Opinión

Gramsci en Madrid

"Podemos imaginó una hegemonía gramsciana clásica, en que la sociedad civil y un partido ‘asaltaban’ un Estado burocratizado y entregado a las élites neoliberales. (...) Ayuso la ha logrado, al menos electoralmente, mediante un vigor que el falangismo reclamaba a sus líderes."

Celebración de los resultados en las elecciones de la Comunidad de Madrid el pasado 4-M. PARTIDO POPULAR/FLICKR

15M-4M. 2011-2021. Puede que estos sean el punto de partida y final del ciclo que ha dominado la década pasada, inaugurado por las plazas en mayo de 2011 y, tal vez, clausurado justo una década después, en mayo de 2021. Dos imágenes lo atestiguaron la noche del 4 de mayo: la renuncia política de la figura icónica del ciclo 15M, lo nuevo, Pablo Iglesias. Pocos minutos después, la emergencia por el balcón de Génova, el edificio de la vergüenza, de la figura que puede cambiar el ciclo para volver a lo viejo renovado. 

Lo intentó, a partir de 2014, el activismo de corte intelectual de Podemos y lo ha logrado, de un sorpaso, el neoliberalismo castizo de Ayuso, en 2021. ¿A qué nos estamos refiriendo? A una idea tan común como difícil de conseguir: la hegemonía cultural. La hegemonía, concepto históricamente ligado a la dominación del sistema, a menudo violenta, fue reformulada por el político y filósofo italiano Antonio Gramsci a principios del siglo pasado. Desde la cárcel fascista, Gramsci la imaginó como un rearme social y político –o sea, ideológico– contra un dominio supuestamente injusto. Una reacción al poder que lograse imponerse, sin coerción pero con consentimiento, gracias a una alianza entre sociedad civil y las estructuras de partido. 

Después de años cociéndose un creciente malestar por la primera gran crisis económica y política del siglo XXI (2008-2011), Podemos interpretó bien el dolor de tantos ciudadanos olvidados y recogió el guante de la pulsión reivindicativa de las plazas de España, transversales en su sentir, con una presencia casi cósmica en la arena pública. Así de virulentamente emergen los movimientos de encarnación popular en periodos de crisis. Una década después, Ayuso –que no el Partido Popular– lo ha logrado en un tiempo récord. Han sido menos de dos años de proceso, aupada por los errores estratégicos primero de Podemos –con sus batallas internas– y del PSOE después, pero sobre todo sacando rédito de la segunda gran crisis del siglo: la derivada del COVID-19, que no es solo una crisis sanitaria. Lo es, también, social. Un momento de cansancio y oscuridad. 

Unas décadas después, el pensador Raymond Williams repensó la hegemonía gramsciana como ‘estructuras de sentimiento’ (structures of feeling). Esto es, el surgimiento a menudo imprevisto de unos sentimientos colectivos que anuncian un nuevo pensamiento. Decía Williams, en una sabia frase, que “sentimos las cosas antes de pensarlas”. Estas nuevas estructuras mentales captan el sentir de un tiempo histórico y articulan expresiones nuevas en lo social y en lo cultural. Luego, claro está, llegan los que encarnan esos sentimientos. Lo hizo Margaret Thatcher con aquel liberalismo privatizador de los años 80, profundamente anti-estatista y que aceleró una nueva cultura neoliberal inédita en Europa. En los últimos tiempos, el fenómeno Trump aportó una política del espectáculo dirigida desde Twitter y la televisión, dando voz a un nativismo que parecía aparcado en Estados Unidos pero que venía aullando desde hacía tiempo. Ayuso lo adaptó con una versión aún menos elaborada que la trumpiana: el anti-estatismo castizo, sustentado en vaciar de significado la ‘libertad’ y proponiéndola como nuevo ‘sentido común’ donde todo y nada significa

Podemos sospechar que el proyecto de Ayuso no es la Comunidad de Madrid, ni tan siquiera la capitalidad –aunque no la he oído hablar en toda la campaña de ningún otro lugar que no fuera su castiza capital, y de Chamberí en particular–. Su proyecto es una idea de España para los privilegiados, los de siempre y los nuevos. Mientras, ofrece un neo-casticismo autóctono en tiempos de globalismo para que las clases populares la abracen –cosa que han hecho masivamente–, los hosteleros le hacen la campaña gratis en los bares y baja los impuestos a los poderosos. La ‘libertad’ se ofrece a todo el pueblo, pero solo la tienen garantizada unos cuantos.

