Opinión
Conquistar el presente desde el futuro
"Proponer un plan de futuro no significa olvidarse del ahora, de las necesidades actuales; exige, por el contrario, mirarlas de frente", reflexiona José Ovejero.
Orwell publicó su distopía 1984 treinta y cinco años antes de la fecha del título. El gobierno ha presentado el proyecto España 2050 tres décadas antes de que se cumpla el plazo, acercándose a esa ciencia ficción que no necesita avanzar siglos o milenios para imaginar el mundo utópico o distópico que podría aguardarnos. Antes de que el Gobierno presentase su plan ya pululaban por medios y redes periodistas, opinadores y cizañeros –a veces todo en una persona– jurando que el Gobierno se empeña en hablar del futuro porque es incapaz de enfrentarse al presente. Tienen razón: abordar el presente es imposible porque el presente ha dejado de existir.
Tiempo atrás, el combate político tenía como objeto hacerse con el campo de batalla del presente: ejércitos ideológicos disputaban por las condiciones de la industrialización, por el gobierno de los terratenientes o de los empresarios, por el papel de los obreros –es decir, sus derechos y su cuota de poder–, por el Estado del bienestar o por la desregulación. Y por supuesto la mentira era una de las armas empleadas para hacerse con aquel presente real, palpable, innegable; se realizaban maniobras de diversión, se ocultaban los fines verdaderos. Eso siempre ha sido así. Pero ahora se está dejando de mentir como antes, es decir, esperando que nadie te pille: el término “pillar” ha perdido el sentido cuando no cuentas con que se crea tu mentira, sino tan solo que sea respaldada.
Cuando la asesora de Trump usó el término “hechos alternativos” para justificar la afirmación de que en la ceremonia de investidura del nuevo presidente hubo más gente que en ninguna otra de la historia, no esperaba que nadie la creyese. Se limitaba a ofrecer una versión de la realidad que expresaba sus deseos. Y como solemos aferrarnos a lo que deseamos, independientemente de hechos y datos, era irrelevante lo que dijesen las cámaras o las estadísticas. Al fin y al cabo, hemos aprendido a desconfiar de las estadísticas igual que sabemos que las imágenes pueden manipularnos.
No hace tanto supimos que nos habían enseñado imágenes trucadas para embarcarnos en la guerra de Iraq. La diferencia es que en aquel caso aún había un esfuerzo de verosimilitud. Hoy bastaría un eslogan. Ante un mundo confuso en el que nos pueden engañar incluso mostrándonos supuestas pruebas, parece más fácil atenerse a la sencillez y a la claridad de lo deseado. Así, cuando Almeida proclama que Madrid es la mejor ciudad del mundo no pretende que nadie crea seriamente tal estupidez, sino apelar a un estado de ánimo que no admite discusión porque está más allá de toda discusión, y ese estado de ánimo puede ser utilizado con fines políticos.
Pero en la ausencia de hechos, discutibles o no, si ha desaparecido esa realidad sobre la que entablar un combate, tampoco hay presente, e intentar debatir sobre él se vuelve una tarea casi inútil. La respuesta de Yolanda Díaz a Egea sobre los recortes demostrando con cifras que nadie ha recortado más en sanidad, educación y prestaciones sociales que el gobierno del PP es encomiable y puede que nos alegre este triunfo efímero de la razón sobre el disparate, pero no cambiará la opinión de quien ha decidido que el gobierno del PSOE y Unidas Podemos recorta; el aluvión de datos de la ministra resbalará sobre la capa impermeable de la convicción que no necesita pruebas. Y quien aborrezca al Gobierno y lo que representa, seguirá diciendo que Sánchez nos mata o que es el mayor mentiroso de la historia o que Podemos quiere que se okupen nuestras casas.
No son afirmaciones sobre la realidad, son solo expresión de un rechazo que es preciso hacer crecer y da igual con qué combustible se alimente ese fuego. Quizá uno de los grandes descubrimientos de finales del siglo pasado fue que es posible decir cualquier cosa mientras haya una mayoría dispuesta a apoyarla porque va dirigida contra el grupo al que se odia.
Así que el Gobierno hace bien en no disputar el presente, en bajar solo lo imprescindible al terreno enfangado de un debate en el que solo se presentan consignas e insultos que corear y en el que se pueden aportar datos burdamente falsificados con el objetivo no de mejorar la vida de los ciudadanos sino de alterar los equilibrios de poder.
Pero el futuro es más difícil de disputar con las armas aniquiladoras del presente de la posverdad: el futuro no consta de hechos ni de verdades, solo de posibilidades. Es una construcción mental que aún permite la pervivencia de ideologías transformadoras, cuyo objetivo es diseñar el mundo en el que queremos vivir. Merece la pena este ejercicio de pensar el futuro de forma constructiva dejando de lado la distopía y la catástrofe.
Proponer un plan de futuro no significa olvidarse del ahora, de las necesidades actuales, ni siquiera hacer que pasen a segundo plano; exige, por el contrario, mirarlas de frente, descubrir las fragilidades y conflictos que nos dominan, e intentar solucionarlas, pero no con parches que aguanten lo que dura una legislatura; precisamente permite abandonar el estercolero del electoralismo y plantear un debate que no se empantane en la ciénaga de los hechos alternativos sino que construya el modelo alternativo de sociedad que deseamos. Ya será suficientemente difícil conseguir un consenso sobre ese modelo como para perder energías en peleas estériles en las que solo puede ganar el peor.
Eso explica por qué los ecologistas no se quejan de que el Open Arms recoja inmigrantes del mar. En ese caso, les da igual lo que contamine el barco o que salvar vidas contribuya al crecimiento económico.