates progresistas del día.

Nada nuevo bajo el sol, por supuesto, sino solo una generación sucesora de la de los Carlos CanoAl Tall, el folk comunero del Nuevo Mester de Juglaría La Bullonera, que a ritmo de jota cantaba «¡Qué buenas son las multinacionales/ porque nos traen centrales nucleares!». De aquella banda aragonesa de los años de la Transición, el espíritu anida hoy en La Ronda de Boltaña y sus cantares sobre cómo «con semillas del pasado siempras hoy el porvenir», que condensan la rabia y el orgullo de la España vaciada: «¡Defiende cada escuela y cada hogar!/ ¡Por cada aldea vamos a luchar!/ ¡Aquí quiero vivir!/ Con la vista al horizonte/ y en mi tierra la raíz./ Precisamente aquí./ Y por mí que gire el mundo,/ ya lo veo desde aquí./ ¡Aquí —repítelo— quiero vivir!/ Ni en Niuyor,/ ni mucho menos en Madrid».

El que tal vez sea el mejor ejemplo actual de un tradicionalismo musical progresista es gallego y femenino. Tanxugueiras, tres pandereteiras gallegas (Sabela ManeiroAida Tarrío y Olaia Maneiro), veneran la tradición que han mamado desde pequeñas y hoy estudian emprendiendo recollidas y consultando la documentación y las grabaciones realizadas por otros desde los años sesenta, pero, en sus álbumes y conciertos, no se limitan a reproducirlas: modifican, por ejemplo, la letra de romances machistas («diría que casi el 80%», comenta Olaia) para transfigurarlos en mensajes de empoderamiento femenino. «Antes de crear una canción nueva, lo que hacemos es escuchar esas grabaciones, buscar el potencial que tiene cada una de ellas y a partir de ahí pensamos de qué queremos hablar», explican. «Buscamos empoderar a las mujeres a través de letras feministas. Así que, en lugar de desecharlas, lo que hacemos es darles una vuelta y traerlas a nuestro tiempo introduciendo alguna palabra contemporánea».

Tanxugueiras inserta palabras modernas en sintaxis antiguas. Pero hay otros grupos en cuya obra son antiguas lo mismo la sintaxis que las palabras y, sin embargo, esta no deja de vehicular un mensaje de rebeldía. La banda murciana Mujeres con Raíz, fundada en 2014, y conformada por hombres y mujeres, es menos innovadora en lo formal, y transforma menos las piezas del folclore murciano que interpreta, pero su mensaje también es feminista: hace un «homenaje a la voz tradicional de la mujer murciana, poseedora de gran parte del patrimonio oral del sureste peninsular», y busca mostrar que nunca fue el doméstico el único espacio de desenvolvimiento de lo femenino en la cultura tradicional, sino que las mujeres «también faenaban, como los hombres, y entonces lanzaban sus cantos de siega y trilla al viento; o pedían agua a los cielos; o bien festejaban con malagueñas, jotas o seguidillas».

«Yo no quiero un pueblo sumiso ni nostálgico con los ojos en las espaldas, que pierde las noches añorando un pasado luminoso que nunca llegará a existir», declama el músico, activista y escritor Antonio Manuel en Mençahe der Profeta, de Califato ¾, una banda sevillana cuyos temas amalgaman reggae, música psicodélica, electrónica, hip hop con sevillanas o marchas procesionales de Semana Santa. La Andalucía de esta banda que, en un manifiesto musical que ha circulado mucho por las redes sociales, proclama su voluntad de «explorar el cante andaluz y la música andalusí desde una doble óptica, la respetuosa y la irreverente», es «un horizonte entre la tierra y el cielo, que desprecia las fronteras y las concertinas, […] que se ha quitado de encima el herpes de los prejuicios y cabalga libre para conquistar su utopía cotidiana».

En un manifiesto musical que ha circulado mucho por las redes sociales, Califato proclama, entre otras, su voluntad de «explorar el cante andaluz y la música andalusí desde una doble óptica, la respetuosa y la irreverente». Tan andaluces eran para este grupo «mozárabes, sefardíes, musulmanes y andalusíes, gitanos, negros, cafres o americanos […] los que emigraron a Alemania o Cataluña» o «los que mueren en la fosa común del Mediterráneo o se quedan colgados como un jirón de bandera rota en las espinas de las murallas con las que intentan separarnos». 

Un irreverente folclore sin fronteras, enraizado en un concreto lugar del mundo y que crece absorbiendo su humus particular, pero que no ve podado el libre despliegue de su ramaje, y lo estira por encima de las tapias políticas del mundo, dejándolo airearse de otros aires, es el proyecto artístico de varios otros solistas y bandas. Hondas son las raíces, por ejemplo, de Los Hermanos Cubero, rescatadores guadalajareños del folclore castellano, pero ello no les impide mezclar la jota alcarreña con estilos estadounidenses como el bluegrass. Con ellos, confieren nueva vida a cantares tradicionales como La molinera y el corregidor, pero también parafrasean el Working for the MCA de Lynyrd Skynyrd para componer un Trabajando en la MCA escrito contra la inacción de los sindicatos mayoritarios. 

No muy lejos de la Alcarria, Tündra, banda riojana que practica un «folk ancestro sideral» (fue el título de su primer disco) rebusca, en su tercer álbum, Voces del desarraigo (músicas de la España vaciada), en «los ecos de las cocinas vacías y los campos abandonados» cantares ancianos de la Serranía Celtibérica. Y los interpretan con gaitas y mandolas, pero también guitarras eléctricas, ritmos jazzísticos o rockeros y la mejor disposición para adaptar «melodías tradicionales de cualquier rincón del mundo».

El folclore «es un ser vivo que se extiende por toda la faz de la tierra, como un micelio, no entiende de barreras físicas ni políticas», afirma Rodrigo Cuevas, quien abandera una mezcla de folclore musical y vestimentario de su Asturias natal, ritmos internacionales como el trap, el reggaeton o la cumbia y estética cabaretera y drag, y ha convertido en un hit nacional la tonada Soi de Verdiciu por vía de convertirla en una tonada glam titulada Ritmu de Verdiciu, que combina la letra de siempre («Soi de Verdiciu,/ nací a la vera/ del Cabu Peñes,/ xunto la mar;/ nun hai tocinos/ na mio panera,/ pero hai gabitos/ au los colgar») con una adaptación del celebérrimo Ritmo de la noche de Mystic. La maltrecha llingua vernácula de los asturianos, de la que estos días se debate la declaración de cooficialidad, suena hoy, gracias a Cuevas, en altavoces inéditos, mucho más allá de la cordillera cantábrica. Y es hermosa la lección sobre la tradición que en ello se imparte. Las cenizas de un mundo ardido siempre serán finitas, pero una llama encendida puede crecer indefinidamente. Pueden acrecerla maderas distintas, yescas inopinadas, puede cambiar su color o el aroma de su humareda, no dejando nunca de ser la misma llama. Puede incendiar el mundo. Y Verdiciu, la Alcarria o el Sobrarbe pueden ser el nombre del Universo.

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Comentarios
  1. Cuanto agradecimiento debemos a músicos, poetas, artistas, comprometidos con el pueblo.
    “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro […] Cultura, porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz”.
    Los problemas señalados por Federico García Lorca, como este significativo fragmento de su pensamiento, en el que Lorca destaca la importancia de la cultura para la emancipación de las clases populares continúan siendo actuales: “el pueblo lleno de fe, pero falto de luz”

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