Su teatralización no es baladí. Con su chulería terrenal se ocultan ciertos rasgos de caciquismo arcaico que la alejan de la condición populista. Ayuso, como lo hicieron todos los revoltosos de Núñez de Balboa el verano pasado, se ‘alza’ contra una idea de España que no les pertenece y, por lo tanto, que consideran ‘ilegítima’, sin tener en cuenta que en una democracia constitucional es el marco jurídico el que determina los límites de la legitimidad. La retórica de lo ‘ilegítimo’ nos lleva inexorablemente al 36 y la ‘deshumanización del enemigo’ –que Iglesias denunció tras el altercado con la líder de Vox– resonó con la denuncia que la filósofa judía Hannah Arendt hizo del nazismo como forma de reducir a parte de los ciudadanos a la ‘inexistencia política’. Algo de ambos hubo en el discurso de Ayuso desde el balcón de Génova la noche del 4 de mayo: vuestra España comunista se acaba, dijo en tono de amenaza y desafío, como se denunciaba y perseguía en el pasado la ‘conspiración judeo-masónico-comunista-internacional’

Podemos imaginó una hegemonía gramsciana clásica, en que la sociedad civil y un partido ‘asaltaban’ un Estado burocratizado y entregado a las élites neoliberales. Lo intentó aportando debates sobre conceptos como ‘pueblo’ y ‘patria’, tradicionalmente ajenos a los lenguajes de izquierda. Ayuso la ha logrado, al menos electoralmente, mediante un vigor que el falangismo reclamaba a sus líderes –un chulerío que no por popular deja de ser autoritario– y sin complejos identitarios, que recoge una estructura de sentimiento innegable. Ahí está el célebre ‘Madrid es España’ que, además de ser obvio, es excluyente y supremacista.

A esa otra idea de España que muchos imaginamos le queda, por lo menos, la opción de discutir la afirmación de Ayuso con una pregunta, tal vez reparadora: ¿es España Madrid? Me temo que el gran Miguel de Unamuno tendría mucho que enseñarle a Ayuso. Sobre Madrid, sobre Castilla y sobre España. Referencia: En torno al casticismo.

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Comentarios
  1. FRIVOLIDADES LAS JUSTAS.
    FRENTE A LO QUE VIENE HAY UN NIVEL DE FRIVOLIDAD QUE EL PAÍS NO SE PUEDE PERMITIR.
    Ojo, aquí la gente dió la vida para que hubiera partidos y sindicatos, no para que hubiera terrazas. Ya había terrazas y se podían beber cervezas con Franco.
    LA LIBERTAD ES OTRA COSA.
    LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD, QUE FORMAN PARTE DE LA MISMA ECUACIÓN, ES TENER GARANTIZADA LA EDUCACION, LA SANIDAD, LOS CUIDADOS, EL MEDIOAMBIENTE…ESO ES LA LIBERTAD.
    (Arnaldo Otegi – Gara, 10/5/2021))

  2. Bueno, a lo mejor le tenemos que agradecer a nuestros partidos de izquierdas (y también sindicatos, incluso anarquistas) que durante este año hayan decidido que la libertad no es importante, que hay otras cosas por delante. Nos han colado restricciones que, en muchas ocasiones, han tenido que ser jueces conservadores las que las hayan tirado abajo. Un ejemplo, el toque de queda de las 20:00 de la tarde en CyL durante un mes. Ni una organización de izquierdas levantó la voz.
    Resultado, le han regalado la libertad a Ayuso y mucha gente de izquierdas son sentimos huérfanos.
    Muchas gracias.

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